30

Fuerza o debilidad, Paul no estaba seguro de cuál de las dos cosas había sido. Le había concedido a su enemigo mortal, el causante de todo el dolor en su vida, un momento de consuelo en la muerte. Había enviado a aquel indeseable a la eternidad con un símbolo de Dios. No lo había hecho por Riggi, eso lo tenía claro, sino por sí mismo. Pero lamentaba profundamente haberlo hecho, a pesar de que sabía que había sido lo correcto. No era un hombre religioso en el sentido convencional. Hacía mucho que había dejado atrás su educación episcopaliana. Pero creía en Dios. Tenía una fe real en su existencia. Y en aquel momento supo que si quería que Dios le concediese algún alivio en la búsqueda de una respuesta respecto al destino de su hijo, debía ser digno de ella.

Cuando la policía terminó de interrogarles, Paul y Behr fueron a un Chili’s y comieron hamburguesas rancheras en silencio, sin saborearlas. Paul había contestado con mentiras a las preguntas de los agentes y también había mentido por omisión. A pesar del riesgo, le resultó más fácil de lo que en un principio había pensado. Supuso que era como cualquier otra cosa: simple, una vez que uno ha dejado de preocuparse por las consecuencias. Terminaron de comer y estaban listos para marcharse cuando se dieron cuenta de que ni siquiera habían hablado sobre qué iban a hacer a continuación.

—El departamento va a caer sobre este caso y cualquier otro relacionado con todo el peso de la ley, solo para que lo sepa —dijo Behr, acabándose su té frío con limonada.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —preguntó Paul mientras se levantaban.

—Días. Semanas. Dependerá de cuánto tarden en ponerse al día con todo —dijo Behr—. Yo conduciré —añadió mientras salían al exterior y cruzaban el aparcamiento bajo un cielo del color de una vieja sartén de latón.

Fue una afirmación extraña, innecesaria, teniendo en cuenta que llevaban todo el día en el coche de Behr y él llevaba las llaves.

Paul pensó en Carol y en cuánto de todo aquello iba a contarle.

—No voy a esperar a la policía. Me voy —dijo en voz alta—. A Ciudad del Sol. Necesito averiguar qué ha sido de él.

—Lo sé —dijo Behr—. Se lo acabo de decir: yo conduciré.

Behr compró flores y estaba esperando frente al edificio de Susan cuando esta regresó a casa del trabajo. Llegó conduciendo un Miata, aparcó y salió colgándose un bolso de piel del hombro. Era evidente que no se lo esperaba, pero no fue únicamente sorpresa lo que se extendió por su rostro junto a su sonrisa.

—Vuelve el hombre —dijo Susan, deteniéndose un momento para después acercarse a él.

—Ese soy yo —replicó Behr—. ¿Cómo estás, Susan?

Arreglada para su cita le había parecido hermosa. Ahora iba vestida con su ropa de trabajo —blusa y chaqueta— y llevaba menos maquillaje, por lo que las ligeras arrugas que rodeaban sus ojos eran más visibles. Pero sin tanto acicalamiento y con el pelo recogido tal como lo llevaba también la vio con mucha más claridad. Era hermosa.

Behr se había sentido idiota allí sentado, esperando mientras el ramo iba llenando su coche con un aroma húmedo y terroso. Sin embargo, todas las dudas le abandonaron en cuanto Susan sonrió.

—Bonitas —dijo esta, aceptando las flores.

—Estaban cerrando y se les habían acabado las rosas.

—¿Quieres dejar de disculparte por todo? —dijo ella, parpadeando por encima del ramo mientras olía las flores.

—Bueno… —dijo Behr.

—Bueno ¿qué?

—Tengo que marcharme unos días.

—¿Ah, sí? —La noticia pareció entristecerla un poco—. ¿Debido al caso?

—Exacto.

Behr notó que el corazón le palpitaba con fuerza bajo la camiseta.

—¿Adónde? Si no es confidencial.

No lo era, pero Behr no quiso entrar en detalles. No quería arrastrar aquella parte de su vida hasta ella.

—A un mal sitio.

—Ya —dijo ella.

—¿No? —preguntó Behr.

—Soy de las de todo o nada, Frank, y si te llamé la otra noche es porque voy a por todas. ¿En qué lado estas tú?

—Tengo que ir a la frontera, a México —dijo Behr, y se acercó más a ella—. A por todas.

Susan le pasó una mano por la nuca, lo atrajo hacia sí y se besaron.

