25

Behr permaneció sentado en el despacho de Paul utilizando su ordenador hasta bien avanzada la tarde. Comenzó tecleando el nombre de Riggi en varios buscadores y grupos de noticias. No encontró mención alguna. La mayor parte de la gente suele aparecer referenciada de una manera u otra, ya sea por bodas, funerales o cualquier otro tipo de comunicado que invariablemente acaba llegando hasta internet. Behr se planteó si no estaría viéndoselas con un alias o con un nombre cambiado de manera oficial. Se apoyó sobre el respaldo y se fijó en todas las placas que colgaban de las paredes del despacho, a su alrededor, anunciando los logros de Paul en ventas, seminarios y calificaciones académicas de varias instituciones financieras. Miró de pasada las fotos que tenía sobre la mesa: Carol, Jamie, los tres juntos, sonriendo en confirmación de la familia que en otro tiempo habían sido. Las imágenes lo enviaron de nuevo a la corriente de datos que llenaba la pantalla del ordenador. Paul entraba y volvía a salir de vez en cuando para extraer de los archivadores los documentos necesarios para su siguiente reunión con clientes, que tendría lugar en una sala de conferencias al otro extremo del pasillo mientras Behr seguía profundizando en su búsqueda. La secretaria de Paul también se asomaba ocasionalmente al despacho, para dejar o recoger documentos, dirigiéndole a Behr una mirada curiosa todas y cada una de las veces, pero Paul la había entrenado bien y no le hizo ni una sola pregunta. Behr entró en la base de datos municipal de Indianápolis y buscó títulos de propiedad. Fue allí cuando comenzó a obtener resultados. Riggi tenía a su nombre más de media docena de centros comerciales. No había demasiada información más allá de las direcciones, tasaciones y la confirmación de que todos sus impuestos estaban al día. Behr anotó las direcciones y cuando levantó la vista se dio cuenta de que ya había oscurecido.

Se marcharon juntos. Paul cerró con llave la puerta de la oficina y se encaminaron hacia el aparcamiento. Paul se había movido todo el día en el coche de Behr, por lo que iba a necesitar que lo llevase a casa.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó.

—Hasta ahora la versión de Riggi es cierta. Tiene propiedades inmobiliarias por toda la ciudad. ¿Tiene un minuto antes de que le deje en casa?

Paul estaba agotado tras el largo día, pero asintió en silencio. Se dirigieron hacia la primera dirección de la lista manuscrita, que Behr fue consultando mientras conducía.

La primera propiedad era una pequeña galería comercial junto a Binford Boulevard. En su interior se agolpaban un restaurante mexicano, una tienda de relojes, una tintorería, la consulta de un pediatra y un local de yogur helado, que era lo único que permanecía abierto a aquellas horas. Paul y Behr lo estudiaron un momento desde el otro lado de la calle, después condujeron lentamente frente a los escaparates y ventanales del resto de los negocios, cuyos oscurecidos cristales les devolvían intermitentemente el reflejo de las luces de las farolas. Dieron la vuelta a la manzana para inspeccionar la parte trasera, donde encontraron una hilera de contenedores y dos coches aparcados. Behr se detuvo un momento para anotar los números de las matrículas. La puerta trasera de la yogurtería se abrió derramando un chorro de luz proveniente del interior. Un hombre diminuto de piel morena salió arrastrando una bolsa de basura de tamaño industrial. Se balanceó, pasando su peso alternativamente de una pierna a la otra para ganar impulso, y luego arrojó la bolsa a un contenedor. El hombre hizo una pausa, se sacudió las manos y se quedó mirando hacia el coche durante un par de largos segundos. Paul se preguntó si Behr saldría para interrogarle. Este, sin embargo, puso el coche en marcha y se alejaron lentamente.

La segunda dirección pertenecía a un minicentro comercial similar al primero. Había un salón de bronceados, un Subway, una tienda de infusiones y comida orgánica, un videoclub clausurado y un salón de belleza. Observaron un rato hasta que Behr se encogió de hombros y siguió conduciendo.

