Carol pegó el rostro al dorado granulado de la madera del suelo en el centro Samadhi Yoga mientras yacía sobre el estómago para después arquearse en una bhujangasana, la postura de la cobra. Una música india —armonio, crótalos y sitar— flotaba en el aire junto a un ligero aroma a incienso de sándalo. Carol temía lo que venía a continuación y se esforzó por no anticiparse, intentando permanecer en el momento. Oyó la voz de la monitora, relajante, alentadora, guiando a la clase a través de una U invertida hacia la postura de la paloma. Carol extendió la pierna derecha doblada por delante de su cuerpo e hinchó el pecho como un ave. Aguantó un momento antes de caer hacia el suelo y abrir las caderas. Delante de ella, una estudiante avanzada adoptó la eka pada rajakapotasana, la pose de la paloma real, alzando y doblando la pierna izquierda hasta tocarse la nuca con la planta del pie. Carol no podía ni imaginar la flexibilidad que debía de ser necesaria para conseguir aquello, sobre todo teniendo en cuenta que la postura preparatoria en la que se encontraba ella ya inundaba su cuerpo con un dolor cercano a lo insoportable. Las antiguas heridas de su pelvis, que se había ensanchado para dar a luz a Jamie, comenzaron a abrirse.
Había comenzado a ir a yoga hacía dos años, aunque difícilmente podía considerarse una estudiante devota. Después, tras la desaparición de Jamie, había dejado de ir por completo hasta hacía un par de meses, cuando, en la cola para la caja del supermercado, había visto una revista de yoga en cuya portada aparecía una modelo en postura de estiramiento lateral en extensión. La imagen despertó algo en su interior y la llevó de vuelta a la esterilla. Ahora practicaba cinco días a la semana y sentía que iba recuperando cierta estabilidad física a través de los movimientos y la respiración concentrada. Al principio, durante muchos meses, y todavía ahora incluso, la relajación de la mente, el silencio, le resultaban aterradores. Recuerdos de sonidos e imágenes, el rostro de Jamie, su risa y su sonrisa, irrumpían en su mente cuando se hallaba completamente indefensa en plena clase. La agonía era profunda. Allí donde sus nervios emocionales habían muerto, comenzaron a rebrotar las sensaciones. Había hallado, momento a momento, respiración tras respiración, una manera de no renunciar. Continuó acudiendo al centro, desplegando la esterilla y tumbándose antes de que empezara la clase, participando en silencio y después enrollando la esterilla sin decirles ni una sola palabra a los demás estudiantes o a la monitora. Había progresado, pero todavía quedaban obstáculos que impedían que su cuerpo se abriera por completo y Carol se preguntaba si algún día lograría desarrollar la seguridad y habilidad que demostraban otros en clase. La voz de la monitora volvió a sonar, espoleándoles:
—Respirad hondo y difuminad vuestros contornos ante el vasto mar de la gracia divina que os rodea.
Carol miró de reojo a su izquierda, intentando vaciar la mente, y vio la enorme estatua de latón de Shivá bailando. El dios se alzaba bajo un arco llameante, apoyando el pie derecho sobre la espalda de una figura enana que personificaba la ilusión y la ignorancia. Carol había aprendido todo aquello hacía meses en un seminario sobre meditación. Shivá tenía dos pares de brazos y en una de las manos derechas sostenía el pequeño tambor con el que marcaba el ritmo del universo y la creación, mientras que la llama en una de sus manos izquierdas representaba el fuego, la destrucción y la purificación de todo lo mundano y temporal.
Carol alzó la mirada hacia la cabeza del dios, concentrándose en su tercer ojo en mitad de la frente, centro de omnisciencia, y de repente su músculo iliopsoas cedió y a continuación los glúteos y los isquiotibiales se abrieron. Experimentó lo que parecía una oleada de líquido cálido que le fluía por las caderas. Su torso quedó perfectamente erguido y Carol se fundió con el suelo, bajando mucho más de lo que jamás habría imaginado posible. Ahora hasta la última de sus células le estaba hablando mientras experimentaba un raudal de profunda emoción que emanaba de sus caderas. El dolor del parto y todas las enfermedades, temores y decepciones que Jamie había afrontado en su vida cayeron sobre ella como una ola. También una explosión de júbilo por su maternidad y la agonía de la pérdida; todo parecía brotar del centro de equilibrio de su ser. Abrumada, Carol notó que se le encogía el estómago y comenzó a sollozar en silencio. Había oído decir que cuando una se hallaba completamente inmersa en la práctica del yoga era posible alcanzar aquella conexión entre las emociones y el cuerpo, pero nunca había imaginado que alguna vez fuera a verse llorando en clase. Pero finalmente el tierno dolor fue de tal magnitud que no pudo, ni siquiera quiso, interponerse más tiempo en su camino. Simplemente fluyó.
