Catorce meses más tarde
Paul Gabriel se sirve un segundo cuenco de cereales. Mete la mano y pesca el premio. Es un astronauta de goma que, sumergido en agua, se hincha hasta alcanzar un tamaño ocho veces y medio superior al original. Lo deja junto al resto de los premios que ha estado guardando para su hijo. Hay más de una docena. Paul se acaricia circularmente la sien con la punta de los dedos. Está encaneciendo en esa zona. Está pálido. También tiene cara de agotado.
Paul deja la cuchara.
—¿Carol? ¿Carol? ¿Estás lista? Deberíamos salir ya.
Un momento más tarde, su esposa entra en la cocina. El traje no le sienta demasiado bien. No lleva maquillaje; ojeras oscuras. Atraviesa la cocina, que se ve descuidada. Pasa una esponja sobre la encimera y la arroja al interior de una pila llena de platos. Carol se planta junto a Paul mientras este cambia de idea respecto a los cereales y vuelca el cuenco en la basura. Tiene la sensación como de estarse viendo desde arriba. Los dos tienen un aspecto lamentable, la casa se encuentra en un estado lamentable, todo es lamentable.
—De acuerdo, vamos —dice barriendo la mesa con la mano para coger sus llaves.
Carol coge una fina carpeta con la foto de Gabriel grapada en la cubierta, de la cual asoman ligeramente varios informes y formularios, y ambos se marchan.
La comisaría bulle a su alrededor mientras los Gabriel permanecen pétreamente sentados en su banco ante el despacho del capitán Pomeroy. Desde el otro extremo de la sala, el preocupado agente que tiempo atrás les tomó declaración los observa. Después se esfuerza por desprenderse de su expresión afligida y se vuelve en otra dirección, sintiéndose culpable. Paul y Carol están sentados a escasos centímetros el uno del otro, pero igualmente podrían ser años luz. Ahora moran en cápsulas privadas, cada uno de ellos completamente solo, incapaz de tender la mano hacia el otro. Lo único que comparten es un gran fracaso.
Pueden ver a Pomeroy en su despacho, conversando con un colega con los pies apoyados sobre la mesa. El colega no es policía o al menos no lleva pistola, y cuando se percata de la hora que es, se levanta. Pomeroy lo acompaña hasta la puerta, y al abrirla una de sus risotadas escapa al vestíbulo. Los Gabriel lo miran acusadoramente; hace mucho tiempo que ellos no han vuelto a reír así. Al verles, Pomeroy la corta en seco.
—Bueno, Jase, ya acabaremos con esto más tarde. Señor y señora Gabriel, ¿qué tal se encuentran? Entren. Revisaremos cómo anda su caso.
El matrimonio entra en el despacho. Paul y Carol se sientan y Pomeroy se deja caer, agotado, ante su mesa, exhalando un profundo suspiro.
—Pueden creerme, aquí nunca tenemos ni un minuto de tranquilidad. Ni un minuto de tranquilidad.
Pomeroy hojea varias carpetas de color marrón y extrae su copia del expediente con la foto de Jamie Gabriel grapada en la cubierta. Se coloca unas gafas de montura plástica para leer y revisa el caso como un comerciante revisaría una factura. Sus labios se mueven y farfullan al ritmo de su mirada, en voz baja:
—Caso iniciado el 24 de octubre… Catorce meses… Visto por última vez la noche anterior… Ningún indicio de lucha. Zona de la desaparición: el barrio de Auburn Manor, Wayne Township. Lugar exacto: desconocido. Listado en: Personas desaparecidas, Centro Nacional para Menores Desaparecidos y Explotados… Hijos de la Noche… Proyecto Acogida… Línea de emergencia para jóvenes sin hogar… Angel Find… Referencias cruzadas con la Policía del Estado, Departamento del Sheriff y el FBI…
—¿Tiene algo nuevo que contarnos? ¿Lo que sea?
Pomeroy simula no haber oído la pregunta y continúa escudriñando otro minuto. Se levanta las gafas y se masajea el puente de la nariz con un dedo.
—Como pueden ver en su copia del expediente, aún no hemos conseguido dar con ninguna pista concluyente.
—¿Qué están haciendo al respecto en estos momentos?
—Quiero asegurarles que el caso sigue activo. En estas situaciones, adolescentes desaparecidos, chavales que se fugan de casa…
—Jamie no se fugó de casa. —Las palabras de Carol surgen débiles, casi exhaustas. Solo una rabia velada les da cierto ímpetu—. ¿Es que no es capaz de comprenderlo? Lo único que han hecho ha sido enviar su foto a refugios y centros de acogida. Jamie sabría regresar a casa si se hubiera escapado. Pero no puede volver porque alguien se lo llevó. Ha sido raptado.