—¿Alguna de estas direcciones tiene algún significado para usted? —le preguntó a Paul, pasándole la lista.

Paul la leyó de arriba abajo.

—Las de las demás calles no, pero si esta de aquí corresponde al edificio que está en el cruce de Shadeland con la Cuarenta y seis, sí que lo conozco —dijo, señalando la cuarta localización de la lista.

Llegaron al tercer centro comercial y Behr circuló lentamente frente a otra hilera de negocios poco llamativos.

—Esa es la segunda consulta pediátrica que vemos —señaló Behr, y el aire pareció detenerse en el interior del coche—. ¿Qué hay en la dirección que conoce?

—Es donde Jamie iba al dentista —respondió Paul.

Behr apretó a fondo el acelerador, incorporando el coche bruscamente al tráfico.

Continuaron visitando el resto de la docena de propiedades, notando que su nivel conjunto de adrenalina aumentaba con cada nueva parada. Todas las propiedades salvo dos incluían prácticas médicas y dentales orientadas principalmente a la infancia o a la familia.

—Frank, tengo el estómago revuelto. Esto no es una coincidencia, ¿verdad? —preguntó Paul.

Behr negó lentamente con la cabeza. Una sensación de entendimiento emanó de su interior incluso mientras echaba el coche a un lado, aparcaba y recogía una gruesa carpeta del asiento trasero.

—He estado investigando la desaparición de otros niños en la zona que encajasen con el perfil. Esta es mi carpeta de casos —explicó Behr.

—¿Está comprobando si algunos de ellos eran pacientes?

—Eso mismo. —Behr fue pasando páginas de informes policiales—. En los últimos tres años se han producido siete casos de chavales desaparecidos en Indianápolis en circunstancias similares a las de Jamie. En realidad fueron nueve, pero dos de ellos aparecieron. Uno fue de visita a un centro comercial al otro lado de la ciudad, se perdió, temía que sus padres fueran a castigarle y permaneció en las calles casi una semana entera antes de volver a casa. Caso cerrado. El otro está muerto, su cuerpo fue descubierto diez días después de la desaparición. Había sido atropellado por un coche y su cuerpo arrastrado hasta una zona boscosa. De nuevo, caso cerrado.

Era la primera vez que Paul oía a Behr hablar durante tanto rato seguido. Behr se puso a redactar una lista con los nombres de los otros siete muchachos.

—Los informes policiales no indican quiénes eran sus médicos y dentistas, ¿verdad? —preguntó Paul.

—Por lo general no, a no ser que haya un motivo —dijo Behr, ojeando por encima los documentos por si acaso—. Y no, en este caso no.

Cerró la carpeta.

—¿Están implicados los médicos?

Behr pareció darle vueltas a la pregunta en la cabeza, como alguien jugando con un viejo cubo de Rubik, antes de responder:

—Hasta ahora no había encontrado ningún punto de contacto entre los chavales desaparecidos. Mi punto de partida ha sido en todo momento que el rapto tuvo que estar relacionado con la ruta de reparto del periódico. Me equivocaba. Mi suposición es que Riggi o alguien que trabaja para él sigue a determinados pacientes hasta sus casas. O espían los registros de las consultas. Puede que accedan a ellas con una llave maestra para obtener nombres y direcciones.

Behr se volvió con la carpeta en la mano y la dejó caer sobre el asiento trasero. Miró la lista que tenía en la mano. Los nombres de siete muchachos, de edades comprendidas entre los once y los catorce años, todos ellos desaparecidos.

—No podemos hacer nada más esta noche —dijo.

—Mierda —suspiró Paul.

—Estaré mañana a las ocho en la consulta del primer médico. ¿Quiere venir?

—Joder, sí —asintió Paul.

