28

Todavía no había amanecido y Carol aún dormía cuando partieron en dirección a casa de Behr.

—Hágame un favor y prepare el café mientras me ducho —solicitó Behr cuando llegaron.

Se aproximó a su contestador automático y escuchó el único mensaje; era una voz de mujer.

—Hola, Frank. Soy Sue. Quería darte las gracias por la cita de anoche. Hazme un favor: cuando llames, no te olvides de repetirme que ese es precisamente el tipo de cosas que no te pasan nunca. Bueno, nada más. Oh, y hazme otro favor: ve con cuidado.

Behr esbozó una ligera sonrisa mientras se encaminaba al dormitorio.

Paul estaba sirviéndose una segunda taza de café cuando llamaron a la puerta. Behr salió de su cuarto subiéndose los pantalones, con el pelo mojado, y fue a abrir. El hombre de la puerta era delgado, de piel oscura y pelo negro que habría sido rizado si no lo llevara tan corto. Su nariz era prominente como la proa de un barco vikingo.

—Este es Toombakis —dijo Behr a modo de presentación.

El tipo se pasó la baqueteada caja de herramientas a la izquierda para ofrecerle a Paul su encallecida mano derecha.

—Paul.

—¿Cómo está usted? —dijo Toombakis.

Paul detectó un acento de la Costa Este, probablemente Nueva York, no Nueva Inglaterra. Tenía un tono de voz bastante animado, pero las oscuras ojeras bajo sus ojos insinuaban un pasado complicado.

—Café —ofreció Behr, y fue a terminar de vestirse.

Paul vio entonces no solo su antebrazo herido, hinchado y amoratado, sino verdugones, cicatrices y cortes, entre ellos una hendidura magenta en forma de estrella de mar en la parte baja de la espalda, que escribían sobre el amplio torso de Behr la historia de toda una vida batallando en las calles.

Se bebieron el café. Toombakis no comentó qué hacía allí y Paul tampoco se lo preguntó; en cambio, hablaron desapasionadamente sobre los Colts y los Hoosiers.

Media hora más tarde, los tres se hallaban aparcados a la vuelta de la esquina de la casa de Riggi, desde donde podían vigilarla a través del jardín. La noche anterior Paul había aparcado más lejos, pero en la misma calle. Reconoció que su elección había sido más conspicua. Toombakis estaba en el asiento trasero, asomando la cabeza entre ellos dos; había dejado su coche a unas dos manzanas de distancia.

Permanecieron sentados observando la vivienda durante únicamente un cuarto de hora. Vieron indicios de actividad matutina en otras casas cercanas, pero ninguno en la de Riggi.

—Bien —dijo Behr retóricamente, después extrajo su móvil y marcó.

Se lo llevó a la oreja y en el silencio del coche los tres pudieron oír los amortiguados timbrazos al otro lado de la línea. Sonaron y sonaron hasta que saltó el contestador. Paul experimentó una aguda dosis de vergüenza ante la obviedad del sistema con el que Behr indagaba si alguien se encontraba en casa o no. Behr colgó y marcó una segunda vez.

—¿Está en la guía? —preguntó Paul, esperando mitigar su sensación de haber sido un asno.

—No, pero tengo un directorio invertido que lista los números a partir de las direcciones. Es muy completo.

Aquello hizo que Paul se sintiera mejor, pero solo un poco.

—De acuerdo, podemos empezar —dijo Behr tras un último timbrazo, cerrando el móvil y saliendo del coche.

Así de sencillo, una espera breve en vez de un agónico período de varias horas.

Toombakis se colocó junto a Behr, Paul avanzaba un par de pasos por detrás de ellos.

—Las cerraduras no son lo mío, ¿sabes? —dijo Toombakis—. Podría intentarlo, pero…

—Vamos a echar un vistazo —dijo Behr.

Rodearon la casa y Behr señaló la pegatina de una empresa de seguridad en una de las ventanas.

