Behr tenía planes para verse por primera vez con Susan Durant y tuvo que realizar un esfuerzo casi físico para dejar de lado el caso y centrarse en la velada. Él y Paul habían acordado reunirse a la mañana siguiente temprano para ir a echar un vistazo a la casa de Riggi. Aquel momento parecía excesivamente lejano y Behr se sintió tironeado desde dos direcciones opuestas. Mientras conducía para ir a recoger a Susan, intentó concentrarse en la ocasión social que le esperaba. Hacía tiempo que había aprendido a relegar sus esperanzas a un nivel modesto cuando debía encontrarse con una mujer a la que nunca había visto con anterioridad. Numerosas citas a ciegas y encuentros ultimados por teléfono que nunca prosperaron habían hecho de tal actitud una necesidad. Demasiadas veces había salido a cenar o a tomar una copa con una mujer con la que había establecido un buen vínculo telefónico, esperando verse con una mujer atractiva o que como poco le estimulara, solo para encontrarse con una con la que ni siquiera podía plantearse empezar. Era una manera superficial de abordar la cuestión, Behr no podía negarlo. Sospechaba que lo importante era la esencia que había captado a través del teléfono, pero tampoco era capaz de fingir en lo romántico. En cualquier caso, se trataba de una calle de dos direcciones. No pocas veces en el transcurso de los años había intuido decepción de sobra también al otro lado de la mesa.
La voz de Susan sonó alegre y animada cuando la llamó desde la calle para decir que había llegado. Aun así, lo mejor que se permitió esperar Behr fue una mujer agradable al teléfono pero al límite mismo de la hermosura, cuando no de la vulgaridad. Sin embargo, cuando Susan salió por el portal de su edificio, moviéndose con premura, su melena una franja dorada en contraste con el abrigo negro, Behr vio que estaba muy por encima de aquello. Era alta, casi metro ochenta, con el pelo rubio peinado hacia atrás y dientes del blanco más puro. Era corpulenta, pero a un par de decisivos grados de distancia de gruesa. Una de las primeras cosas que pensó Behr fue que era demasiado joven para él. Salió a recibirla.
—Susan.
—Hola, Frank.
Tenía un apretón firme y la mano suave, tal como él sabía que sería. Al acercarse más, vio unas ligeras arrugas risueñas en las comisuras de los ojos. La diferencia de edad no era tanta como había sospechado. Susan estaba en los treinta y tantos, pero desbordaba energía y Behr se sintió alentado.
Susan se desprendió de su abrigo y lo echó sobre el respaldo del asiento delantero del coche. Llevaba un vestido negro con cuello barca que le dio a Behr un momento para apreciar sus esbeltos y poderosos hombros de nadadora antes de subirse al Toronado. Behr cerró la puerta tras ella y se dirigieron a Donohue’s.
Wenck encendió el motor del Gran Torino y siguió al Olds a una docena de coches de distancia.
—Mantén como mínimo una distancia de diez coches —dijo Gilley innecesariamente.
—Ya lo sé —respondió Wenck mientras se internaban en el ligero flujo de tráfico de North Cooper Road, por donde sería difícil perderles de vista, pero aun así había coches de sobra entre los que pasar desapercibidos.
Ellos no eran más que otro par de faros. El investigador ni les vería llegar. Finalmente habían conseguido su prueba de acceso. Durante los últimos años habían oído varios rumores sobre lo que podía suponer trabajar para Riggi. Principalmente dinero, cantidad de dinero. Y apoyo. Un flujo constante de trabajo por parte de un jefe en posición de procurar encargos, las herramientas adecuadas para llevarlos a cabo e incluso abogados en caso de ser necesario. Wenck y Gilley habían acordado con la máxima seriedad no echar a perder aquella oportunidad. Atravesaron Knolton Heights sin indicio alguno de haber sido descubiertos.
—Cita —había dicho Gilley cuando aparcaron a una manzana de distancia de donde se había detenido el detective y vieron aparecer a la mujer.