Behr entró en la consulta del doctor Milton Howard minutos después de que hubiera abierto y la encontró sumida ya en plena actividad. Madres que llevaban a sus hijos enfermos aguardaban en la sala de espera. Behr había dejado a Paul en el coche, ya que aquella era una de esas tareas en las que la superioridad numérica no siempre es una ayuda. Se acercó a la recepción, donde una atractiva mujer hispana intentaba vérselas a la vez con los registros de los pacientes, el teléfono que no paraba de sonar, su café matutino y los gigantescos pendientes de aro que llevaba puestos. Cuando Behr llegó junto a ella, ni siquiera alzó la mirada.

—Anote el nombre del niño en la hoja de inscripción —instruyó.

—Ya, disculpe —dijo Behr—, ¿cómo se llama?

La mujer le miró.

—Gloria. ¿Qué necesita?

No tenía el tiempo ni la inclinación para sonreír.

—Soy investigador privado —dijo Behr, entregándole una de sus tarjetas—. Tenía la esperanza de conseguir una lista de pacientes de los últimos dos años más o menos.

Sonrió ante lo que, imaginaba, era la probabilidad de que su petición fuese concedida.

—Guapo, ya puede ir pidiendo una orden judicial, o de otro modo no la va a conseguir. ¿Algo más?

—¿Cuál es el momento más tranquilo del día? A lo mejor puedo regresar cuando podamos hablar con un poco más de…

—Cariño, este es el momento más tranquilo —le dijo Gloria—. A partir de ahora solo empeora.

Behr oyó una tos húmeda, miró por encima del hombro y vio una madre con un niño de nariz enrojecida entre los brazos que esperaba tras él.

—¿Un almuerzo?

—¿Con usted? Na-ah, no. Échese a un lado, deje pasar a los pacientes.

Behr se apartó, permitiendo que la mujer apuntase el nombre de su chiquillo. Después se retiró a una pequeña silla de plástico situada junto a una pecera. Behr volvió a inclinarse sobre el mostrador antes de que otras dos mujeres, una con un crío que justo acababa de comenzar a andar, la otra con una hija de unos nueve años, pudieran ponerse a la cola. Gloria suspiró al comprobar que seguía allí.

—A ver qué le parece esto: yo le digo un nombre, usted me dice si ha sido paciente suyo. Y después desaparezco.

Gloria golpeó con una uña sobre el tablero de su mesa. Era larga, probablemente postiza.

—De acuerdo. Venga.

—Aaron Barr.

—No —dijo ella, casi antes de que Behr hubiera terminado de hablar.

Este hizo una pausa, odiando parecer insistente, pero debía preguntarlo.

—¿No sería más pertinente que consultara la lista de pacientes, quizá?

—No. No tengo necesidad. Conozco a nuestros pacientes y tengo buena memoria para los nombres —dijo Gloria tocándose la sien con una de sus lanzas acrílicas.

Behr leyó otros tres nombres antes de dar con el adecuado.

—Adam Greiss.

Gloria asintió, a la vez que sus ojos se ensanchaban y su garganta tragaba con dificultad. Por dura que fuera, se sintió obligada a hablar cuando oyó aquel nombre.

—Solía venir por aquí. Desapareció hará unos dos años. Tenía doce.

Behr notó que el corazón le martilleaba en el pecho.

—¿Alguna vez lo encontraron? ¿Sabe alguna cosa más al respecto?

—No. Fue una cosa muy triste. Extraña. Terrible.

—Ciertamente —se mostró de acuerdo Behr.

—¿Está trabajando en su caso? ¿Buscándolo? —preguntó Gloria.

—Sí. Indirectamente —respondió Behr.

Por detrás de él, otras dos o tres personas se habían sumado a la cola. Pronunció rápidamente los dos últimos nombres, pero no obtuvo resultado alguno.

Paul vio a Behr salir de la consulta del pediatra prácticamente a la carrera. Cuando se aproximó por el lado del pasajero, Paul bajó la ventanilla.

—¿Ha conseguido algo? —preguntó.