Aquella última palabra sigue clavándose en Paul como el taladro de un dentista al encontrar un nervio.
—No hemos hallado pruebas que sugieran tal cosa. Y tampoco el FBI. Sí, es una posibilidad. Una probabilidad. Son cosas que pasan, pero a menudo este tipo de chavales no quieren ser encontrados.
—Y una mierda —dice Paul.
No puede creerse que le haya dicho eso en voz alta a un policía.
Pomeroy le mira sorprendido. Por detrás de los ojos de Carol, vidriosos debido al dolor, algo se agita al mirar a su esposo, una chispa. Acaba de vislumbrar aquello que tanto tiempo lleva echando de menos. Pero vuelve a desaparecer con demasiada rapidez.
—Mire, capitán Pomeroy, lo siento… Sé que han estado trabajando en ello, es solo que… —Paul se queda sin palabras.
La boca de Pomeroy se tuerce en una forzada media luna tan pronto como el control de la situación vuelve a cruzar la mesa para quedar de su lado.
—Entiendo por lo que están pasando. Estamos haciendo todo lo posible para…
Se ve interrumpido por una inspectora que asoma la cabeza.
—Disculpe, capitán, el grupo A-2 necesita que firme el registro de final de turno para poder marcharse a casa…
Pomeroy se levanta de un salto, agradeciendo la interrupción.
—Les ruego que me disculpen, solo tardaré un minuto —dice, siguiendo a la inspectora hacia la sala principal de la comisaría.
Mientras sale, Carol lo sigue con la mirada y a continuación se levanta y rodea su mesa. Lo cual pone nervioso a Paul.
—¿Qué estás haciendo?
Carol abre la copia de Pomeroy del expediente de Jamie y comienza a repasarlo.
—Carol, cariño, ¿y si te ve?
—Me da igual. Quiero saber qué están haciendo de verdad.
—Carol…
Ella le dirige una mirada cortante.
—Es nuestro hijo. ¿Te acuerdas de él?
Paul no responde, la ira le congela el rostro. Carol agacha nuevamente la cabeza mientras lee el expediente. Después vuelve a levantar la mirada.
—Oh, Dios.
—¿Qué pasa? —pregunta Paul, mirando de reojo hacia fuera para ver si Pomeroy viene de regreso.
Ella no responde, pero mientras lee su rostro se contorsiona como si estuviera sufriendo una profunda hemorragia interna.
—Su expediente incluye una especie de registro de horas de trabajo por agente. Hace semanas que nadie le dedica ni un minuto al caso. Semanas. Oh, Dios…
Su dedo recorre el papel. La puerta se abre y el capitán Pomeroy entra en el despacho. Rodeando apresuradamente la mesa, le arrebata a Carol la carpeta de entre las manos.
—Disculpe, señora Gabriel, pero esto es propiedad del departamento. Y confidencial.
Carol levanta su versión del expediente.
—¿Y esto qué coño es entonces? —dice, estampándolo contra la mesa—. Una broma, al parecer…
—Es una copia de cierta información solicitada por ustedes, una solicitud que tuvimos a bien conceder a pesar de que no estábamos obligados a ello. De hecho, no es política del departamento hacerlo.
Paul se remueve en su silla. Percibe la debilidad de su posición. Si aquel individuo alberga resentimiento hacia ellos, el caso quedará definitivamente estancado. Intenta reducir la tensión de la situación.
—Carol, sabes que debemos tener paciencia. Estas investigaciones son complicadas.
—Exacto —dice Pomeroy, recuperando su asiento con un ademán territorial—. Ustedes lo saben porque han contratado a detectives privados. Y nosotros lo sabemos porque tampoco el FBI ha conseguido nada.
—¿Tiempo? ¿Tiempo? —grita Carol, comenzando a perder el control—. Hay veintidós horas y media de trabajo anotadas en su registro. En total. Ni dos horas por cada mes que lleva desaparecido.
Aquello deja helado a Paul.
—¿Qué? —bala.
Pomeroy parece avergonzado.
Todos los cálculos empiezan a sumarse en sus cabezas: la edad de Jamie al desaparecer. La edad que tendría ahora. El escaso tiempo dedicado a su búsqueda.
—Léelo tú mismo —grazna Carol, arrancándole a Pomeroy la carpeta de entre las manos y lanzándosela a su marido a través del despacho.
El aire se llena de papeles que caen al suelo.
Pomeroy se levanta de su silla.
—Señora Gabriel, puede que no quiera aceptarlo, pero este departamento tiene que hacer frente a muchos otros casos. Ahora mismo, por ejemplo, tengo que…
Al oír aquello, Carol pierde la compostura y sale apresuradamente del despacho, cerrando de un sonoro portazo y cruzando la comisaría a la carrera.