—Primera cita —aventuró Wenck. La manera rígida y formal en la que el tipo había salido del coche y el hecho de que se hubieran saludado estrechándose la mano le habían dado las claves. El pies planos se lo había montado bien—. Probablemente solo andará pendiente de mojar el churro.
—Y ni se le ha pasado por la cabeza que vaya a terminar la noche en el hospital —dijo Gilley en voz alta, permitiéndose un medio ronquido de risa.
—En el hospital en el mejor de los casos —dijo Wenck, separándose de la acera.
Habían acordado seguir sin prisa al investigador hasta encontrar el mejor momento de asaltarle, ya fuese de camino a su destino o, más tarde, de regreso a casa, cuando hubieran encontrado el lugar idóneo. Riggi les había advertido de que fueran con cuidado, avisándoles de que el investigador se las había visto ya con otros de sus hombres. «He puesto de rodillas a suficientes tíos grandes para saber cómo se hace», replicó Wenck, a pesar de que, en cualquier caso, pensaba hacer caso de la advertencia. El investigador puso el intermitente para entrar en un aparcamiento situado detrás de un edificio de ladrillos en Belmont. Wenck asomó el Torino lo justo por la boca del callejón para echar un vistazo. Una bombilla desnuda alumbraba por encima de una puerta verde y era la única luz en toda la zona. Era ideal.
—Es una lástima que ella se vaya a ver implicada —reflexionó Wenck en voz alta.
Gilley asintió tímidamente. Prepararon sus armas y se dispusieron a aguardar a que Behr saliera.
Riggi dejó su vehículo en manos del aparcacoches del Westin, en South Capital, y entró en el bar del restaurante, donde tenía pensado esperar mientras sucedía todo. Era mejor ser visto en un lugar público, hacer pagos con la tarjeta de crédito, quizás incluso verse grabado por las cámaras de seguridad. Era preferible a reunirse con un asociado, que cargaría con toda la responsabilidad sobre sus hombros en caso de que alguien empezase a hacer preguntas, solo para ver cómo esa persona renegaba de la coartada en cuanto se viera presionada. Riggi se sentó a una mesa en mitad de la sala y ni siquiera llamó a una camarera. Si algo le sobraba era tiempo. Había considerado sus opciones y se había decidido por Wenck, Gilley y una paliza extremadamente severa para Behr. El tipo de paliza que lo distraería y desanimaría y requeriría de un largo período de convalecencia. No le importaba si el detective moría, pero no podía arriesgarse a que lo acribillaran. La mayoría de los detectives eran ex policías y un tiroteo provocaría demasiadas sospechas y resquemores, eso por no mencionar el hecho de que, con toda seguridad, Behr tendría notas sobre sus entrevistas recientes que podrían señalar a Riggi. No, una paliza podía parecer cualquier otra cosa, un crimen callejero o una pelea que hubiera acabado mal, y sería más difícil de investigar.
—Si se muere, se muere —había dicho Riggi cuando Wenck le preguntó hasta dónde debían llegar.
Wenck y Gilley. Gilley era alto y delgado, un skater que se había hecho demasiado mayor para los medio-tubos y para seguir brincando por encima de las barandillas. Podría haber sido electricista o fontanero y labrarse una vida normal; solo habría necesitado ser capaz de soportar a la gente. Se había liado a puñetazos con tantos capataces de obra que Riggi comenzó a oír hablar de él, de sus enormes manos y sus derechazos de largo alcance, en la oficina. Investigó los rumores y descubrió que Gilley andaba con otro tipo, Wenck, que había sido arrestado una docena de veces por agresión, robo y extorsión. Wenck había cumplido tres condenas en prisión que iban de los treinta días en la cárcel del condado a dieciocho meses en la prisión estatal. Medía lo mismo de ancho que de alto. De ceño grueso y hundido y frente baja, solo podría haber sido lo que era: un simple matón a sueldo. Su función habría sido la misma en cualquier era de la humanidad. Si hubiera estado en Nueva York alrededor del año 1800, habría sido un perfecto pandillero con los Plug Uglies. Cuando Riggi se preguntó si había elegido a los hombres adecuados para el trabajo, solo pudo llegar a la conclusión de que sí.