Behr asintió.

—Un resultado. Un paciente. Conduzca usted hasta la próxima consulta para que pueda salir de inmediato. Será más rápido.

Paul se deslizó hasta colocarse detrás del volante y puso rumbo hacia la siguiente parada. El coche no iba tan fino como su LeSabre, el cambio de marchas tenía tendencia a resistirse, pero le sorprendió su potencia, de la que se sirvió para llevarles a donde iban a más velocidad de la permitida por la ley.

Esperó en el coche, comido por los nervios, mientras Behr comprobaba sistemáticamente cada una de las consultas. Averiguó que otros cuatro niños desaparecidos habían sido antiguos pacientes de los médicos y dentistas. Un médico, especializado en oncología pediátrica, se negó a dar ningún tipo de información referente a sus pacientes, ni siquiera una confirmación, y amenazó con denunciar a Behr a la policía si seguía insistiendo. Al final del día ambos estaban frenéticos y solo les quedaba una última visita pendiente: la del dentista de Jamie, el doctor Ira Sibarsky. Paul abrió el camino.

—Hola, Karen —le dijo a la recepcionista, que se sentaba ante su ordenador bajo un gigantesco cepillo de dientes colgado de la pared.

—Paul —dijo ella, con sorpresa y consternación en el rostro. Era la expresión de compasión impotente que le mostraban todos aquellos que sabían lo sucedido con Jamie. Si Paul había agradecido alguna vez sus muestras de simpatía, desde luego ahora era incapaz de recordarlo—. ¿Cómo estás?

—Bien, bien. ¿Puedo hablar un minuto con Ira?

Karen asintió y desapareció en la consulta. Paul miró a Behr y ambos esperaron un rato de pie, respirando el olor ligeramente medicinal y mentolado del local. El dentista, un hombre bajito de pelo cano y rizado y nariz redonda de conejo, apareció enseguida en la puerta y les hizo un gesto para que lo siguieran.

El despacho del dentista estaba decorado con colores apagados. Radiografías de dientes y moldes de dentaduras sembraban una maltrecha mesa de madera. Paul recordaba las otras veces que había estado en su consulta, cuando el mayor problema en su vida habían sido un par de caries en la boca de Jamie que necesitaban ser empastadas. Sibarsky se sentó en su gastada silla de oficina y se quitó las gafas.

—¿Qué hay de nuevo, Paul, y…?

—Este es Frank Behr. Es investigador privado y nos está ayudando con el caso de Jamie.

—Oh, entiendo —dijo Sibarsky—. ¿Se sabe algo?

—¿Qué puedes contarnos sobre tu casero? —dijo Paul, reacio a discutir los detalles.

—¿Mi casero? —preguntó el dentista, con expresión preocupada.

—Eso es. Si tuvieras algún motivo para preocuparte te lo diría, Ira —dijo Paul, intentando tranquilizarlo.

—Trabajamos a través de una inmobiliaria, Hemlock Point. No tengo demasiado contacto con ellos. El alquiler me lo traspasó Polly Nosecuantos hace siete años. Es a ella a quien llamo si surge alguna necesidad. Les pago mediante cheque a primeros de cada mes. Una vez tuvimos goteras. Cambiaron el cuarto de baño hará tres o cuatro años. ¿Por qué?

—¿Alguna vez has tratado con Oscar Riggi? —preguntó Paul.

Había aprendido, viendo a Behr, que aquello era un ejercicio de indagación, no una conversación, y como tal lo mejor era no perder tiempo respondiendo a las preguntas de la otra persona. Puede que a Sibarsky aquello le pareciese una grosería, pero a Paul no podía importarle menos.

—No, no creo conocerle. Aunque el nombre me resulta familiar.

—Es el propietario de Hemlock Point. Cuarenta y tantos. Ropa cara. Calvo. Corpulento —describió Paul.

Sibarsky asintió.