Paul sabía que si iba a casa a cambiarse se encontraría con Carol. No era lo más oportuno, pero debía hacerlo. Había comenzado a sudar tan pronto como Behr y él habían entrado en la cárcel y para cuando salieron estaba empapado, calado. Necesitaba limpiarse la suciedad de aquel día y Behr necesitaba tiempo para recopilar información acerca del nombre que habían obtenido antes de volver a reunirse para ir en busca del tal Oscar Riggi. Paul flexionó las manos hinchadas y giró las muñecas. Aquel día había aprendido un par de cosas que le costaría olvidar sobre cómo golpear a un hombre. La distancia era el enemigo. Los puñetazos cortos el camino. Se sentía como si llevara puestos unos guantes rígidos, demasiadas tallas demasiado pequeñas, de tan doloridas como sentía las muñecas y las manos. Por mal que hubiera estado, asestar aquellos golpes le había aportado cierto grado de satisfacción. Tendría que agradecérselo a Behr.
Carol regresó de clase a eso del mediodía y se dio cuenta de que Paul estaba en casa. Cuando aquella mañana había visto que ni se ponía el traje ni iba a trabajar, se convenció de que estaba teniendo una aventura. Tampoco le sorprendió que así fuera, teniendo en cuenta el estado de su vida en común; más bien le sorprendía que hubiera tardado tanto en hacerlo. Llevaba casi dos semanas pasando la mayoría de las noches fuera, sin dar explicaciones. Por su parte, Carol tampoco se las había pedido. Parecía que Paul ni siquiera se estuviera molestando en ocultárselo. Aquello la hirió en un lugar que Carol ignoraba que todavía fuera capaz de sentir. Era un dolor nuevo para ella; no del todo desagradable, pero más bien irritante. Subió a la primera planta, esperando encontrarle acompañado y preguntándose qué debería hacer al respecto. Apenas si tenía la indignación o la energía suficientes para montar una escena. Pero Paul estaba a solas en el dormitorio. Acababa de darse una ducha y se dirigió hacia el armario para vestirse, mostrándose poco comunicativo. Carol estaba sentada sobre el borde de la cama cuando recibió la siguiente sorpresa: las manos de Paul.
Partiendo de ellas, rojas e hinchadas, Carol fue paseando la mirada por el cuerpo de su esposo hacia su cintura envuelta en una toalla, por encima de su torso desnudo hasta llegar al rostro.
—¿Has estado boxeando otra vez? —preguntó.
Por lo que ella sabía, el pesado saco llevaba algún tiempo colgando intacto en el garaje.
Paul no le devolvió la mirada.
—Sí. Eso mismo.
Paul abrió el armario y se vistió. Los ojos de Carol estaban despejados e identificó la mentira de inmediato.
«Aquí pasa algo», pensó, pero no sabía qué.
Paul salió del cuarto y bajó las escaleras. Carol le oyó preparar algo en la cocina. Al cabo de un momento sonó un claxon. La puerta de entrada se abrió y volvió a cerrarse detrás de Paul. Carol notó que la casa quedaba vacía. Se acercó a la ventana a tiempo de verle cruzar el patio con dos sándwiches en la mano y montarse en el coche de Frank Behr. Después ambos se marcharon juntos. «Aquí pasa algo», repitió Carol en su cabeza.