Paul estaba sentado en su coche al otro extremo de la calle de la elegante vivienda, sabiendo que se hallaba exactamente donde no debía. Un par de luces alumbraban diversas partes de la casa, pero llevaba allí cuarenta y cinco minutos y no había visto movimiento alguno ni señales de vida. Estaba empezando a pensar que las luces habían sido encendidas para crear una impresión, pero que en realidad no había nadie dentro. Notó que su corazón palpitaba con fuerza; pensó que incluso podía oírlo. Behr y él se habían marchado de la casa de alquiler abandonada tras decidir que allí no iban a encontrar nada más, aparte de aquel periódico. Hicieron lo posible por disimular la jamba rota y dejaron la puerta cerrada tras ellos. Behr acompañó a Paul hasta su coche y, como aquella noche tenía que hacer otra cosa, acordaron ir a echar un vistazo a la vivienda de Riggi al día siguiente. Menos de una hora más tarde, Paul se encontraba allí sentado, preguntándose si tendría redaños para hacer lo que tenía pensado.
Había visto la lista de direcciones varias veces en el transcurso del último par de días y la calle y el número de Riggi habían quedado grabados a fuego en su cerebro. Después de dejar a Behr, Paul condujo rumbo a su casa con toda la intención de retirarse, incluso consiguió alcanzar los lindes de su barrio antes de sucumbir al crudo impulso que no le iba a permitir dejarlo estar por aquella noche. Riggi vivía bien, aquello al menos era evidente. La casa era una construcción de ladrillo encalado, de estilo georgiano, con una gran habitación cuadrada de enormes ventanales empotrada en medio. A pesar de que el añadido desentonaba con el estilo del resto del barrio, la casa ciertamente parecía lujosa y cómoda. Estaba rodeada por un jardín de césped bien cuidado y unos cuantos bojes. Otras casas de la manzana, no menos caras, tenían también las luces encendidas. Ocasionalmente se veía alguna silueta pasar frente a una ventana, o una puerta de garaje se abría y un coche entraba o salía. Paul supuso que tenía que haber indicios al margen de aquellos; un proceso o método mediante el cual un individuo entrenado podría adivinar si una casa estaba ocupada o no. Pero Behr no lo acompañaba. Estaba solo. Se decidió por un método propio: esperaría dos horas enteras y, si seguía sin ver indicios de movimiento, actuaría.
Rooster colgaba del travesaño que se extendía por encima de la parte superior de la puerta de su celda, haciendo dominadas. Iba por su quinta tanda de quince, apretando los antebrazos contra las barras verticales, pero algo iba mal. No había sido capaz de conjurar mentalmente una canción en todo el día, ni siquiera un riff de guitarra. Haciendo memoria, se dio cuenta de que la última vez que había oído música en su cabeza había sido antes de verse agredido. «Ashes», de Danzig. Después le golpearon y había perdido la música. Terminó su última tanda, notando que la sangre fluía por sus músculos dorsales. Tras dejarse caer dio una palmada, intentando reunir energías, después se tumbó de espaldas en el suelo e inició su última tanda de abdominales. El día anterior había llegado a las mil. No podía saber cuánto tiempo pasaría encerrado y había adoptado el propósito de mantenerse en forma. Era su única opción. Si dejaba que su mente se desmoronara, el cuerpo la seguiría de cerca y acabaría convertido en carne picada en el mismo instante en que lo soltaran entre los demás reclusos. A la mañana siguiente iba a verse con su abogado de oficio para preparar la lectura del acta de su acusación. Mientras tanto, lo tenían en confinamiento solitario. Por el momento no le había parecido mal: sin compañero de celda, opción de dos horas en la sala de televisión —que aprovechaba para entrenar en su cubículo— y ducha privada de quince minutos al final de la noche, antes de que apagaran las luces. La comida era rudimentaria: salada, grasa, muchos carbohidratos. Aquel era su mayor problema a corto plazo. Tampoco tenía muchas confianzas puestas en don Abogado Salvador. Solían ser los peores disponibles y Rooster se preguntó si debería llamar a Riggi para que le echase un cable. Si aquel cabrón de investigador privado se había plantado frente a su puerta, llamarle sería un suicidio. Si no, podría ser su tabla de salvación. Rooster terminó la tanda, notando el abdomen tenso y ardoroso debido al esfuerzo, y decidió esperar a ver qué tenía que decir el abogado de oficio antes de hacer la llamada. Se puso las sandalias, cogió el jabón, la maquinilla de afeitar y una toalla, y arrastrando los pies se dirigió a las duchas.