Los hombres se miran el uno al otro. Pomeroy se encoge de hombros. «Si no llevara una pistola para demostrar que es poli, sería incapaz de convencer a nadie de ello», piensa Paul. Después coge su copia del expediente de Jamie y sale en busca de su mujer.
El agente Carriero alzó la mirada hacia el estruendoso portazo. Sus pobladas cejas se unieron en señal de preocupación al ver a una mujer delgada y encorvada que salía apresuradamente del despacho del capitán Pomeroy. Reconoció su cara, pero no conseguía recordar su nombre. Un momento después salió el marido. Un tipo alto. Con aspecto preocupado. Gabriel. Había tomado su declaración hacía… la hostia de tiempo. Hijo desaparecido. Carriero estuvo de guardia en casa de la familia aquella primera noche sin que se produjese ninguna incidencia, ni una llamada solicitando rescate ni nada. Al principio había esperado, como siempre hacía, que se tratase de una urgencia médica. El muchacho podía haberse caído y haberse golpeado la cabeza, podía haber sido atropellado por un coche o haber enfermado de tal manera que se hubiera desorientado. Luego, días o incluso semanas más tarde, aparecería en una sala de emergencias y cuando hubieran terminado de identificarlo lo devolverían a su casa. En los siete años que llevaba vistiendo el uniforme, Carriero había aprendido que aquello era lo mejor que cualquiera podía esperar. Había realizado una batida inicial de la zona y luego un segundo registro que no había servido de mucho. Después lo apartaron del caso para ponerlo a investigar una serie de robos con allanamiento.
Carriero sintió que se le abría un hueco en el estómago debido a la vergüenza. Después de los robos, había pasado a otros casos sin volver a pensar en el muchacho. Aquello nunca habría sucedido durante su primer par de años en el cuerpo. Ahora, lo sabía, la información sobre el muchacho desaparecido descansaba congelada en el archivador de casos olvidados, de donde resurgía únicamente para atender las preguntas o visitas de los padres. Lo mejor que podían esperar era que apareciese un cuerpo y acabar de una vez con la espera. Carriero se levantó sin pensárselo dos veces y atravesó la sala. Alcanzó al hombre justo cuando estaba a punto de salir por la puerta.
—Disculpe, ¿señor Gabriel?
—¿Sí? —El hombre se detuvo y lo observó. Un leve parpadeo de reconocimiento alumbró su rostro—. Ah, sí, ¿qué tal está, agente?
—Les tomé declaración hace algún tiempo. Mucho tiempo. He estado revisando el caso de su hijo…
—¿Sí? —Un destello de avidez apareció bruscamente en los ojos de Gabriel—. ¿Ha descubierto algo nuevo?
Carriero se amonestó a sí mismo por su descuidada elección de palabras.
—No, yo… No sé muy bien cómo decirle esto sin parecer desleal.
Se interrumpió. Sabía que aquello no era jugar en equipo; no era, como suele decirse, «bueno para el negocio», pero no pudo evitarlo.
El padre lo miró suplicante.
—Hay un tipo. Es investigador. Solía trabajar con él. Puede que les cueste algún dinero, pero es… No sé si servirá de algo, pero la atención personal en este caso podría valer la pena el desembolso. —Le tendió una tarjeta de visita—. Puede que ni siquiera esté disponible —continuó el joven agente—, pero nunca se sabe.
Paul notó que se venía abajo. Había esperado obtener información. Una tarjeta de visita no le servía de nada en aquel momento. Se le ocurrió hablarle al agente sobre los dos investigadores a los que ya habían contratado, la considerable porción de sus ahorros que habían gastado alegremente a cambio de apenas una serie de reuniones mensuales en cafeterías mientras los investigadores intentaban mitigar su falta de resultados con informes hinchados de palabrería sacados por impresora láser. En cambio, se limitó a aceptar la tarjeta.
—Gracias. Será mejor que encuentre a mi esposa.
Paul se guardó la tarjeta en el bolsillo y salió tras Carol.
Carol estaba sentada, casi catatónica, en la oscura sala de estar. La noche había descendido en silencio sin que ella se hubiese percatado siquiera. La única luz de la sala provenía del silenciado televisor. Su fragilidad era tal que cualquier decepción cobraba gran peso y poder.
La puerta se abrió y Paul entró con Tater de la correa. Soltó al perro y después apagó el televisor.
—Carol, vamos a la cama.
Aunque ella no dio muestras de haberle oído, se levantó y se dirigió a las escaleras, seguida de cerca por Paul.
Junto al primer escalón, Paul pulsó el interruptor de la luz, iluminando la entrada de la casa para Jamie, como hacían cada noche.
Carol lo miró y después apagó las luces antes de subir.