29

Behr echó el coche a un lado y lo dejó al ralentí. Con Paul pisándole los talones, cruzó a toda prisa la calle hacia el destrozado vehículo de Riggi. El Cutlass estaba volcado y derramaba líquidos de varios colores mientras las ruedas giraban cada vez más lentamente. Un Riggi roto y ensangrentado yacía medio asomado por la ventanilla del conductor con el volante empotrado en el torso. El parabrisas había reventado. A juzgar por su aspecto, Riggi no se había abrochado el cinturón, y había sido su cabeza la que había destrozado el cristal. Otros conductores comenzaron a detenerse para observar boquiabiertos la carnicería. Behr sacó el móvil y llamó a emergencias, preguntándose si Riggi habría muerto cuando este comenzó a moverse. Behr solicitó una ambulancia y dio la dirección, justo en el momento en que los ojos de Riggi se abrían y giraban lentamente en sus cuencas, intentando fijar la mirada. Después desplazó la mano derecha sobre la hierba arrancada. Behr intentó averiguar qué estaba buscando, pero Paul lo vio antes: un crucifijo unido a un rosario que había salido despedido. Paul se arrodilló y cogió las cuentas, cerrando el puño en torno a ellas para mantenerlas lejos del alcance de Riggi.

Era evidente que el hombre estaba agonizando y Behr se mentalizó para lo que debía hacer. Se acuclilló y pegó su cara al ensangrentado rostro de Riggi.

—¿Usas las consultas médicas de tus galerías para elegir críos? —preguntó.

Riggi meneó débilmente la cabeza de un lado a otro.

—¿Qué haces con ellos? —preguntó Behr, insistente.

«Mal. Lo sé. Me estoy muriendo». Tenía el interior destrozado y se estaba apagando. Notó que sus pensamientos estaban desligados de sus palabras. Se sentía incapaz de controlar la boca. Si al menos hubiera alcanzado su rosario, a lo mejor no acabaría condenado. Alzó la mirada hacia el tipo silencioso, que se lo había arrebatado, y formó con la boca las palabras: «¿Quién eres?». No obtuvo respuesta y se preguntó si las habría pronunciado siquiera.

Nubes ligeras atravesaban el pálido cielo. Las hojas de hierba se balanceaban junto a su cara mecidas por la suave brisa. Su mente vagó hacia Ramón Ponceterra, hacia los recientes y futuros encargos que quedarían sin entregar. Sintió un par de bofetadas en la cara que lo trajeron de vuelta.

—¿Los matas cuando has acabado con ellos? —preguntó el grandullón, echándole el aliento a café rancio en la cara.

No obtuvo respuesta de Riggi, solo una respiración entrecortada.

—Vamos, estás acabado. Confiesa —dijo Behr, exigiendo información a pesar de que eso le revolvía el estómago.

—Ya no están —resolló Riggi.

Por algún motivo, Behr no pensó que se estuviese refiriendo a que habían muerto.

—Los mantienes ocultos en algún sitio para seguir usándolos, ¿es eso?

Riggi volvió a negar con la cabeza y desperdició una brizna de precioso aliento diciendo:

—No.

Behr se sintió débil y se preguntó si sería capaz de hacer lo que debía hacer. Alargó la mano y agarró a Riggi del cuello.

—¿Quieres que haga que estos últimos momentos sean dolorosos para ti?

Riggi probablemente ni sentía ni padecía, pero Behr le apretó con fuerza bajo la tráquea, preguntándose si serviría para algo además de para pasarse el resto de su vida reviviendo aquel momento. Sin embargo los ojos de Riggi cambiaron de expresión y el acto obtuvo una respuesta:

—Son más valiosos para mí de lo que nunca podrías llegar a pagar.

Behr y Paul se miraron horrorizados ante aquellas palabras.

Los engranajes en la mente de Behr encajaron como una combinación en serie y entonces comprendió:

—Porque los vendes —dijo.

Riggi parpadeó. La mentira desapareció de sus ojos. Era un «Sí».

—Utilizabas a Rooster Mintz y a Tad Ford —pensó Behr en voz alta—. Ford era el conductor. Los envías lejos de aquí.

La boca de Riggi se abrió, pero no emitió sonido alguno y Behr se dio cuenta de la fuerza con la que le estaba apretando la garganta. Se obligó a relajar la mano.

—Los envías lejos. ¿Adónde?

—Al sur…A México —dijo Riggi, mientras la vida comenzaba a abandonar sus ojos.

Behr se estremeció ante la idea del frío viaje. Entonces recordó el pequeño llavero de madera que le había entregado la bailarina exótica, el que le había regalado Tad Ford. Estaba en la caja en la que guardaba todos los documentos y las escasas pruebas que había reunido hasta el momento.

Paul estaba pensando lo mismo.

—Ciudad del Sol —dijo.

Riggi parpadeó y jadeó. Sus ojos comenzaron a perder visión y color. Behr lo abofeteó con más fuerza en la mejilla para traerlo de regreso.

