27

Behr condujo con rapidez. Había permitido que Pal los guiase a él y a Susan de nuevo al interior del local. Veinte minutos más tarde, tras un par de Tullamore Dews, Behr tenía el brazo envuelto en una toalla llena de hielo. Susan se estaba recuperando de un ligero caso de tembleque y el color comenzó a regresar a sus mejillas.

—Menuda primera cita, Frank —dijo, sonriendo por encima del borde de su vaso.

Behr pidió a Pal que por favor acompañase a Susan a su casa. Se dieron un fuerte abrazo, prometieron volver a verse y Behr rezó para que no cambiase de idea.

No había nada que lo conectase con Paul. Riggi había intentado averiguar su identidad, pero Behr no se lo había permitido. En cualquier caso, Behr sacó el móvil, dudando solo un momento antes de marcar el número de su empleador. Era raro; había dejado de pensar en Paul de aquella manera. Aunque estaba a su servicio y cobraba por ello, su relación era distinta a cualquier otra que hubiera mantenido con un cliente. No eran socios y ciertamente tampoco eran amigos. Pero ahora estaban enlazados por un vínculo que iba más allá de la compatibilidad y la personalidad. No podía decir que fueran compañeros del alma debido a las bobas connotaciones románticas del término, pero sí era cierto que sus almas ocupaban una misma intersección. Estaban unidos, en aquel momento y lugar, en la búsqueda de una única respuesta, simple o compleja, y no podrían separarse hasta que la hubieran encontrado.

Behr llamó a casa de los Gabriel sin obtener respuesta. Colgó al cabo de cuatro o cinco timbrazos, antes de que saltara el contestador automático. Lo intentó con el móvil de Paul y esta vez, cuando saltó el buzón de voz, dejó un mensaje.

—Soy Frank. Tenga cuidado esta noche. Si pasa cualquier cosa fuera de lo común, si oye que tiembla el pomo de una puerta o ruidos de una rama contra las ventanas, llame de inmediato a la policía y después a mí. Llámeme en cualquier caso en cuanto escuche este mensaje.

Después volvió a llamar a su casa, dispuesto a dejar un mensaje similar, pero esta vez respondió Carol.

—Diga —dijo, distante.

Behr no estaba seguro de si la había despertado o si simplemente ahora era así en todo momento.

—Soy Frank Behr. ¿Puedo hablar con Paul?

—No está en casa. Estoy arriba, pero no le he oído entrar. ¿Pasa algo?

—¿Usted está bien?

—Sí, ¿a qué se refiere? ¿Y usted?

—¿Tiene la casa cerrada con llave?

—Sí…

—Asegúrese. Llegaré en cinco minutos.

El móvil de Paul había estado sonando, pero este no se molestó en contestar. Era todo cuanto podía hacer para no salirse de la carretera y respetar moderadamente la velocidad y las normas de circulación. Se sentía como si llevase un cadáver en el maletero. Oía los golpes y los ruidos de deslizamiento cada vez que tomaba una curva con demasiada rapidez. Paul no recordaba haber hecho jamás algo tan temerario, y cuando lo deslumbraron las luces se convenció de que iba a pagarlo caro. Había supuesto que el coche se detendría y que Riggi saldría para encararse con él. Sin embargo, aunque el vehículo redujo la marcha, el conductor se limitó a mirarlo con cara de desconcierto mientras pasaba a su lado. Riggi siguió avanzando calle abajo y luego giró para internarse en su camino de entrada, pero Paul ya se había montado en el LeSabre y se marchó antes de que pudiera pasar nada más.

Aparcó en el garaje, dejando la puerta alzada tras él, y apagó el motor del coche. La adrenalina comenzó a abandonar su sistema. Cogió el móvil y vio que la llamada había sido de Frank y que tenía un mensaje. En vez de escucharlo, abrió el maletero y extrajo las bolsas de basura. Estaba doblado por la cintura, desanudando la primera bolsa, cuando se abrió la puerta de casa. Carol salió al garaje vestida para irse a la cama y cubierta con una bata.