—Cierto, cierto. Le he visto. Vino a inspeccionar el nuevo baño después de que lo instalaran.

—¿Ha venido más veces? —preguntó Behr, uniéndose a la conversación por primera vez.

La mirada de Sibarsky giró bruscamente hacia Behr.

—No.

—¿Tiene llave? ¿Podría acceder a la consulta estando cerrada? ¿Alguna vez les han robado o han tenido la sospecha de que sus registros o archivos pudieran haber sido manipulados? —continuó Behr.

—No. No pensarán… —tanteó Sibarsky, cada vez más nervioso ante aquella idea. Vio aquellos dos rostros inexpresivos y se limitó a contestar las preguntas—. Supongo que la inmobiliaria tendrá llaves en caso de emergencia. Nunca he tenido constancia de que entrasen aquí. ¿Creen que está involucrado en…?

—¿Qué hay de otros empleados de Hemlock Point? —le interrumpió Paul.

—¿Alguna vez ha conocido u oído hablar de Tad Ford o Garth Mintz? —añadió Behr.

—No, nunca —dijo Sibarsky, levantando ligeramente las manos de la mesa.

Paul miró de reojo a Behr y la expresión que este le dedicó a su vez le indicó que habían terminado allí.

Mientras se levantaban, los labios de Ira Sibarsky se movieron en silencio un par de segundos antes de decir:

—Yo… todos lamentamos mucho la situación…

Paul le dedicó un brusco asentimiento de agradecimiento y salió por la puerta.

Permanecieron de pie junto al coche, revisando la lista de los lugares que habían visitado, los nombres.

—Queda una última parada —dijo Behr.

—Además de la casa de Riggi —aclaró Paul.

—Eso mismo. —No se trataba de una consulta médica ni de una galería comercial. Era una casa, una propiedad en alquiler en la calle Kellogg—. Esta vez conduzco yo —dijo Behr.

Condujeron hasta los alrededores de Hawthorne, viendo cómo el entorno iba en creciente deterioro cuanto más se acercaban a su destino. Parecía como si una plaga estuviera matando los árboles de Lynhurst. Recorrieron lentamente la calle Kellogg, flanqueada por casas que se esforzaban por conservar la dignidad. La mayoría eran blancas o grises y habían sido pintadas recientemente, pero con capas finas de esmalte barato. Entonces vieron el número 96. Era una casa pintada de un color verde vómito y parecía abandonada. La pintura se había descascarillado y se descolgaba en largos rizos, y el clima había comenzado a atacar la madera. El jardín no estaba cuidado. Si hubiera sido verano, la hierba habría crecido unos treinta centímetros desde el último segado. En aquel momento, era marrón y esmirriada. Había un porche estrecho y combado que conducía hasta una puerta principal carcomida. Behr se pegó al bordillo y aparcó. Observaron la casa en busca de indicios de habitación, de los cuales no encontraron ninguno.

—¿En qué momento involucramos a la policía? —se preguntó Paul en voz alta.

—En algún momento. Pero antes necesito entrar en esa casa, y la policía me lo impediría.

—Entonces ¿vamos a entrar?

—Yo sí.

Behr se echó hacia delante y abrió la guantera. Rebuscó en su interior un momento, bajo los papeles del coche y el seguro, hasta encontrar lo que estaba buscando: dos pequeñas piezas de metal pintado de negro, una retorcida como una broca de taladro, la otra en forma de L, como una llave Allen pero con el extremo plano.

Behr salió, mirando a un lado y otro de la calle en busca de vecinos. No había ninguno a la vista. Paul también salió del coche y siguió a Behr por el par de escalones que conducían al porche. Behr llamó a la puerta, después pegó la oreja contra la madera. Ambos escucharon con atención.

—Nada —dijo Behr, volviendo a bajar y rodeando la casa.