—Ah, joder, ya veo —dijo Toombakis mientras se acercaban a la puerta trasera—. Es el logo de Valiant.

—¿Algún problema? —preguntó Behr.

—Una vez que hayamos entrado solo dispondremos de treinta segundos en vez de un minuto —respondió Toombakis—. Y no podemos apoyarnos contra la puerta hasta que estemos dentro. Medidores de presión.

—Hum —suspiró Behr llegando junto a la puerta.

Sus ojos escudriñaron el marco, después se posaron en el picaporte y la cerradura. Se movió con rapidez. Oyeron un ruido de cremallera y una carterita de piel negra apareció abierta entre sus manos. Sobre el forro de terciopelo de la carterita se desplegaba todo un muestrario de herramientas que más bien parecía propio de la consulta de un dentista: llaves Allen, leznas, destornilladores diminutos y una docena de lo que ahora Paul sabía que eran ganzúas y tensores.

—¿Estás seguro de que no quieres probar? —le ofreció Behr a Toombakis.

—No. Ni hablar. A menos que quieras que la taladre —respondió este.

Behr le dedicó una mueca y después se arrodilló y se puso manos a la obra. Toombakis y Paul hicieron lo que pudieron por no llamar la atención, como si esperasen a un amigo, y se sirvieron de sus cuerpos para intentar ocultar a Behr mientras este trabajaba. Un par de minutos más tarde, sin que hubieran apreciado ninguna actividad inusual en la calle, Behr se puso de pie.

—De acuerdo.

Paul echó un vistazo a la cerradura, que parecía haber sido sometida a una sesión de acupuntura de tantas herramientas metálicas como sobresalían de ella. Behr tenía en la mano un utensilio metálico en forma de espiral que mantenía apoyado contra la puerta.

Toombakis abrió su caja de herramientas, sacó un par de destornilladores neumáticos de distintos tamaños y varias pinzas de cocodrilo conectadas por cable rojo que se colgó alrededor del cuello como si fueran el metro de un sastre. Después le pasó a Paul la caja de herramientas, que era sorprendentemente pesada.

—Manténgala cerca de mí en todo momento —le dijo, y asintió en dirección a Behr.

—Si nos vemos obligados a regresar al coche, caminad deprisa pero no echéis a correr —ordenó Behr.

Después se volvió hacia el picaporte y bajó la mano en la que sostenía la herramienta con un movimiento seco, suscitando un ruido de crujido en la cerradura y una mueca de dolor en su rostro. Era el brazo magullado. Behr tiró del picaporte con la otra mano. La puerta se abrió y los tres se adentraron en la casa.

La vivienda parecía vacía a su alrededor, los únicos sonidos eran el ruido de sus zapatos sobre el suelo de azulejos y los agudos pitidos de advertencia de la alarma antirrobos. Toombakis se dirigió hacia el panel de control. Sus manos se movieron como palomas al vuelo mientras probaba destornilladores para distintos diámetros sobre los tornillos que aseguraban la tapa. Fue dejando caer al suelo con estruendo metálico los destornilladores que no encajaban. Cuando halló el adecuado, bombeó con fuerza y extrajo la tapa del panel en cuestión de segundos.

Paul se agachó y recogió los destornilladores descartados, mirando hacia arriba para ver el cableado expuesto tras el panel. Los pitidos de la alarma sonaban con más insistencia ahora que el panel había quedado al descubierto, pero Paul se preguntó si no sería simplemente su imaginación. Toombakis siguió trabajando, empalmando cables para restaurar el circuito de la alarma. El tiempo pareció prolongarse una barbaridad, mucho más de medio minuto, y Paul se estaba preparando para oír el chillido de la alarma de un momento a otro cuando Toombakis colocó una última pinza, alzó las manos como un jinete de rodeo tras haber atado a un becerro y dio un paso atrás en mitad del más absoluto silencio. Después, quitó de en medio cuidadosamente la tapa que seguía colgando del panel para que pudieran ver que la luz era ahora verde y continua.