«Oh, amado Jesús, manso Cordero de Dios, a pesar de ser yo una criatura miserable y pecadora —recitaba Oscar Riggi, arrodillado bajo la polvorienta luz de la iglesia de St. Francis—, te adoro y venero la Llaga causada por el peso de vuestra Cruz, que abriendo vuestras carnes desnudó los huesos de vuestro Hombro Sagrado y de la cual vuestra Madre dolorosa tanto se compadeció». La iglesia olía a olíbano rancio, un olor que lo transportaba de regreso a su juventud, a las largas horas que había pasado como monaguillo. En el transcurso de aquellas interminables y repetitivas mañanas la misa había pasado a ser una rutina para él, y hoy día era únicamente la costumbre lo que le seguía llevando al culto. Aunque pronunciaba las palabras, estas habían dejado de tener cualquier tipo de conexión con su significado. De hecho, ya ni las palabras recordaba. Se había alejado de la Iglesia más que nunca. «También yo, oh carísimo Jesús, me compadezco de Vos y desde el fondo de mi corazón te glorifico, te agradezco por esta Llaga dolorosa de vuestro Hombro…»
Mientras alzaba la mirada hacia el Cristo de negro metal que pendía crucificado frente a él, Riggi imaginó sus caras: las de los niños, alegres e inocentes. Solo podía imaginarlas, ya que nunca había visto con sus propios ojos a ninguno de ellos, ni siquiera después de que hubieran caído en su poder. Se preguntaba ociosamente si, sin saberlo, alguna vez habría visto de pasada a alguno de ellos antes. Intentó calcular su número, después de tanto tiempo, pero fue incapaz. Hacía doce años que había empezado y trabajaba en tres ciudades, de modo que no habían sido pocos. Tenía registros encriptados que contenían la respuesta, así como la contabilidad generada por el negocio, pero hacía mucho, mucho tiempo que no los consultaba. «… por los sufrimientos que padeciste y que aumentaron el enorme peso de vuestra Cruz, ruégote con mucha humildad ten piedad de mí, pobre criatura pecadora, perdonad mis pecados y conducidme al cielo por el camino de la Cruz. Amén». La antigua cadencia de la oración llegó a su fin en su cabeza.
Riggi se levantó y notó que la sangre volvía a fluir por sus rodillas. No conseguía organizar sus ideas y la falta de concentración era la marca de un mal gestor. Tad Ford estaba muerto. Su hombre de confianza, Rooster, no daba señales de vida. Su negocio estaba «sin cadena», y no de la manera en que los negros utilizaban dicha expresión, para describir algo increíblemente bueno, sino de manera literal: la maquinaria que tan cuidadosamente había puesto en marcha había dejado de girar. Cuando Tad se despidió hacía un par de meses, solo lo consideró un contratiempo menor. De todos modos el tipo era medio idiota, un burro que meramente obedecía órdenes, pero sustituirle había demostrado ser una tarea sorprendentemente complicada. Después, Ford se convirtió directamente en un riesgo y había tenido que desaparecer. Era el primer asesinato que ordenaba Riggi. La única otra muerte de la que era responsable había acontecido hacía diez años, cuando ordenó una paliza que se les fue de las manos. Ahora había tenido que cerrar la oficina, dándole a todo el mundo sus dos semanas de paga para contener la situación. En cuanto a cambiar de esbirros, Riggi conocía a cantidad de jóvenes dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa a cambio de un fajo de billetes en efectivo. Dos tipos en concreto, Wenck y Gilley, que trabajaban como equipo, habían demostrado ser capaces de robar unos cuantos coches y deshacerse de otros, pero Riggi tuvo dudas a la hora de plantearles la posibilidad de realizar una entrega. Quizá se estaba haciendo demasiado mayor y demasiado precavido, pero siempre había hecho caso de sus instintos y a su vez estos le hablaban de manera inequívoca y prácticamente audible. Últimamente le gritaban «Espera». Los tacones de sus zapatos resonaron sobre el suelo de piedra mientras se dirigía hacia la puerta, haciendo una pausa para persignarse frente a la pila de agua bendita.