—Se me pasó por la cabeza hacer una reserva en Pinnochino’s, pero… ya sabes, me pareció que a lo mejor era excesivamente romántico. No quería darte la impresión de estar presionando —se descubrió confesando Behr después de que Susan hubiera alabado Donohue’s.
—Qué sitio tan majo —dijo—. Muy acogedor.
—Además, si lo das todo en la primera cita, ¿cómo sabes qué será lo que le interese de la segunda, no? —añadió Behr, preguntándose por qué diablos se le disparaba la lengua.
—Vamos, Frank. ¿Qué tal un poco de confianza en tus encantos? —sonrió Susan.
—Lo siento. Últimamente no salgo mucho.
—¿No? ¿Es por ese caso en el que estás trabajando?
—Por una parte está eso. Y mi trabajo en general. No es el más idóneo para conocer…
—Tampoco el mío.
—¿No? Venga ya.
—¿Con quién voy a salir, con los destripaterrones manchados de tinta con los que trabajo? No.
Susan bebía Johnnie Black con hielo y pidió un filete idéntico al de Behr.
—No soy chica de ensaladas —dijo sin tono de disculpa, comenzando a comer.
—Bien —dijo Behr.
—Ah, probablemente tengas razón. Pinnochino’s, las velas en botellas de vino y todo eso. Podría haber olido un poco a desesperación —concedió Susan. Después preguntó—: ¿Has estado casado alguna vez?
—Una. ¿Tú?
—A punto estuve. ¿Hijos?
—Tenía un hijo.
—¿Tenía?
—¿Qué te parece si hablamos de ello la próxima vez? —dijo Behr, intentando sonar tranquilo.
Susan le miró escrutadora, intentando decidir con qué tipo de elemento se la estaba jugando. Después asintió y regresó a su filete.
—¿Quién es ese? —preguntó, señalando con la cabeza a Pal Murphy, que en aquel momento estaba reunido en asamblea con media docena de jóvenes veinteañeros que aguardaban en círculo a su alrededor.
—El propietario.
—Ah, entonces es Donohue —concluyó Susan.
—No, Murphy.
—¿Le compró el local a Donohue?
—Na-ah, a Maguire, me parece. Aunque supongo que en algún momento tuvo que haber algún Donohue.
—Ya.
Susan y Behr se sonrieron.