—Vuelve a montar el panel y después puedes marcharte. Y gracias —dijo Behr, ofreciéndole una mano a Toombakis, que asintió—. Puedes olvidarte de aquello —añadió Behr.

Aquella frase pareció iluminar ligeramente los oscuros ojos de Toombakis.

—No te preocupes. Nunca lo olvidaré.

Behr asintió y le dijo a Paul:

—Vamos.

—¿Va a intentar abrirla? —preguntó Paul.

Se habían desplazado en silencio por la casa, a través de habitaciones amuebladas escasamente pero con gusto. Los sofás eran de cuero oscuro, las alfombras y las paredes estaban pintadas con colores básicos y sólidos. Era una casa decorada de manera concienzuda, pero masculina. La sala de estar estaba dominada por una gran pantalla, un reproductor de DVD y un equipo de sonido con sistema envolvente. Ojearon rápidamente la colección de música y películas de Riggi. Era mundana, ciertamente nada depravada, y consistía mayormente en clásicos del rock: Seger, los Who, los Stones y así hasta llegar a Guns N’ Roses. Las películas eran principalmente dramas: la trilogía de El Padrino, El precio del poder, Wall Street y todas las de Tarantino.

—No es una caja fuerte de verdad —dijo Behr mientras miraban la caja empotrada en la pared, oculta tras varias camisas de vestir colgadas de perchas que habían echado a un lado.

—¿No? —preguntó Paul.

Se hallaban en el vestidor del dormitorio principal, desde donde podían ver la enorme cama California escrupulosamente hecha que ocupaba la habitación.

—Es de verdad, pero en realidad no contiene objetos valiosos, ¿entiende lo que quiero decir? ¿Un tipo tan precavido como Riggi va e instala la caja fuerte en el armario de su dormitorio? No lo creo. Es el primer sitio en el que buscaría cualquiera.

Era cierto, era el primer lugar en el que habían buscado nada más entrar en la habitación.

Behr giró la manija «solo por si acaso», dijo. La caja no se abrió.

—Con un encofrado barato como este, un ladrón únicamente tendría que arrancar la caja de la pared y llevársela a casa, donde dispondría de todo el tiempo del mundo para abrirla.

Behr volvió a dejar las camisas en su posición original. Después recorrieron juntos el dormitorio, el cuarto de baño principal y un par de habitaciones para invitados; una de ellas contenía muebles viejos, un equipo de música y palos de golf; las otras, solo camas.

—Vamos abajo a revisar el estudio —dijo Behr.

Mientras bajaban las escaleras oyeron el ruido de una puerta al abrirse. Paul se quedó paralizado, notando que el pulso se le ponía a cien.

—Toombakis —le recordó Behr.

Oyeron la puerta cerrarse. Paul asintió y siguieron bajando.

Las paredes del estudio estaban cubiertas por estanterías que contenían sobre todo bestsellers de no-ficción y un par de voluminosas historias de fabricantes de coches europeos: Mercedes, Porsche y Maserati. Un dietario cubierto de anotaciones vagas, citas y números de teléfono descansaba sobre el oscuro escritorio de madera. Había un mueble con otro televisor, un reproductor de vídeo y otro de DVD. De la única pared que no tenía estanterías colgaban láminas enmarcadas de animales africanos: un elefante, cebras abrevando, una leona cazando. Behr se sentó un rato tras el escritorio en una butaca de piel de color borgoña con pinta de nueva, después comenzó a registrar los cajones.

Sacó una libreta de ahorros y la abrió sobre la mesa. Mostraba un saludable balance de cinco cifras. Peinó los cajones restantes y encontró informes de un par de empresas de corretaje. Behr los alzó para que Paul pudiera verlos; contenían balances de seis cifras que se movían entre lo bajo y lo mediano.

