23

«No aflojes», se azuzó Behr a primera hora de la mañana del viernes mientras realizaba la primera ascensión a Saddle Hill con su mochila cargada de sal y libros. Había pasado media semana intentando averiguar el nombre real de Rooster, una dirección o una lista de asociados habituales. Sus esfuerzos habían obtenido el mismo resultado que un cubo en un pozo seco. Había compartido su pesquisa con amigos y conocidos por toda la ciudad y se preguntaba cuál de ellos sería el primero en averiguar algo. Siguió cargando con Paul varias horas cada noche y juntos habían recorrido los bares de Hawthorne, donde beben los criminales en libertad condicional y los futuros convictos, y también los del distrito oeste, donde solo podían sentirse seguros porque Behr había patrullado por allí en otro tiempo; incluso así, prefirió no demorar demasiado su estancia. No habían obtenido resultado alguno y Behr consideró que la única conclusión posible era que el tal Rooster era un tipo reservado. Estuvo a punto de rogarle a Paul que dejase de acompañarle tras el primer par de noches, pues le incomodaba tener a su empleador presenciando de primera mano sus continuos fracasos. Entonces, mientras lo estaba dejando en su casa, Paul se volvió hacia él y le dio las gracias.

—Me doy cuenta de lo mucho que se está esforzando, Frank. Sé que está haciendo todo lo posible. Le veré mañana.

Aquel reconocimiento significó para Behr más de lo que le habría gustado reconocer. Se dio cuenta de que no le importaba tener a Paul de acompañante. Más aún, en ocasiones le agradaba. Incluso aunque no hablaran, simplemente tener a alguien a su lado atemperaba la sensación de aislamiento del trabajo. También se dio cuenta de que, aunque al principio su única motivación había sido hallar al muchacho, un par de semanas junto a Paul consiguieron que Behr deseara obtener algún resultado por aquel padre leal, para que al menos pudiera conocer algún tipo de paz.

«No aflojes», se azuzó nuevamente Behr en su segunda y tercera ascensión a la colina. La mayoría de los hombres, pensó Behr mientras descendía, se entregaba al consumo habitual de algún tipo de información; para algunos era el mercado de valores o las estadísticas de béisbol, para otros los resultados de las carreras de caballos; los había que incluso recurrían al canal meteorológico. Sopesaban los datos y consideraban sus ramificaciones en un estudio tranquilo, casi talmúdico. El resultado era el aprendizaje de datos concretos y en ocasiones el desarrollo de cierta capacidad para vislumbrar patrones y la comprensión de un mundo complejo más allá de los números. El vicio de Behr no tenía nada que ver con las ligas ni los deportes, sino con los informes de arrestos semanales: la suma de todas las detenciones policiales realizadas, sus localizaciones y los detalles pertinentes. Cuando estaba en el cuerpo solía leer los resúmenes a diario, creándose un cúmulo de conocimientos propios y acrecentando su intuición acerca del modo en que funcionaba la ciudad, acumulando pistas para la detección del crimen como un ordenador movido por el instinto. Ahora la lectura diaria le resultaba poco práctica y tampoco tenía demasiado sentido, pero no había sido capaz de renunciar por completo a su costumbre. Tenía un colega, un policía joven llamado Mike Carriero, que una vez por semana le enviaba un fax que procedía a cribar como un médium. Cada vez que lo hacía volvía a sentirse conectado con la oscura telaraña del crimen en la ciudad, mientras reflexionaba sobre la posible relación entre un robo de coches en la zona norte, detenciones por conducción en estado de ebriedad en la I-74 y un altercado doméstico en el parque de caravanas de Stringtown. Sin embargo, durante el tiempo que llevaba trabajando en el caso de los Gabriel, no había visto en los informes nada que pareciese tener la más mínima conexión. Aparte del asesinato de Ford, solo el cadáver del parque —que rápidamente había demostrado no tener relación alguna— y una paliza recibida hacía poco por una agente de tráfico habían captado la atención de la prensa.