En el exterior, el ambiente era frío y acerado. Riggi se abotonó el abrigo de cachemira y se ajustó la bufanda de seda alrededor de la garganta para protegerse del viento. El invierno parecía interminable y deseaba marcharse a las Bahamas, a Isla Paraíso. Sus articulaciones anhelaban un clima cálido y húmedo. Imaginó un masaje en la playa, bebidas tropicales y una visita rápida al casino por la noche, fumando uno de aquellos puros habanos que tanto abundaban allá abajo. Podía llamar a su agencia de viajes y marcharse dos o tres días. Solo tendría que decidir a qué jovencita llevarse de acompañante. Podía permitírselo, seguía recibiendo jugosos ingresos gracias al alquiler de sus propiedades inmobiliarias, pero simplemente no parecía el momento indicado. Su ética laboral era tal que, cuando las cosas se torcían, su primera reacción era hacer de tripas corazón y esforzarse al máximo hasta que volvieran a funcionar debidamente. Por supuesto, cuando los negocios iban viento en popa, experimentaba la necesidad de aprovechar la ventaja y se mostraba reacio a interrumpir la racha con algo tan indulgente como unas vacaciones. El resultado era una tensión acumulada que en aquel momento le estaba pasando factura. Era un adicto al trabajo y lo sabía. Se metió en su coche, notando el asiento de piel frío como una losa de mármol, y puso en marcha el motor. Salió del aparcamiento y se dirigió hacia su despacho como en piloto automático.
—Por ahora he localizado dos direcciones a nombre del tal Riggi. Una oficina y una residencia —dijo Behr cuando Paul se montó en el coche. Quemó algo de goma al arrancar y puso rumbo al otro extremo de la ciudad—. Tiene una inmobiliaria, legal por lo que he podido averiguar. Vive en Heatherstone, en Carmel.
—Eso es que le van bien las cosas —dijo Paul, tendiéndole a Behr un sándwich.
—Sí. Mi sugerencia es que lo intentemos primero en la oficina.
Se terminaron el sándwich de pavo con queso Muenster de camino al pequeño edificio de falso estilo Tudor que albergaba las oficinas de la inmobiliaria Hemlock Point. Una vez allí, se aproximaron a la gruesa puerta marrón de madera, que estaba cerrada con llave. Escudriñaron a través del pequeño cuadrado de cristal de la puerta. Vieron una sala principal que contenía tres mesas, con sus respectivos ordenadores y toda una colección de catálogos, en aquel momento desocupadas. De hecho todo el local, incluyendo la sala de espera y lo que alcanzaron a ver de un par de despachos al fondo, estaba vacío.
—Es mediodía. Puede que hayan salido a comer.
—Puede que hayan cerrado por hoy. O del todo.
—Sí.
No había cartel alguno que informara en un sentido u otro.
Regresaron juntos al coche y se sentaron en el interior con el motor apagado, tal como le habían enseñado a Behr, creando nubes de aliento en el aire frío.
—Podríamos ir a inspeccionar su casa, pero lo mismo nos lo cruzamos o lo perdemos. Mi sugerencia es que dediquemos un par de horas a esperar.
Paul asintió para mostrar su acuerdo.
Siguieron sentados en atento silencio durante un cuarto de hora, evitando escrupulosamente hacer la más mínima alusión a los sucesos de aquella mañana. Las metódicas flexiones y frotamientos que se aplicaba Paul en las manos eran el único recordatorio tangible de lo sucedido. Entonces Behr habló.
—He corrido un riesgo llevándole a la prisión del condado. Mucha gente se habría quedado acogotada —Behr se llevó una mano a la garganta en gesto de estrangulamiento—, pero lo ha hecho bien.
—Si mucha gente se habría quedado acogotada, ¿por qué ha corrido el riesgo de llevarme? —preguntó Paul.
—Usted no es como la mayoría.
Paul asintió agradecido.
—Tampoco usted, Frank.
Volvieron a quedarse en silencio y vigilaron mientras el mediodía daba paso a la primera hora de la tarde. No transcurrió mucho tiempo antes de que la respiración de Paul se hiciera más profunda. Sus párpados comenzaron a aletear y se sumió en un sueño ligero.