—Le van bien las cosas —musitó Behr para sí mismo.

Paul estudió los títulos de las estanterías mientras Behr volvía a dejar en su lugar los documentos y se recostaba en la butaca. Miró por encima del hombro hacia la ventana y una expresión de desconcierto se apoderó de su rostro. Observó la pared de las estanterías, después la puerta. Se levantó y recorrió la estancia, intentando calcular sus dimensiones. Salió del cuarto, dio una vuelta por la sala de estar y después reapareció en el estudio, con el ceño fruncido y cavilando.

—¿Qué? —preguntó Paul.

—Este cuarto.

—¿Qué le pasa?

—Es demasiado pequeño. Mire. —Behr señaló la ventana y después las estanterías—. Esta es la pared exterior de la casa, ¿verdad? El salón comparte una pared común, de modo que debería terminar aquí.

—Las estanterías están empotradas —dijo Paul, sin entender del todo el trazado en su mente, pero sintiendo cierto hilo conductor y azuzando a su cerebro para que intentara comprenderlo.

—Pero no tienen tanto fondo —dijo Behr.

—Cierto. Deberían acabar ahí, no aquí —dijo Paul, señalando un espacio más allá de las estanterías—. ¿Podría…?

Su pregunta quedó interrumpida, pues se sintió incapaz de formularla.

—He visto disposiciones parecidas en otras ocasiones —dijo Behr, colocándose ante las estanterías y tirando de ellas.

No sucedió nada. A continuación empujó contra el frontal de madera. Siguió sin suceder nada. Empujó con más fuerza, embistiendo con el hombro, y se oyó un chasquido. Behr retrocedió, tirando nuevamente de las estanterías, que en esta ocasión cedieron girando sobre unas bisagras. Behr y Paul se miraron el uno al otro. Entre las estanterías y la pared exterior de la casa había un espacio de quizá unos sesenta centímetros de fondo, y en su interior una hilera de tres archivadores con dos cajones cada uno.

—¿Puede abrirlos con la ganzúa? —preguntó Paul.

—A la mierda —dijo Behr, sacando una Leatherman multiusos y seleccionando una hoja roma.

La introdujo en el resquicio entre cajón y archivador e hizo palanca. El cajón se abrió con un estampido.

Behr extrajo varias carpetas y comenzó a pasar hojas. Paul se acercó para leer por encima de su hombro, intentando no taparle la luz. Los documentos estaban escritos tanto a máquina como a mano y consistían principalmente en columnas de iniciales y números. Seguían un patrón evidente, al que Paul se esforzó por encontrarle un sentido.

—Parecen registros.

—Sí, eso mismo pienso yo. Están escritos en una especie de código básico. —Behr zarandeó los demás archivadores—. A lo mejor hay una clave en alguno de estos cajones.

Los cajones seguían cerrados y Behr no debía de tener ganas de perder el tiempo con ellos, porque en vez de eso siguieron pasando páginas hasta que comenzaron a intuir el sistema.

—Esto tienen que ser iniciales —dijo Paul, y Behr asintió.

—Fechas —aportó Behr, y parecía tener sentido.

—¿Y esto? —preguntó Behr, con una sensación de náusea en el estómago.

—Eso es el dinero —dijo Behr en voz baja, casi con total certeza—. Dos tipos de pago. Las cifras más bajas parecen una especie de alquiler mensual.

Revisaron otro par de carpetas y de repente Paul retrocedió un par de pasos.

—Oh, Dios —musitó.

—¿Qué pasa? —preguntó Behr.

—Abajo del todo —dijo Paul.

En la parte inferior de la página aparecían las letras «jg», en minúscula. Behr las estudió, después miró a Paul mientras una corriente de comprensión y confirmación fluía entre ambos. Fue entonces cuando oyeron que la puerta del garaje se abría.