«No aflojes», se azuzó Behr mientras ascendía la colina por tercera y cuarta vez. Ahora se refería exclusivamente a la carrera. Las reflexiones sobre el caso lo abandonaron momentáneamente mientras los pulmones le ardían, sus piernas echaban chispas y Behr intentaba reunir la fuerza de voluntad necesaria para continuar. Al margen de cuántos años entrenara y del nivel de forma física que alcanzara, la pregunta nunca desaparecía del todo: ¿seré capaz de seguir? Debía enfrentarse nuevamente a ella cada vez que se ejercitaba. Tras llegar a la cúspide de la colina por sexta vez, se detuvo. No porque la respuesta a su pregunta fuese «No» en esta ocasión, sino porque Terry Cottrell estaba allí esperándolo. Behr lo saludó mediante un asentimiento de cabeza y a continuación se dobló sobre sí mismo para inspirar bocanadas de aire durante un minuto. Cuando al fin fue capaz de hacerlo, se irguió con un interrogante en el rostro.

—Anoche averigüé una cosa, grandullón —dijo Terry sin demasiado entusiasmo en la voz ni en la mirada, lo cual no era una sorpresa teniendo en cuenta que Behr le había dado un par de pistas sobre el tipo de caso en el que estaba trabajando—. Tenía que decírtela en persona, cara a cara.

—Sabes que puedes encontrarme en Donohue’s.

—No es un garito en el que me vaya a sentir bien recibido.

—Vamos, Terry, no pasa nada, y tampoco eres tímido.

—Da igual, colega. El caso es que puede que haya averiguado el apellido de ese tipo que se hace llamar Rooster. Es Mintz —dijo Terry. El apellido tenía algo que a Behr le resultó terriblemente familiar—. Y no sé dónde está, pero me he enterado de a qué se dedica.

Cottrell dejó de hablar. Como no era proclive a las pausas dramáticas, al parecer simplemente se descubrió incapaz de decir el resto.

Behr aguardó sudoroso, con el corazón palpitante.

—Dímelo de una vez, Terry. No me obligues a sacártelo a golpes, coño.

El rostro de Cottrell se tornó más serio.

—El tipo es un adiestrador. También se les conoce como «rompedores». —Sus palabras hicieron que el sudor de Behr pasara a ser frío—. Lo siento, tío.

Behr ya se estaba desabrochando el cinturón de la mochila y quitándose los tirantes. El impacto del pesado fardo al golpear el suelo silenció su «Gracias». Behr regresó corriendo a casa. Sabía dónde había visto aquel nombre.

—Tiene que tomarse el día libre —le dijo Behr cuando le llamó a las siete y cuarto—. O por lo menos la mañana, si es que consigo organizarlo todo antes. Necesito que me acompañe.

Paul prácticamente pudo oír el cerebro de Behr maquinando al otro lado de la línea.

—De acuerdo —dijo Paul, tomando nota mental de las citas que debería cambiar de fecha o anular.

—Y vístase como suele vestirse cuando salimos a investigar. No aparezca con traje.

—Está bien. ¿Adónde vamos a ir?

Por un momento Behr no respondió. Paul escuchó su respiración, lenta y mesurada.

—A la cárcel del condado de Marion.

Behr colgó.

Paul no había esperado aquella respuesta, igual que jamás habría esperado ir de visita a la cárcel. Se hallaba de pie frente a su casa, vestido con pantalones militares, zapatillas de correr, suéter y anorak. No sabía lo que se avecinaba, solo que era inusual e importante. Aquello al menos había quedado claro a partir del tono de Behr. Supuso que la persona a la que iban a visitar debía de saber algo acerca de Jamie e intentó mantener a raya sus esperanzas. Algo que le resultaba sorprendentemente fácil ahora que había visto lo que se ocultaba por detrás de sus peores temores en mitad de la noche. La realidad que se burlaba de él desde la oscuridad, arrancando la carne de los huesos de sus esperanzas y chupando el tuétano de todos los planes que había concebido para su vida.

Behr llegó en su coche y Paul se montó. El interior del vehículo era poco acogedor, y Paul notó el asiento de cuero frío y rígido bajo su cuerpo. Behr seguía teniendo el pelo húmedo, a pesar de que su casa quedaba a más de media hora en coche de allí. Vestía vaqueros, botas de trabajo y una camiseta térmica que se ajustaba como una segunda piel a sus antebrazos. Paul guardó silencio durante el trayecto. La mente de Behr estaba en otra parte, así que en realidad no tenía a nadie con quien hablar. Finalmente, Behr se volvió hacia él y dijo:

—El verdadero nombre de Rooster es Garth Mintz.