—Me había parecido oír el coche —comenzó, mirando con curiosidad las bolsas.

—Hola, ¿qué pasa? —dijo Paul.

—Dímelo tú —respondió ella.

En aquel momento un coche entró y se detuvo en su camino de entrada, justo frente al garaje, iluminándoles a ambos con los haces de sus faros. Era el Toronado de Behr, que salió para dirigirse hacia ellos con el brazo envuelto en una toalla.

Las distintas piezas de sus respectivas noches fueron encajando mientras los tres escarbaban entre la basura de Oscar Riggi. Carol mantuvo un sorprendido silencio durante la mayor parte de la conversación. Había tenido sus ideas acerca de las idas y venidas de su marido y el detective, pero ninguna que se aproximase a lo lejos que habían llegado en sus pesquisas. Paul agachó la cabeza mientras Behr lo regañaba por haber estado vigilando la casa de Riggi y por haberse llevado la basura. Los Gabriel guardaron silencio mientras Behr describía su asalto.

—Debemos de haberle puesto nervioso —dijo Paul sobre Riggi.

—Oh, sí —respondió Behr—. Y él ha pretendido hacer lo mismo conmigo.

Carol se mostró horrorizada cuando Behr se subió la manga de la camisa, húmeda a causa del hielo fundido, y les mostró el hinchado antebrazo.

Las bolsas de basura no revelaron gran cosa: viejas facturas (televisión por cable, electricidad y agua, ninguna telefónica), hechas trizas todas ellas, y varios envoltorios de diversos alimentos, tanto congelados como frescos. Había revistas: Sports Illustrated, Indianápolis, Money y Playboy. Descubrieron que Riggi bebía escocés, del bueno. Un viejo par de zapatillas acompañadas de un montón de calcetines gastados; Riggi calzaba un cuarenta y cuatro. Retractilados y pegatinas de CD y DVD. Los tres mantuvieron constantemente un ojo en la calle por si aparecía algún coche desconocido.

Finalmente se separaron de la pila de desechos.

—Supongo que ha sido demasiado riesgo para nada —dijo Paul.

Behr le dio una palmada de ánimo en el hombro.

—Es tarde —dijo Carol—. O nos vamos a la cama o pongo una cafetera.

—¿Se va usted a casa? —preguntó Paul.

—¿Qué tal si me quedo aquí esta noche, solo para asegurarme de que no pasa nada emocionante? —ofreció Behr.

Paul y Carol se miraron el uno al otro. Paul asintió.

—Puede dormir en el cuarto de Jamie —dijo Carol.

Behr entendió el significado de la oferta. Se aclaró la garganta y después dijo:

—Debería estar más cerca de la puerta principal. El sofá me vale.

—De acuerdo. Le bajaré sábanas y una almohada —dijo Carol, entrando en la casa.

Behr le preguntó a Paul en voz baja:

—¿Tiene usted pistola?

—No. ¿Es que usted no lleva? —respondió este.

Carol se detuvo en seco.

—Oh, cielos.

Behr ajustó el tono para que ambos pudieran oírle.

—Normalmente nunca voy armado. Solo se me ha ocurrido como precaución.

—¿Qué le parece el bate de béisbol de Jamie? —preguntó Carol.

—Perfecto.

Entraron en la casa.

Carol dejó el bate de Jamie apoyado contra el sofá y subió a acostarse. Behr estaba consultando su agenda de contactos en el móvil cuando Paul se detuvo dubitativo al pie de las escaleras antes de subir a su dormitorio. Tenía que decir algo que parecía preocuparle.

—Después de lo que ha pasado esta noche —empezó—, ha llegado el momento de… ¿Piensa usted dejarlo?

—No es así como hago las cosas, Paul —dijo Behr.