Riggi inspeccionó el panel de la alarma y vio un par de hendiduras en el plástico, cerca de los tornillos. Hizo lo que pudo por recordar si siempre habían estado allí o no. Entonces reconoció una diferencia en la energía habitual de su casa. Notó una presencia, movimiento en su interior, y se dio cuenta de que no estaba solo. En su interior bulló un sentimiento de indignación, una violencia negra y territorial. Penetró en su casa, oyó una pisada, un cambio de peso sobre el suelo de madera de su estudio, y se dirigió hacia el ruido. Por la mente le cruzó la idea: «Voy a abrirle la cabeza a quien sea que se ha colado en mi casa». Atravesó la cocina, mirando de reojo el cuchillero y pensando si debía armarse. Su pistola estaba en la caja fuerte de la primera planta. Si se enfrentaba a un hombre u hombres armados, el cuchillo no le serviría de nada. Decidió enfrentarse a ellos con las manos desnudas.

Salió de la cocina, pasó al vestíbulo y los vio. Dos figuras, una de buen tamaño, la otra más grande aún, emergieron del pasillo en sombras y quedaron silueteadas frente al marco de la puerta. De inmediato supo quiénes eran y su presencia le heló la sangre.

—¿Qué coño están haciendo aquí? —dijo bruscamente, esperando que la rabia enmascarase su miedo.

—Solo para que lo sepa, hemos llamado a la puerta y estaba abierta, así que hemos entrado —dijo Behr, el investigador.

—Y una mierda —gritó prácticamente Riggi.

Alcanzó a ver que, al otro extremo del pasillo, las estanterías de su estudio habían sido separadas de la pared. El socio silencioso de Behr estaba detrás de este con una mano cerrada en un puño mientras la otra agarraba crispadamente una de sus carpetas. Una oleada de pánico golpeó a Riggi en el estómago y tuvo que luchar contra una repentina sensación de mareo.

—Ha llegado la hora de hablar, Riggi.

—Enfermo hijo de puta —dijo al fin el silencioso.

Sus palabras eran un gruñido que surgía de lo más profundo de su garganta. El hombre rodeó a su socio para encaminarse hacia Riggi. Este comenzó a retroceder hacia la cocina.

—Voy a llamar a la policía —dijo.

Esta última palabra quedó flotando en el aire por encima del ruido de sus pisadas contra el suelo en el momento en que se dio la vuelta para echar a correr.

Riggi salió volando por la puerta de acceso al garaje y entró de un salto en el coche. Quemó neumáticos sobre el suelo pintado de la cochera y metió bruscamente la marcha atrás para salir al camino de entrada. Giró a la derecha para incorporarse a la calle, dobló nuevamente a la derecha en la primera esquina, miró por el retrovisor y les vio atravesando el jardín a la carrera hacia él. Volvió a prestar atención a la carretera justo a tiempo para esquivar una camioneta de jardinero aparcada en doble fila frente a la casa de un vecino. Aceleró hasta llegar a Bayhill Drive. No tenía ni idea de adónde se dirigía.

«El modo de cazar a alguien —se recordó Behr— es mantener la calma y la objetividad». Un consejo tan apropiado para reunir pruebas como para persecuciones en coche, y a pesar de que la irrupción en casa de Riggi podría haber sido considerada una muestra de juicio afectado por la emoción, Behr estaba decidido a impedir que esta interfiriese en aquel momento. Atravesaron corriendo el jardín hasta llegar al coche. Paul llevaba una carpeta. Habría sido mejor dejarla atrás, pero no tenían tiempo de regresar para devolverla a su sitio. No podían permitirse darle a Riggi tiempo suficiente para buscarse un abogado y utilizar a la policía en su contra. Cuando se montaron y encendió el motor, Behr dedicó cinco segundos extra a abrocharse el cinturón.

—Póngaselo —le ordenó a Paul, sin esperar a que lo hiciera.