—¿Esto tiene que ver con Rooster? —preguntó Paul, notando que la esperanza afloraba en su pecho.

—Sí, así es —dijo Behr.

Paul se devanó los sesos siguiendo las ramificaciones de aquella noticia. Recorrieron un par de kilómetros y llegaron al centro antes de que hablase de nuevo.

—¿Cuál es su papel en todo esto? —preguntó.

Las manos de Behr aferraron con fuerza el volante, sus ojos no abandonaron la carretera.

—En el tráfico de niños, la docilidad es una de las necesidades básicas. Por motivos evidentes. A menudo se usan drogas. Pero a largo plazo tienen efectos secundarios —dijo Behr en un tono extrañamente académico—. Otro método es enviar a un adulto que… comete… actos… hasta que apenas queda voluntad alguna ni ganas de resistirse. Los llaman «rompedores». A eso se dedica Rooster.

Paul sintió como si le hubieran atravesado el pecho y lo hubieran clavado al asiento del coche con un clavo de ferrocarril.

—Pero ¿no sabemos si alguna vez tuvo algo que ver con Jamie?

Paul oyó el terrible tono de súplica en su voz.

—No, no lo sabemos.

Las vistas y sonidos se tornaron amortiguados y acuosos mientras recorrían la calle Alabama, dejando atrás la prisión de piedra clara. Siguieron dando vueltas en círculo alrededor de aquella fortaleza por calles de una sola dirección durante un buen rato —Paul perdió la noción del tiempo— hasta que finalmente encontraron un hueco para aparcar. Paul se preguntó si estaba sufriendo algún tipo de conmoción o si en realidad era más consciente de los detalles que de costumbre y aquel era el modo en que se experimentaban los momentos de lucidez extrema.

Penetraron en el edificio por la entrada de servicio de la calle Delaware. Les abrió la puerta un hombre con uniforme de custodio, y un olor fuerte, desconocido y desagradable golpeó a Paul con fuerza. Este siguió a Behr y sus zapatos rechinaron suavemente sobre el encerado suelo de linóleo. Atravesaron una puerta que daba a una zona para empleados, en la que Behr entró sin preámbulos para estrechar la mano y después compartir un abrazo y varias palmadas en la espalda con un caballero mayor que tenía el pelo plateado como el acero y lustroso con brillantina, que desprendía un fuerte olor a tabaco. Llevaba un uniforme marrón de sheriff y su placa indicaba que se llamaba SILVA. Behr y Silva se apartaron un par de pasos y compartieron una breve charla en voz baja.

—Cuando me has llamado no podía creerlo, Frank —dijo Silva con voz rasposa por la nicotina—. El tipo está aquí bajo sospecha de haberle dado una paliza a una policía de tráfico. La tenemos grabada en vídeo. ¿Sabes cuántas peticiones para pasar un rato a solas con él hemos recibido?

—¿Las de todos y cada uno de los agentes del condado? —preguntó Behr a su vez.

—Ya te digo. Con la de gratificaciones que me han ofrecido podría estar en Florida, jugando al golf y pescando en días alternos.

Silva se dio un momento para perderse en aquella imagen.

—¿Y cómo es que soy yo el afortunado?

—Si dejo a un poli a solas con él en la habitación, ya puede ir despidiéndose de su carrera, teniendo en cuenta el estado de las libertades civiles hoy día. —Silva dejó escapar un bufido de desagrado—. Pero en tu caso… —Dejó la frase inconclusa.

—En mi caso, ¿qué? —preguntó Behr, repentinamente suspicaz—. ¿Qué tengo que perder yo?

—No es eso, Frank. Si un agente entrase ahí, le costaría la placa. Y yo no podría vivir con eso. Además, no quiero aprovecharme de la situación. Pero resulta que entonces vas tú y me llamas. Puedo darte cinco minutos.

Behr asintió.

—Hace tiempo que los esperaba.

Silva también asintió.

—Ha pasado mucho tiempo. Al fin quedaremos en paz.

—Sí. De eso se trata.

Behr se reunió con Paul, Silva no dijo ni una sola palabra más y los condujo a través de un par de puertas de seguridad hasta una sala de interrogatorios sin ventanas.

—Solo disponemos de cinco minutos —murmuró Behr en cuanto oyó que descorrían el cerrojo.