La rodilla izquierda de Oscar Riggi botaba siguiendo un rápido ritmo bajo la mesa del bar. Estaba cansado del sabor a escocés y almendras saladas y se había levantado en dos ocasiones con ánimo de marcharse, únicamente para contenerse en el último momento y preguntar dónde estaba el servicio de caballeros la primera vez y dónde el teléfono la segunda. Pagó una ronda con la tarjeta y después solicitó que le fueran apuntando lo consumido durante la siguiente hora y media. Se había asegurado de que la camarera se quedase con su cara y el barman también lo recordaría, gracias a sus varias preguntas. Una docena de clientes había entrado en el transcurso de la última hora, al margen de una oleada de participantes en una convención cuya conferencia acababa de finalizar; seguro que más de uno y más de dos recordarían al hombre bien vestido de la calva reluciente que había permanecido sentado a solas en el centro del bar. «Parecía estar esperando a algo o a alguien», pensarían, sin saber que lo que esperaba era una llamada al móvil que le confirmase que Wenck y Gilley habían cumplido con su cometido. Sin embargo, el tiempo se arrastraba con suma lentitud y Riggi no fue capaz de mantener las dudas alejadas de su mente. Les había dicho a los chicos que se tomaran su tiempo, que escogieran el momento y el lugar adecuados, pero ambos se habían mostrado tan ansiosos por ocuparse del trabajo que Riggi había supuesto que recibiría su llamada mucho antes. No consiguió obligarse a seguir esperando. Alzó la mano para pedir la cuenta. Regresaría a casa, haría algunas llamadas y se conectaría a internet. No era una coartada tan sólida como la de esperar en el bar, pero se le había agotado la paciencia.
Paul tamborileó con los dedos en el volante y calmó la respiración mientras llegaba a una decisión. La última hora y media la había pasado pensando en Jamie. No era lo habitual. Paul había adoptado un enfoque disciplinado en lo que se refería a cavilar acerca de su hijo. Cuando se permitía demorarse más de un momento o dos, los recuerdos surgían en oleada y amenazaban con arrastrarlo a su paso, de modo que prefería mantenerlos contenidos. Pero sentado en el coche, sin ninguna otra distracción al margen de la gran casa blanca que colmaba su campo de visión, se había mostrado incapaz de detener o incluso de organizar las imágenes en su cabeza. Vio a Jamie de pequeño, con sus pijamas de trenecitos, sentado sobre su regazo, el suave peso entre sus brazos. Lo recordó de pie en el campo de béisbol, medio aburrido, dejando que la mano del guante colgara inerte a un costado. Rememoró la sonrisa en su rostro un día que Paul fingió que no podía encontrarle y él salió de un salto del interior de un fuerte hecho con cajas de cartón en el sótano, después de que Paul exclamara: «Me rindo, no sé dónde puñetas se ha metido». Los recuerdos eran como puñetazos en el estómago que lo dejaron jadeante y medio mareado. Se frotó la cara y salió del coche.
El aire nocturno tenía el típico mordiente de finales de invierno, con la promesa de la primavera aún lejana. Paul se acercó a la casa, saliéndose del sendero de piedras y acortando a través del jardín. No llamó a la puerta ni pulsó el timbre antes de tirar del picaporte. Cerrada con llave. Rodeó la casa repitiendo el proceso que le había enseñado Behr aquella tarde. Descubrió que era una vivienda de puertas robustas y ventanas correderas bien acerrojadas, por no hablar de los paneles de alarma antirrobos que se iluminaban intermitentemente en el interior y que pudo ver a través de gruesos ventanucos tanto en la entrada principal como en la posterior.
Paul dio una vuelta completa a la casa y no encontró nada parecido a una vía de entrada. Sabía que debería volver a meter su culo en el coche y salir echando leches de allí, pero se sentó en el patio trasero en una silla de jardín a pensar. Se estaba tranquilo allí, los únicos sonidos que se oían eran los del vecindario, distantes y amortiguados, que llegaban hasta él flotando como para recordarle dónde se encontraba. En lo más profundo de su ser, una débil voz le azuzaba: «Vete, vete». Pero aun así siguió sin moverse. Durante su espera intentó idear excusas que le permitieran explicar qué estaba haciendo allí en caso de que Riggi regresara a casa y lo descubriera. Cuando no se le ocurrió nada creíble, comenzó a preguntarse si sería capaz de superar físicamente a aquel tipo, en caso de que llegaran a las manos. No estaba seguro. Repasó dos maniobras en su cabeza. En una, le daba una patada en la rodilla a Riggi para hacerle perder el equilibrio y se arrojaba sobre él; en la otra, le cruzaba la cara con un buen derechazo antes de que fuese capaz de reaccionar. Ninguna de las dos parecía demasiado concluyente.