Paul sintió que tenía los huesos de goma. Su mente flotaba liberada en un lugar carente de pensamientos. Una oscuridad dorada lo rodeaba. Se descubrió caminando por una playa de arena fina. Era Destin, Florida. Habían ido allí como familia hacía tres años, a pasar las vacaciones de Pascua, pero ahora Paul estaba solo, en un tiempo al margen del tiempo. Un paravelista pasó volando por encima de él, arrastrado por una lancha, su silueta completamente negra en contraste con el cielo. Cuando el paracaídas terminó de pasar, el sol cayó cegador sobre los ojos de Paul. Este no apartó la mirada. Notó que sus plomizas pisadas eran absorbidas por la arena, que tiraba de sus pies hacia abajo. Sabía que estaba cabeceando, soñando, pero las imágenes eran más reales que cualquier realidad que hubiera conocido jamás. Siguió caminando y de pronto vislumbró la silueta de su esposa. Llevaba un traje de baño, su cuerpo era joven y firme. Los ojos de Paul descendieron por su brazo con dolorosa lentitud. La mano de Carol sostenía la manita de un chiquillo, Jamie. Los pies de su hijo se movieron en una danza juvenil, como la de un potro, hundiéndose en la arena hasta los tobillos. Paul caminó más deprisa, notando las piernas increíblemente pesadas. Aun así, ganó terreno, acercándose un paso, dos pasos. De repente, las manos de su esposa y de su hijo se soltaron. Jamie salió corriendo, ágil, libre. Paul supo que sería incapaz de llegar hasta él. Sus piernas eran de goma. Pero Jamie no estaba huyendo; se volvió hacia ellos desde la distancia, como solía hacer cuando era niño y exploraba los límites de su independencia, deseando en cualquier caso asegurarse de que sus padres seguían allí. La mente consciente de Paul intervino para preguntarse con total claridad si aquello no era más que un sueño o si estaba siendo visitado por el espíritu de su hijo muerto.
Sus ojos se abrieron bruscamente y volvió a encontrarse en el interior del frío coche. No tuvo tiempo ni de regodearse en la visión ni de lamentarla, puesto que un hombre que acababa de salir de un reluciente sedán se dirigía hacia el edificio estilo Tudor. Paul lo miró y vio con la penetrante y fugaz claridad que aportan los lindes de la conciencia; si creía haber afrontado una difícil y desagradable realidad del mundo aquella mañana en la cárcel, una mirada a través del parabrisas le bastó para darse cuenta de que existían capas sobre capas de suciedad y maldad… y que no había hecho más que raspar la superficie.
Behr ya había sacado medio cuerpo del coche cuando Paul alargó la mano hacia el tirador de la puerta.
—Eh, señor Riggi, ¿qué tal? —Los ojos del hombre del abrigo caro se volvieron hacia Behr, revelándole que no se había equivocado de persona—. Estamos interesados en una propiedad que…
—No es verdad —dijo Riggi, deteniéndose y cuadrándose, desestimando de inmediato el pequeño pretexto de Behr—. ¿Qué quieren?
—Tiene razón, no tiene nada que ver con sus propiedades. Tiene que ver con su negocio al margen…
—¿Negocio al margen? No. Soy agente inmobiliario. Si no es sobre inmuebles, no tenemos nada de lo que hablar. Lo lamento pero no puedo ayudarles.
—Hemos hablado con uno de sus socios, un tipo desagradable en un sitio desagradable. Él dice lo contrario.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Garth Mintz.
Behr vio que a Riggi le temblaba la mandíbula y su rostro adquirió un tono algo más blanquecino de lo justificado por el frío.
—No tengo ningún socio con ese nombre. ¿Qué quieren?
—Sí que lo tiene.
—¿Qué es, exactamente, lo que quieren? Es la última vez que se lo pregunto.
Behr se dio cuenta de que habían alcanzado un punto en el que no podía hacer otra cosa más que lanzarse de cabeza.
—Hemos venido para hablar de un muchacho llamado Jamie Gabriel que desapareció hace un tiempo.
Cosas sorprendentes sucedieron en el rostro de Riggi. Varias emociones complejas comenzaron a manifestarse antes de verse sometidas y controladas sin que ninguna de ellas pudiera llegar a florecer por completo. El efecto último fue una suerte de expresión vacante que no revelaba nada. Aquel tipo era más difícil de interpretar que una Biblia china. Behr fue consciente de que estaba presenciando un engaño de nivel superior. Necesitaría horas con aquel tipo, en un entorno controlado, aplicando toda una amplia gama de técnicas de interrogatorio, si pretendía poder estar seguro de obtener alguna respuesta sincera. Cuando Riggi habló, su tono de voz sonó equilibrado y relajado.