La premura en su voz provocó que Paul se sintiese mal preparado. Se preguntó qué tipo de monstruo entraría por aquella puerta. No tardó mucho en averiguarlo. Un guardia abrió la puerta y un individuo pelirrojo vestido con un gastado mono de presidiario y zapatillas de goma que escuchaba música en un cedé portátil entró sin prisas. El guardia le quitó las esposas y salió cerrando la puerta tras él, dejándolos a los tres solos en el cuarto.

«Es pequeño», fue la primera impresión de Paul. «Pero musculoso», fue la segunda. No tuvo tiempo para más, ya que de repente Behr se levantó de la silla y le dio un fuerte pescozón al tipo, haciendo que se le saltaran los auriculares.

—Eh —protestó el hombre—. ¿Qué coño estás…?

—Calla —gruñó Behr, agarrándolo.

El reproductor de cedés cayó al suelo con estruendo y recibió una patada que lo envió hasta un rincón. Behr rodeó el cuello del hombre con el cordel de los auriculares y apretó hasta partir los cables, dejando marcas rojas y blancas en su garganta. Behr arrojó los auriculares rotos a un lado y sentó a Garth «Rooster» Mintz de un empellón. El tipo se frotó la garganta y se enjugó las lágrimas que habían asomado a sus saltones ojos.

—¿Sabes por qué estamos aquí? —empezó Behr, con una dureza de antracita en la voz que Paul nunca había oído con anterioridad, no solo en él sino en nadie.

Mintz continuó frotándose la garganta y negó con la cabeza.

—¿Por lo de la poli esa?

—No —dijo Behr, deslizando una foto de Jamie por encima de la mesa hacia Mintz, que ni siquiera reconoció su presencia.

—Mírala —ordenó Behr.

Mintz solo le sostuvo la mirada un momento antes de agachar los ojos para estudiar la fotografía. Después volvió a alzar la mirada hacia ellos sin que su rostro denotara el más mínimo indicio de reconocimiento.

—Vale, ya la he visto.

—¿Alguna vez has visto a este chaval? —preguntó Behr.

—No lo sé.

La respuesta no era burlona; si acaso, sonó respetuosa. Paul habría apostado su dinero a que sinceramente no lo sabía.

—Vas a confesar, hijo de puta —exhaló Behr, pegándose a la cara de Rooster y haciendo que este parpadeara dos veces.

—¿Qué quiere que le diga? Parece un chaval majo.

Behr empujó a Mintz contra el respaldo de la silla, se colocó tras él y le inmovilizó los brazos. Miró a Paul.

—Dele.

Paul notó que se le tensaba el escroto y su vejiga amenazó con aflojarse. Sabía lo que le estaba pidiendo Behr, pero no podía creerlo.

—Espere un momento. ¿Estamos seguros de que conociese a Jamie siquiera?

A Paul toda la situación le pareció errónea, como si se hubiera sumido en una búsqueda demente y Behr lo hubiera engatusado para infligirle castigo a un tipo que no tenía nada que ver con él solo porque había agredido a una policía.

Entonces Paul recordó su única pelea, la única vez que había golpeado a un hombre movido por la ira. Sucedió cuando iba a la universidad, durante su último año. Él y sus amigos iban bien entonados a base de jarras de Milwaukee’s Best. Se encontraban en el Spaghetti Bender, a las afueras de Washtenaw, uno de los locales predilectos de Carol justo después de que hubieran comenzado a salir. Un tipo de la fraternidad de fútbol americano le había tocado el pelo a Carol mientras se dirigía hacia el servicio de caballeros, acariciándole la rubia coleta de arriba abajo al pasar junto a ella. Había sido un gesto de propiedad que provocó que Paul lo viera todo rojo. A pesar de su tamaño, el tipo nunca llegó al cuarto de baño. Paul le arreó un puñetazo en la mandíbula y siguió golpeándolo mientras caía al suelo. Consiguió asestarle otros dos o tres puñetazos de lleno antes de que sus amigos y los del tipo lo agarraran y lo apartasen de él. A continuación, ambos grupos se enzarzaron en un rifirrafe hasta que fueron expulsados del local por los porteros y detenidos por las autoridades locales. Sus amigos empezaron a llamarle «Clubber», como el personaje de Mr. T en una de las películas de Rocky, y durante mucho tiempo Paul se había sentido culpable por lo que había hecho.