Finalmente, los sonidos de la noche comenzaron a hacerse oír y Paul fue consciente de que se había quedado demasiado tiempo y había llegado el momento de marcharse. Al levantarse y dirigirse de nuevo hacia la fachada frontal, vio una pequeña cabaña que protegía la basura de los mapaches y otras alimañas. Miró a su alrededor y se dirigió hacia ella. Abrió las puertas y encontró tres grandes cubos de plástico. Dos estaban vacíos, pero uno de ellos contenía un par de bolsas de basura. Paul medio retuvo el aliento antes de sacar las bolsas. Cerró la cabaña y regresó apresuradamente hasta su coche. Acababa de abrir el maletero para guardar las bolsas en su interior cuando un par de faros cayeron sobre él con una luz cegadora.
Behr había disfrutado la sensación de tener a una mujer joven y bonita sentada a su mesa. Sus aromas convirtieron el familiar reservado en algo exótico. Estaba el ligero olor a menta, proveniente del chicle que había masticado durante un minuto tras el café y después envuelto en el papel de un sobre de azúcar; otro a cítrico, que Behr identificó como laca; y un tercero, exótico y floral, que era su perfume. En cualquier caso, había llegado la hora de marcharse. Behr no quería seguir alargando la conversación de la primera cita hasta el extremo de caer en la incomodidad. Tampoco parecía correr tal peligro, pues Susan demostró que sabía exprimir un tema lo justo y necesario antes de pasar al siguiente, así como también guardar silencio durante algunos placenteros momentos. En cualquier caso, cuando algo salía tan bien como aquella cena, Behr era reacio a estropearlo dejando que se alargase. Le hizo una seña a Kaitlin, que se encontraba de pie junto al espacio reservado para camareros de la barra, y esta se dirigió de inmediato a él para entregarle la cuenta que ya tenía preparada.
—¿Algo más, Frank? —preguntó la camarera con voz enronquecida por toda una vida de trabajo en lugares como Donohue’s.
—No, estamos bien —dijo Behr, mirando a Susan, que asintió.
Kaitlin fue a atender a otra mesa mientras Behr sacaba la cartera.
—¿Puedo…? —dijo Susan, cogiendo su bolso.
—No, desde luego que no —respondió Behr, contando los billetes—, pero eres un cielo por preguntarlo.
—Sabía que dirías que no —sonrió Susan, haciendo que la sangre de Behr fluyera hacia el estómago.
—¿Lista?
—Salgamos de este antro —dijo ella, recogiendo el bolso, el abrigo y la bufanda, y deslizándose sobre el asiento hasta salir del reservado.
Rooster entró como si nada en la sala de las duchas, notando el silencio en el interior de su cabeza y también fuera. Se movía con un andar confiado que tenía dominado desde su primera estancia en la cárcel. Había aprendido que resultaba imprescindible, al margen de que uno se sintiera seguro de sí mismo o no. Se mantuvo alejado de dos tipos grandotes que estaban terminando, recorriendo la hilera de alcachofas hasta llegar a la última. Flexionó ligeramente los músculos dorsales y se dio cuenta de que, aunque estaba cachas, en realidad no era grande, y pesando ochenta, ochenta y cinco kilos como máximo, nunca podría llegar a serlo. Aquellos dos tipos que acababan de cerrar los grifos y se secaban con sus toallas le sacaban dieciocho o veinte kilos cada uno, y probablemente no necesitaban ejercitarse demasiado para conseguirlo. Las toallas de la cárcel apenas si bastaban para rodearles toda la cintura. Rooster sintió sus propios pasos en cierto modo pesados sobre el suelo de azulejos y reconoció que su cambio de envergadura era en realidad un timo. Tenía músculos, pero no verdadera corpulencia. Y había perdido parte de la velocidad y la agilidad que siempre habían sido sus principales armas. Si conseguía salir de aquel lugar, decidió que adoptaría una dieta que le permitiese rebajar masa, se dedicaría a las tandas intensivas y a quemar grasa rápidamente hasta ser tan fibroso y nervudo como un luchador oriental. Renunciaría a ser un toro para ser la cobra.