Miraron por las ventanas y vieron cuartos oscuros, prácticamente vacíos de mobiliario o de cualquier otra cosa. Había una puerta lateral con un pomo de metal oxidado. Behr intentó girarlo, pero aunque cedió levemente estaba cerrado con llave. Continuaron avanzando y llegaron hasta las ventanas de lo que debería haber sido un dormitorio trasero. Fueron incapaces de ver el interior, ya que los cristales estaban pintados de negro.

Tras una órbita completa por el exterior, Behr les condujo de regreso hasta la puerta lateral. Apoyó una rodilla en el suelo y enarboló las dos piezas de metal que había sacado de la guantera. Insertó la que parecía una broca en la cerradura del pomo. La meneó ligeramente y después colocó a su lado la que parecía una llave Allen. Durante los siguientes cinco minutos, las manos de Behr trabajaron como si estuviera dirigiendo un concierto en miniatura. Parecía estar progresando. El pomo tembló un par de veces, pero no cedió.

—Solo he podido forzar un perno y hay dos más —dijo Behr, guardándose las herramientas y poniéndose de pie.

—¿La cerradura es demasiado fuerte?

—La cerradura es una auténtica mierda. Pero esta ganzúa y este tensor son demasiado pequeños. Los pernos están demasiado separados en la línea de corte.

—¿Y ahora qué?

—Tosa.

Fue una maniobra principalmente simbólica, pero Paul tosió enérgicamente mientras Behr embestía la puerta con el hombro. La jamba explotó en un géiser de astillas de madera podrida y ambos entraron.

La casa estaba en silencio y casi vacía. La puerta que habían roto conducía a la cocina. Viejos electrodomésticos pintados de verde descansaban sobre un linóleo agrietado que se combaba en las esquinas. Abrieron la nevera, que estaba apagada y completamente vacía. Emitía un ligero aroma a viejos productos lácteos. El horno estaba vacío y llevaba bastante tiempo sin haber sido usado.

De allí pasaron a la sala de estar. Una caja de plástico para botellas de leche era el único mobiliario. En la costrosa moqueta había marcas que mostraban el antiguo emplazamiento de sillas y sofás. Las paredes tenían agujeros de varias formas y tamaños. No había nada que ver en aquella habitación y siguieron avanzando con rapidez, notando crecer en ellos un sentido de inminencia. La casa no tenía sótano, solo un falso altillo que inspeccionaron antes de seguir por un corto pasillo.

Al final del mismo, encontraron dos dormitorios separados por un cuarto de baño. Uno de los dormitorios tenía una moqueta vieja, marrón y despeluzada, y persianas enrollables en las ventanas. Tanto la habitación como sus armarios estaban vacíos; también el otro dormitorio, que ni siquiera tenía moqueta. Resultaba difícil captar los detalles debido a la oscuridad preservada por las ventanas pintadas de negro que habían visto desde fuera. Se pegaron a las ventanas y encontraron varios y profundos agujeros para tornillos en los antepechos. Behr les pasó un dedo por encima, preguntándose qué función habrían cumplido exactamente. Paul arrastró un pie sobre el suelo, barriendo varios envoltorios arrugados de diversas cadenas de comida rápida. Dieron una vuelta, escudriñando la zona, inspeccionando los armarios vacíos, después pasaron al cuarto de baño.

El baño estaba tan sucio como vacío, a excepción de una sola cosa: sobre el suelo de azulejos llenos de manchas, frente al retrete, había un ejemplar del Star abierto por la sección deportiva. Estaba empapado debido a una pequeña filtración en la base del retrete. Behr se arrodilló y lo observó. Las letras se habían hinchado y desdibujado debido al efecto del agua. Levantó el periódico a regañadientes, notando el peso de las páginas empapadas, y comprobó la fecha.

—¿Veinticuatro de octubre? —dijo Paul en voz alta.

Behr asintió con la cabeza, después dejó con cuidado el periódico sobre la tapa del inodoro y lo dobló para inspeccionar la portada en busca del nombre y dirección del suscriptor. Pero la esquina superior derecha de la página había sido arrancada.