Riggi no recordaba haber estado nunca tan inquieto. Estaba cruzando el recibidor del hotel cuando supo por Wenck y Gilley —el primero al teléfono, el segundo farfullando en segundo término con la mandíbula rota— que las cosas se habían torcido de mala manera. Giró bruscamente a la izquierda para dirigirse a la recepción y se inscribió en el registro. Pidió que subieran a su habitación una bolsa con algunas pertenencias que había dejado en el coche. Solicitó que su presencia en el hotel fuera mantenida en absoluto secreto, que no le pasaran ninguna llamada, que no se aceptaran mensajes en su nombre y que ninguno de los recepcionistas admitiera siquiera su estancia ante ningún visitante. Un reparto de billetes de cincuenta aseguró que sus deseos se hicieran realidad.

Fue una noche larga e incómoda, distinta a cualquier otra que hubiera pasado hasta entonces en un hotel agradable, lugares en los que por lo general gozaba, servicio de habitaciones mediante, de cenas y abundante champán en compañía de mujeres jóvenes. Solo cuando la luz de la mañana asomó ardiente tras los contornos de las cortinas fue Riggi consciente de que no había dormido en toda la noche. Se obligó a ponerse en marcha, encargando que le subieran un desayuno consistente en huevos, tostadas y un capuchino. Después se dio una ducha, alternando la temperatura del agua entre hirviendo y helada durante más de veinte minutos hasta que llegó la comida. Se sentó sobre el borde de la cama con su bata de hotel y notó que su mente comenzaba a asentarse de nuevo, que estaba recuperando la calma. Después de todo, no estaba demasiado expuesto. Riggi decidió que se quedaría en el hotel un par de días más, por precaución, y que arriesgaría una rápida visita a casa para recoger algo de ropa y otras cosas que necesitaba. También decidió que no se permitiría seguir pensando en todas las cosas que habían salido mal de un tiempo a esta parte. Lo que debía hacer era centrarse en un futuro positivo y comenzar a reconstruir. Cuando terminó de desayunar, se vistió, encendió la tele y colgó el cartelito de NO MOLESTAR en la puerta. Ya dejaría que la señora de la limpieza entrase a su regreso, cuando pudiera estar allí para supervisarla en todo momento. Miró a un lado y a otro del pasillo y, al no ver nada ni a nadie, se dirigió al ascensor.

Riggi podría haber enviado a cualquier otro en su lugar, pero después de la manera en la que Wenck y Gilley habían echado a perder su último encargo, de repente sentía que no podía fiarse de nadie, y lo cierto era que quería echarle una ojeada a su casa en persona, para asegurarse de que no hubiera actividad en los alrededores, ni policial ni de ninguna otra clase. Si no había moros en la costa, entraría, recogería sus cosas, destruiría ciertos documentos, echaría la llave y en diez minutos se habría vuelto a marchar. Mientras conducía por su barrio, notó que su reciente sensación de tranquilidad se reforzaba. La barriada estaba en calma, prácticamente en silencio salvo por los trinos de los pájaros. Comprar una casa agradable en un buen vecindario había sido una estupenda inversión, y una decisión aún mejor en lo que a su calidad de vida se refería. Riggi tuvo la impresión de que nada fuera de lo ordinario había pasado ni podría llegar a pasar jamás en su callecita. Fue únicamente por disciplina por lo que pasó frente a su casa sin reducir la marcha para luego girar en el siguiente cruce. Después dio una vuelta completa a la manzana y volvió a pasar a menos velocidad. Repitió la operación una tercera vez y, al ver que todo seguía en calma, se internó en su camino de entrada. Presionó el botón del garaje cuando aún se hallaba a cierta distancia para entrar directamente sin tener que detenerse. Dejó el garaje abierto y el coche en marcha y corrió hacia la puerta de acceso al interior. Tan pronto como entró en el pequeño pasillo que los agentes inmobiliarios gustan de llamar «el barrizal» y hubo cerrado la puerta de acceso al garaje, se percató de que algo iba mal. No se oían los pitidos de la alarma. Se volvió hacia el panel de control y vio que la luz estaba en verde continuo. Riggi estaba seguro de haberla activado antes de marcharse la noche anterior.