Su magullado brazo palpitó cuando hizo girar el volante y salió en persecución por Heatherstone.

Behr cuidaba bien su coche y el cambio de marchas automático progresaba con suavidad, pegando sus espaldas contra los asientos. Alcanzaron a ver a Riggi más adelante, quizá a unos seiscientos metros, girando para internarse por Bayhill. Lo más importante en una persecución automovilística es conducir más rápido durante más tiempo en las rectas y frenar más fuerte antes de entrar en las curvas para poder tomarlas a la misma velocidad que tu presa. Behr había pasado la última década de su vida aprendiendo y practicando aquella técnica en cursos de conducción de fin de semana. Ahora conducía con los dos pies a la vez, el izquierdo sobre el freno, el derecho sobre el acelerador, esforzándose por mantener sus RPM incluso mientras terminaba de frenar en las curvas. El resultado fue que rápidamente le ganaron doscientos metros al coche de Riggi. Ahora estaban en la misma manzana. Behr miraba a izquierda y a derecha al atravesar los cruces, tanto por si había tráfico como por si veía a algún policía de patrulla. Si la poli se inmiscuía sería un problema. No tenían manera convincente de explicar lo que estaban haciendo y podían terminar arrestados. No era algo que le hiciera gracia para sí mismo, pero el hecho de que Paul acabara también en chirona aniquilaría la escasa reputación que le quedaba en su negocio. Behr miró de reojo a su pasajero. Paul estaba completamente hundido en el asiento, agarrándose al apoyabrazos de la puerta con una mano y al salpicadero con la otra. No pronunció ni un solo sonido ni tampoco parecía asustado. Simplemente escudriñaba a través del parabrisas con la mirada decidida de un cazador. El coche de Riggi se descontroló al doblar la siguiente esquina y las ruedas traseras derraparon mientras giraba.

Riggi no sabía lo que una ventaja de treinta segundos significaba en una persecución automovilística. Había pensado que sería tiempo de sobra para doblar un par de esquinas y perder rápidamente de vista a sus perseguidores. Momentos más tarde, vio que se había equivocado: un Olds granate llenaba sus espejos.

—¡Mierda! —dijo, golpeando el volante y pisando a fondo el acelerador, exigiéndole más velocidad a su Cutlass.

El coche era una bestia en las rectas. Llegaba a la directa en un intervalo absurdo —catorce o quince segundos a lo sumo—, pero las curvas no eran su punto fuerte. Riggi giró varias veces todo lo rápidamente que pudo, echando vistazos hacia atrás para ver el Olds de Behr cada vez más cerca y más grande. Intentó pensar un destino. Podría dirigirse hacia las oficinas de su abogado, pero incluso a aquella velocidad se hallaban a más de media hora de distancia. Sus ideas se redujeron al mismo tiempo que su campo de visión y Riggi se descubrió incapaz de pensar con antelación. Los destinos abandonaron su mente al tiempo que cualquier otro plan que hubiera podido tener, que cualquier elección de ruta, que la siguiente curva y que cualquier otra consideración salvo el asfalto que chirriaba bajo sus neumáticos.

La parte trasera del Cutlass patinó al doblar la esquina de Hazel Dell Parkway. Riggi giró en exceso el volante cuando intentaba enderezar el vehículo y se llevó por delante todo el costado de un Explorer aparcado. El impacto desvió el ángulo del frontal del Cutlass y lo envió por encima de un elevado bordillo. Riggi notó que los neumáticos delanteros reventaban al golpear contra la acera, después el coche salió despedido y comenzó a girar en el aire. Un cielo blanco colmó el parabrisas. «Me voy», fue la idea que le pasó a Riggi por la mente. Después vio un árbol marrón y hierba verde. El cáustico olor del anticongelante colmó su mundo. El ruido del metal al combarse y del cristal resquebrajándose pareció alcanzarlo y envolverlo un momento más tarde. Después llegó la negrura.