—Nunca había oído ese nombre. Tampoco sé nada al respecto. Si el tal Mintz ha dicho lo contrario, creo que debería cantarle las cuarenta por ello. ¿Dónde está?
Behr respetó el intento del tipo por convertir el interrogatorio en una manera de obtener información a su vez.
—No se preocupe por eso —replicó.
El pecho de Riggi prácticamente se hinchó bajo el abrigo mientras pronunciaba su siguiente pregunta, a pesar de que el tono de voz permaneció inalterable.
—¿Quién es usted, entonces? Ya sabe, en caso de que se me ocurra algo que pueda servirle de ayuda, para que pueda comunicárselo.
Behr aprovechó la escasa distancia entre ambos para estudiar los ojos de Riggi. Eran porcinos, negros y fríos, pero inteligentes. Después metió la mano en el bolsillo y extrajo una tarjeta de visita. Fue una maniobra astuta por parte de Riggi: había puesto a Behr en una posición en la que debía proporcionar información sobre sí mismo.
—Tenga.
Behr le tendió la tarjeta. Riggi la miró por encima.
—De acuerdo, señor Behr. —A continuación los ojos de Riggi se desviaron hacia Paul—. ¿Y cómo puedo ponerme en contacto con usted, don Silencioso?
Behr respondió por él.
—Don Silencioso es mi socio. No tiene tarjeta. Puede contactar con él a través de mí.
Riggi asintió como si la respuesta le hubiese dicho mucho más de lo que parecían indicar las palabras.
—Ya veo. —Se guardó la tarjeta de visita e hizo ademán de seguir camino hacia su oficina—. Ahora me marcho. Si alguna vez tienen pensado volver, les sugiero que llamen para pedir cita antes.
—Eso haremos —dijo Behr, devolviendo la mirada de Riggi.
El hombre que tenía ante él no era ningún pervertido en conflicto con sus deseos. Era un hombre organizado, un hombre de negocios. Si a Behr le había parecido hallarse en presencia del mal en la sala de interrogatorios de la cárcel del condado, supo que ahora acababa de encontrarse con una versión mucho más evolucionada.
Riggi estaba sentado a oscuras en su oficina vacía. Había cerrado la puerta con llave y había echado las persianas. Tenía una botella de Lagavulin al alcance de una mano y la tarjeta de visita en la otra. FRANK BEHR, SERVICIO DE INVESTIGACIÓN. Había un número de teléfono fijo, otro de móvil y otro de fax. Toda la información que podía necesitar. Riggi había sabido que aquel tipo representaba malas noticias tan pronto como el muy cabrón y su amigo el mudo lo habían abordado. Y ahora, un par de horas más tarde, tras haber reflexionado pausada y cuidadosamente, estaba convencido de que Behr tenía que ser el mismo individuo que le había apretado las tuercas a Tad Ford. Ciertamente tenía la envergadura apropiada para ello y debía de haber obtenido información suficiente para llevarle hasta su puerta. Riggi había asumido —o quizá se había dejado llevar por la esperanza— que Tad no habría llegado a revelar ningún detalle la noche que fue interrogado, que no había tenido tiempo para ello antes de desaparecer. Medio se había obligado a convencerse de que ese había sido el caso, viendo que el tiempo iba pasando sin que el incidente hubiera tenido mayores consecuencias. Pero ahora se daba cuenta de que había estado equivocado. Se había engañado a sí mismo. Creer lo que deseaba creer en vez de ver la realidad que tenía frente a los ojos no era manera de trabajar para un hombre serio. Riggi había leído un artículo en el periódico acerca de una agente de policía que había recibido una paliza. La policía no había hecho público el nombre del asaltante. Riggi podía adivinarlo. O eso, o Tad había dicho lo suficiente como para que Behr llegase hasta Rooster y el detective había encontrado una manera de hacerle hablar. Riggi le dio un trago a su escocés para ahuyentar el escalofrío provocado por aquel pensamiento. Ahora toda la presión recaía sobre él. Aquello no le gustaba ni un pelo. Había llegado el momento de prepararse para la guerra.
Alargó el brazo, cogió el teléfono y marcó.
—¿Wenck? —dijo—. Oscar. ¿Está Gilley contigo? Bien. Ha llegado el momento de ponerse a trabajar.