—Los envías a Ciudad del Sol. No quiero oírte negarlo, cabrón. Únicamente di «No» si me equivoco.

No hubo respuesta, solo el sonido laborioso y rasposo de la respiración de Riggi. Behr y Paul se miraron uno al otro por encima del guiñapo ensangrentado, comprendiendo la enormidad de lo que acababan de oír.

—¿Qué has hecho con él, hijo de puta? —exigió Paul, escupiendo saliva entre los dientes. La cabeza de Riggi rodó de un costado a otro en respuesta—. ¿Qué has hecho con mi hijo?

—No lo sé… —graznó Riggi.

—¿Dónde está su cuerpo? —prácticamente gritó Paul a la cara del moribundo.

—Soy… soy un empresario —jadeó Riggi con agotado desafío—. In nomine Patris

No dijo nada más.

Solo oyeron el viento que agitaba las delgadas ramas en lo alto, por encima de sus cabezas. Paul miró a Behr, después al hombre agonizante, y por último el rosario y el crucifijo que sostenía en la mano. Las cuentas sonaron delicadamente al chocar entre sí. Paul cerró los ojos un largo momento, después los abrió y, con expresión de absoluta repugnancia, alargó el brazo hacia la mano abierta de Riggi y dejó caer el rosario sobre su palma.

Riggi cerró los ojos como un anciano al echar la siesta. Su cuerpo dejó de moverse. Un sonido vibratorio escapó de sus pulmones, provocando que Paul retrocediera de un salto.

—El último estertor —dijo Behr ante la pregunta que vio en los ojos abiertos como platos de Paul.

Behr se puso en pie haciendo que las articulaciones de sus rodillas crujieran en protesta y se alejó un par de metros. Paul también se alejó del vehículo, se sentó sobre la hierba y agachó la cabeza.

—Cuando le pregunten, diga que se quedó esperando en el coche —dijo Behr. Paul se limitó a asentir—. No sabe cómo entré en casa de Riggi. Nunca ha visto a Toombakis.

La policía fue la primera en aparecer; primero un coche patrulla y después un segundo. Identificaron a Behr y a Paul y se pasaron el siguiente medio minuto hablando por sus radios. A continuación llegó la ambulancia. Los enfermeros bajaron de un salto y mientras el conductor sacaba un maletín de la parte trasera, el otro, un latino con la cara marcada por la viruela, se acercó a Riggi.

—Eh, doc —le dijo el latino a su compañero mientras comprobaba los signos vitales—. Este está frito.

—¡Entendido! —respondió el compañero, volviendo a dejar el maletín y cerrando las puertas.

Se aproximó al cadáver con un sujetapapeles y comenzó a tomar notas.

Los agentes que habían respondido a la llamada fotografiaron el accidente y después comenzaron a realizar preguntas vagas. Poco después apareció un Crown Vic plateado.

El capitán Pomeroy salió de su coche y apenas dedicó un segundo a supervisar la escena antes de señalar con el dedo índice a Behr. Este asintió y fue junto a él.

—Pensaba haberme librado de ti cuando te eché del cuerpo —comenzó Pomeroy, en un tono lo suficientemente alto como para que le oyeran un par de agentes.

Behr se mordió la lengua con fuerza.

—Entra —dijo Pomeroy señalando su coche.

Behr obedeció.

El velur de color gris paloma era cómodo, pero la tela parecía impregnada con el olor a la colonia de Pomeroy, que se había agriado con el tiempo. Sentarse en el coche le dio a Behr un dolor de cabeza inmediato. Esperó allí mientras Pomeroy se desplazaba por el lugar de los hechos y supervisaba cómo metían a Riggi en una bolsa para cadáveres y lo introducían en la furgoneta del forense. Después se dirigió hacia Paul y mantuvieron una breve conversación. Pomeroy había ganado peso en el par de años que Behr llevaba sin verlo. La papada se le había ablandado y en un par de años doblaría su tamaño. Oscuros círculos de responsabilidad se habían formado también bajo los ojos del capitán. Behr sintió los cambios que él mismo había experimentado reflejados en su antiguo superior. Pero Pomeroy aún tenía la expresión de un halcón —ojos penetrantes sobre una nariz prominente— mientras que Behr se reconocía como un fracasado. Puede que Behr hubiera sido un agente prometedor cuando era joven. Puede que hubiese añadido conocimientos y experiencia a aquella promesa y que, por un momento, hubiera estado en camino de convertirse en un buen policía. Pero después otras cosas se interpusieron. Un compañero de infausto destino, escasas habilidades para el politiqueo, demasiada bebida y, por último, la muerte de Tim, rematada por un matrimonio roto y más alcoholismo. Por separado podría haber considerado cualquiera de aquellos factores como mala suerte, pero en conjunto sabía que se trataba menos de una cuestión de azar que una de limitaciones o incluso de destino.

Pomeroy entró en el coche y cerró la puerta, trayendo consigo una nueva oleada de colonia. No hubo tiempo para cumplidos, tampoco Behr los esperaba.

—Volvemos a las eternas preguntas, Frank. ¿Qué hago aquí? ¿Qué haces tú? ¿Qué diablos ha pasado?