Rooster siguió mirando de reojo a los tipos del otro extremo mientras estos recogían sus cosas y abandonaban la sala. Después ajustó la temperatura del agua y se colocó bajo el chorro de la alcachofa con economizador. Se frotó con su jabón barato hasta conseguir formar un poco de espuma y comenzó a asearse. Se estaba aclarando cuando entraron. Eran tres, grandes y corpulentos. Rooster los sintió desplazarse por la estancia, oyó sus pasos por debajo del ruido de la ducha. Por el rabillo del ojo vio que el primero llevaba zapatos y supo que era mala señal. Mantuvo la calma durante un segundo, preparándose para darse la vuelta y dar comienzo al ritual de demostrar que no era la putilla de nadie. Pero no estaban allí para ponerle a prueba. Fueron directos a por él.
El primer golpe cayó sobre su rabadilla con un ruido húmedo justo antes de que hubiera terminado de prepararse. Rooster experimentó un momento de arrogante seguridad en sí mismo ante la ligereza del golpe, ante la falta de dolor, y se volvió dispuesto a partir un par de caras. Hubiera preferido no tener que pelear desnudo, pero tales consideraciones desalojaron su mente para dar paso a una oleada de furia. Entonces su cuerpo se percató de que lo que había recibido no había sido un cachete con la mano abierta. Lo habían apuñalado. «Coño», musitó Rooster mientras le fallaba el riñón. Lo sintió helado. Entonces las sirlas comenzaron a caer sobre él como los picotazos de un enjambre. Rooster lanzó los puños en débiles combinaciones que solo golpearon el aire. Las punzadas de los atacantes extrajeron rojas y brillantes estrellas de sangre que brotaron sobre su pálida piel. Las piernas se le volvieron de plomo y después blandas como el regaliz. Rooster no se derrumbó, sino que más bien se fundió hasta caer al suelo, cerca del chorro de la ducha. Los tres atacantes se cernieron sobre él un momento, negros gigantescos de rostros inexpresivos a los que no había visto jamás con anterioridad.
—Bienvenido al trullo, culoprieto —dijo uno de ellos en voz baja.
Extendieron las sirlas ensangrentadas para colocarlas bajo el chorro de agua y, una vez que las hubieron aclarado, se dieron media vuelta y salieron de la sala. Rooster sintió que la vista se le desdibujaba. Había dejado de ver. Entornó los ojos y se esforzó por centrar la mirada. El suelo de azulejos apareció frente a él. Su sangre fluía en una corriente marrón, mezclada con el agua, desapareciendo por el desagüe a escasos centímetros de su rostro.
Un pensamiento resonó en su mente: «Podría haber sido especial». Después se evaporó. Rooster suspiró y el último oxígeno que respiraría en su vida escapó de sus pulmones.
Estaban cruzando la corta extensión del aparcamiento de Donohue’s cuando oyeron el staccato de dos puertas de coche al cerrarse. Behr miró de reojo hacia el callejón. Había un coche con el motor en marcha y las luces encendidas. Dos hombres se aproximaban. «Más perros amaestrados de Pomeroy», pensó Behr. En un intento por no parecer preocupado, siguió caminando en dirección al coche en vez de regresar al interior del restaurante para refugiarse.
Los hombres, una pareja a lo Mutt and Jeff tanto en aspecto como por actitud, aceleraron el paso sin decir nada. Behr vio la mirada asesina en sus ojos y se dio cuenta de que no eran policías.
—Métete en el coche —le dijo a Susan, lanzándole las llaves.
Fue entonces cuando percibió en la oscuridad los pedazos de tubería que cada uno de los tipos llevaba disimulados junto a la pierna.