La noche había sido casi irreal y ahora prácticamente había terminado. Una luz azulada brillaba alrededor del contorno de las sombras para indicarles que había llegado el momento. Carol no estaba tumbada junto a Paul, como de costumbre, sino cruzada sobre su cuerpo, como en los viejos tiempos; la cabeza sobre su pecho, la melena extendida sobre su torso. El corazón de Paul latía rítmica e implacablemente bajo la oreja de Carol. Era un sonido que hacía mucho que ella no escuchaba. Ninguno de los dos estaba dormido, pero sí en un estado de duermevela que resultaba prácticamente indistinguible del sueño. Se habían pasado media noche hablando, hasta que Paul agotó las palabras, relatándole todos los hechos del caso. Carol se preguntó si se lo habría contado todo. Sintió que así era… o al menos todo lo importante. Paul le contó lo que habían descubierto. Cosas horribles. Habían iniciado la conversación de pie en la cocina, para luego trasladarse al dormitorio. Después se habían sentado sobre el borde de la cama. A medida que progresaban las horas, Carol se había descubierto acercándose paulatinamente a Paul. Su marido era valiente y tenaz, ahora se daba cuenta de ello, y no entendía cómo no había sido capaz de verlo durante tanto tiempo. En determinado momento de su narración, las manos de ambos se encontraron mutuamente en gestos de consuelo. Cuando Paul le contó adónde se dirigía a continuación, Carol lo abrazó atemorizada.

Era ya bien entrada la noche cuando Carol la sintió: la corriente que desde que tenía memoria había permanecido muerta entre ellos —la mitad de la cual consideraba extinta en su interior— había vuelto a prender. Carol tendió sus brazos hacia Paul al mismo tiempo que él se inclinaba sobre ella. Recibió su beso y se sintió caer en su boca abierta. Paul se mostró dubitativo al principio, tocándola como si fuese un objeto frágil, como si estuviese hecha de niebla y fuera a atravesarla. Pero Carol respondió y las caricias crecieron en intensidad. La habitación estaba a oscuras. Se despojaron de sus ropas. Presionaron mutuamente sus cuerpos con alivio, necesidad y amor. Paul se colocó sobre ella y la descubrió sólida, con sustancia. El olor y el peso de Paul sobre su cuerpo fueron sensaciones familiares y embriagadoras para Carol. Lágrimas de alegría agridulce asomaron a las comisuras de sus ojos. Por un momento, Jamie dejó de estar presente. No a la manera agónica de aquellos últimos meses, sino como solía estarlo cuando se encontraba a salvo en su habitación y ellos iban a ese mundo especial que los maridos y mujeres ocupan durante preciados momentos. Carol y Paul dejaron que hablaran sus lenguas; sonidos incoherentes de pasión que salían volando de sus bocas.

—Carol —dijo Paul en la oscuridad.

—¿Sí? —respondió ella.

—Tienes razón, deberíamos celebrar un entierro: una lápida, un servicio fúnebre. Puedo esperar y marcharme luego.

Ella le apretó la mano.

—Cuando vuelvas —dijo Carol.

No era lo único que Paul quería decirle.

—No es un deseo suicida lo que me mueve. Me da miedo acabar malherido, la posibilidad de no regresar. Pero más miedo me da no ir.

Carol sintió que su fuerza era contagiosa y permaneció infectada por ella.

—Primero ve y averigua qué ha sido de nuestro hijo, de los demás niños desaparecidos. Después vuelve a casa, conmigo —dijo.

Carol notó que Paul sonreía y lo agarró de la mano en la incipiente alborada. Las manos de ambos iniciaron un juguetón tira y afloja que era su ritual perdido en momentos de intimidad. Sus pulgares bailaron juntos, rozándose suavemente, pronunciando en silencio su amor.

Behr estaba fuera, sentado en su coche aparcado. Vio un par de luces atravesar la semioscuridad en el interior de la casa. Se preguntó por qué estaba allí, cuando lo inteligente habría sido marcharse solo y dejar a Paul atrás. Se dio cuenta de que era por lealtad. Y también se daba la circunstancia de que Paul aparecería por su cuenta y riesgo si Behr lo dejaba atrás. Se le ocurrió tocar el claxon a pesar de la hora. Nunca hasta entonces había necesitado hacerlo, pues todas las veces que había pasado a recoger a Paul este había estado esperándole fuera o aparecía al instante de haberle visto llegar. Y en todas aquellas ocasiones únicamente había visto a Carol una o dos veces, deslizándose por delante de una ventana. O bien pasaba fuera la mayor parte del tiempo o se movía en las profundidades de la casa como un espíritu.

Aquel día, sin embargo, abrió la puerta y apareció, en carne y hueso, vestida con pantalones de chándal y una sudadera desvaída, el pelo recogido en una coleta. Tenía la cara limpia y sin maquillar. Parecía a la vez joven y maltratada por el tiempo, y la combinación resultaba hermosa. Behr bajó la ventanilla al verla aproximarse, medio esperando oír que Paul no le iba a acompañar, que el viaje parecía demasiado peligroso y que sería mejor que Behr no volviese a aparecer por allí.

—Entre —dijo Carol—. Voy a prepararles un buen desayuno a los dos antes de que se marchen.