—Ese de ahí es mi cliente —dijo Behr, señalando a Paul.

—Lo conozco.

—He estado investigando el caso de su hijo, el cual me ha llevado hasta Riggi… el difunto.

Pomeroy puso una mueca de disgusto.

—Solo pretendía charlar con él, obtener alguna prueba concluyente y después entregarle. Estaba en su casa esperando cuando ha llegado de repente…

—¿No me digas? —interrumpió Pomeroy.

Behr supuso que bien podía reconocerlo desde el primer momento. Siempre cabía la posibilidad de que lo averiguaran más tarde y entonces supondría un problema.

—La puerta estaba abierta.

—Ajá. ¿Estaba tu cliente contigo?

—Estaba fuera, en el coche. Riggi se ha dado a la fuga y lo hemos seguido hasta que ha salido volando por encima del bordillo.

—Cabronazo. ¿Y por qué no acudiste a nosotros con esto desde el principio?

—No tenía nada concluyente.

—Bueno, ¿y es lo suficientemente concluyente ahora? ¿Qué has averiguado?

—Riggi escogía a niños que frecuentaban consultas médicas en galerías y edificios de su propiedad. Contrataba a tipos para que los secuestraran. Para venderlos, me temo.

—¿Para venderlos? Por el amor de Dios.

—Eso mismo. Tengo motivos para creer que el hijo de mi cliente fue uno de ellos. Hay un documento al respecto en mi coche. Registros.

—¿Cómo has…? —empezó Pomeroy—. No me lo digas. ¿De cuántos críos estamos hablando?

—Por lo que he podido averiguar, unos siete en esta zona en el último par de años, en un radio de cuarenta y cinco kilómetros. Muchachos de una edad concreta. Muchos más antes de eso.

La tez de Pomeroy se tornó cenicienta.

—Mierda, esto va a ser una investigación de tres pares de cojones. Lo voy a necesitar todo por escrito.

Behr asintió.

—Necesitaré algún tiempo.

—¿Por qué no lo dijiste cuando envié a mis chicos?

—En aquel momento no sabía nada de todo esto. Prácticamente acabamos de encajar las piezas —dijo Behr de forma convincente.

Pomeroy se restregó la cara, masajeándose el aftershave, supuso Behr.

—He oído rumores. Estuviste detrás de una paliza recibida por un preso en la cárcel del condado. Ese mismo prisionero ha aparecido muerto.

Behr sintió que Pomeroy lo estudiaba en busca de una reacción e hizo lo posible por no mostrar nada más allá de su admiración natural por la rapidez de la justicia carcelaria.

—No sé nada de eso…

—No te molestes. Simplemente no te molestes, ¿de acuerdo? El prisionero fue acuchillado hasta la muerte. ¿Tienes alguna información al respecto?

—Nada.

—¿Dónde están los críos? ¿Qué coño hace con ellos?

—No lo sé, capitán.

Era una mentira de primera categoría, una que Behr tenía previsto contar desde el momento en que el coche de Riggi había dado una vuelta de campana y se había estampado contra un árbol. Si revelaba lo de México, el departamento se pondría en contacto con las autoridades locales, habría soplos y la resolución que Paul y él habían estado buscando se desvanecería para siempre.

Behr observó cómo Pomeroy le daba vueltas a otras preguntas en la cabeza, y o bien se las respondía solo o bien se daba cuenta de que no tenían respuesta. Llegó una grúa y el conductor comenzó a asegurar cables al eje trasero del destrozado coche de Riggi.

—Siempre fuiste un puto desastre, pero también eras exasperantemente honesto —dijo Pomeroy, en parte para sí mismo, en parte para Behr. Era un tono que todos los buenos jefes poseen—. ¿Tienes alguna otra cosa que pueda ayudarme a resolver esta humeante pila de mierda?

Behr hizo acopio de toda su resolución. Si conseguía que su siguiente respuesta resultara convincente, intuía que Pomeroy estaría dispuesto a dejarle ir para atacar el interminable papeleo provocado por una situación como aquella. Si no, se pasaría las siguientes semanas sentado junto a un abogado en su vieja comisaría, respondiendo preguntas.

—Negativo —dijo.

Pomeroy lo escrutó y finalmente le dedicó un asentimiento que vino a ser el equivalente de echar el freno de mano. Un armisticio temporal quedó establecido entre ambos.

—¿He dicho ya que voy a necesitar todo esto por escrito?

—Sí, entendido.

—Asegúrate de que eres fácil de localizar las próximas semanas —dijo Pomeroy.

—Así lo haré.

Behr salió y, antes de que cerrara la puerta, Pomeroy añadió:

—Un arresto habría sido mejor, pero este hijo de puta ha recibido su merecido. Es un buen resultado, Frank.

Pomeroy apretó los labios en una mueca de aprobación.

—¿Puedo recuperar mi ordenador? —preguntó Behr.

Pomeroy ya había puesto en marcha el Crown Vic antes de que Behr hubiese cerrado la puerta.