El más bajo de los dos, un cabronazo rechoncho, se adelantó pisando como un cangrejo al tiempo que blandía la tubería y levantaba la otra mano a la altura de su cara, dispuesto a golpear. Pero Behr también estaba preparado. Se entregó a la violencia inminente con abandono, como sabía que debía hacerlo.
La patada lateral de un hombre de metro noventa y ocho, fuerte y entrenado, es un arma para la que apenas hay respuesta en la calle, y el tipo rechoncho encajó una de lleno. Behr cargó todo su peso en la patada y lanzó el pie justo hacia la mitad del cuerpo, por debajo de las defensas del tipo. A pesar de que pesaba más de ciento cinco kilos midiendo únicamente uno sesenta y cinco, Wenck se vio lanzado por los aires. Aterrizó con violencia y cayó al suelo de culo, tras haber expelido casi todo el aire de los pulmones, con expresión de desconcierto en el rostro.
Behr retomó una posición defensiva, avanzando el pie izquierdo, justo en el momento en que el tipo alto lanzaba un mandoble hacia su cabeza. Behr entendió, cuando consiguió bloquearlo, que lo que enarbolaban no eran tuberías huecas, sino barras sólidas de acero corrugado. Recibió un golpe de refilón en el antebrazo, que se hincharía y continuaría mostrando cardenales durante meses, pero al menos no dio en el hueso. Igual de intenso que el dolor que experimentaba en el brazo izquierdo fue el placer que sintió en el derecho tras pivotar y ver que su puño conectaba de lleno con la barbilla del larguirucho. Un estremecimiento recorrió todo el brazo de Behr hasta llegar al hombro. El tipo retrocedió tambaleante y se derrumbó sobre una rodilla, al tiempo que soltaba la barra. Una mandíbula rota, sin lugar a dudas.
Behr miró por encima del hombro para ver que Susan se había refugiado detrás del coche, agazapada junto al guardabarros. Se volvió nuevamente en busca del tipo al que había asestado la patada, esperando encontrárselo en pleno contraataque o apuntándole con una pistola. En cambio, lo vio en el suelo a gatas, moviendo trabajosamente el abdomen en busca de aire mientras hilos de saliva le caían de la boca. Behr cogió la barra de hierro corrugado y se dirigió hacia el tipo, que se levantó y después dio un paso titubeante al frente antes de perder las ganas. Tras darse media vuelta, salió huyendo del aparcamiento en dirección al callejón. Behr lo habría perseguido de no ser por Susan y por el ululante tren de dolor que le circulaba por el antebrazo. Volvió la mirada hacia el tipo alto, que había conseguido alejarse unos buenos diez metros a cuatro patas. En aquel momento se levantó y echó a correr con zancadas torpes y titubeantes en pos de su socio. Ambos se montaron en su coche, que Behr identificó como un Gran Torino aunque no alcanzase a ver ninguna matrícula, y salieron marcha atrás del callejón. El vehículo se incorporó a toda velocidad a la calle, cambió la marcha y desapareció.
Behr se dobló ligeramente para acunar el brazo herido cuando una mano cayó sobre su hombro. Behr se revolvió y se la quitó de encima; después se giró para ver quién más iba tras él. Era Pal Murphy.
—He oído el ruido —dijo.
—¿Qué ruido? —preguntó Behr.
Él había experimentado la pelea en completo silencio. Recibió una mirada socarrona de Pal e incluso de Susan, que había salido de detrás del coche. Mientras repasaba el encuentro mentalmente, Behr se dio cuenta de que los tres contendientes habían proferido gritos de guerra de manera inconsciente. Su «ki-ai» era tan instintivo como escandaloso.
Pal volvió a colocar una mano sobre el hombro de Behr y la otra tras la espalda de Susan.
—Entrad. Tomaos una copa mientras esperamos a la policía.
—Nada de policía —dijo Behr.
Pal lo miró a los ojos, después asintió.
—De acuerdo. Solo la copa. Y algo para ese brazo.