Las palabras de Behr interrumpieron sus pensamientos.

—Este tío ha cometido crímenes indescriptibles. Reciba lo que reciba, lo tendrá bien merecido.

Behr obligó a Rooster a levantarse de la silla y continuó sujetándolo. Paul permaneció inmóvil.

«No hay nada que huela como una prisión», pensó Behr cuando entraron: una mezcla de cera para suelos, mala comida de cafetería, sudor, desechos humanos y odio. Se preguntaba si llevar a Paul Gabriel allí no habría sido el peor error que había cometido hasta el momento. Aunque había demostrado poseer cierta entereza, Paul no tenía experiencia alguna en aquellos asuntos ni lugares. Ni con aquellas personas. En el preciso instante en el que Rooster Mintz entró en la sala de entrevistas, el viejo radar policial de Behr saltó, pitó y aulló. Aquella pequeña bola de grasa no habría emanado más energía negativa si fuese radioactivo. Parecía henchido con el respeto que los asesinos y agresores de policías reciben en la trena. Una mirada le bastó a Behr para saber que aquel individuo vivía en un mundo de tinieblas inmundas y que darle una paliza casi mortal a la agente de tráfico no era ni de lejos lo peor que había hecho.

Behr había esperado que la imprevisible e intensa sorpresa de hallarse ante el padre de una víctima ayudaría a sonsacarle a Mintz información de un modo mucho más eficaz que ejerciendo presión profesional y sistematizada. Al menos, Paul se merecía un momento de restitución indirecta. Behr estaba a punto de poner a prueba su intuición. Paul se levantó de su silla y se movió torpemente, con los brazos rígidos, para lanzar un titubeante derechazo que aterrizó con un ruido seco en el lado izquierdo de la mandíbula de Rooster.

—En la cara no —corrigió Behr, y observó con preocupación creciente cómo Paul reconducía su ataque al cuerpo, los puñetazos quebradizos y débiles.

Tras golpear unas cuantas veces sin efecto, retrocedió jadeando. Mintz encajó los puñetazos sin problema y parecía sonreír burlonamente. Paul estaba nervioso, asustado, y Behr sabía bien lo que hacía el miedo con los golpes: les arrebataba toda la potencia. Los debilitaba. Behr lo había visto muchas veces en policías con exceso de trabajo y casos estresantes que, de repente, comenzaban a funcionar a un cuarto de su capacidad para acabar fracasando estrepitosamente. Lo había visto en el cuadrilátero, en los combates entre policías y bomberos. Hombres fuertes y en buena forma que de pronto eran incapaces de parar a sus contrincantes incluso cuando les estaban golpeando de lleno, mientras sus respectivos departamentos los jaleaban rabiosamente. También él lo había sentido, en el cuadrilátero, en aquel mismo torneo, pero consiguió superarlo y detener a los hermanos Kelly dos años consecutivos, una vez por cortes, la otra limpiamente por knockout. Ahora Behr comenzó a preocuparse. No estaban llegando hasta Mintz y pronto habrían echado a perder su única oportunidad. Se sintió tentado de darle la vuelta al convicto para arrearle él mismo. Desde luego, estaba lo suficientemente indignado para hacerlo, pero no quería. No pensaba que fueran a llegar a ningún sitio de aquella manera.

—Agache los hombros… visualice a su hijo… y golpee a este cabrón —dijo Behr con severidad.

Los ojos de Paul adoptaron una expresión distante. Respiró hondo, movió circularmente los hombros y se acercó a Rooster despacio. Ahora sus puñetazos tenían más fluidez. Golpeaba con intención controlada, con una rabia tan vieja y comprimida que no llameaba, sino que más bien ardía como el carbón. Paul se concentró como si quisiera atravesar el abdomen de Rooster y arrancarle los órganos, que es exactamente como se supone que debe hacerse. Behr notó que el convicto, que al principio se había mostrado relajado y activo en su postura defensiva, empezó a tensarse con el dolor y luego, finalmente, comenzó a desmoronarse entre sus brazos debido al desgaste. Behr vio que la furia había comenzado a fluir en Paul y no dejaba de hacerlo.

«Puedo soportar esto —estaba pensando Rooster— todo el condenado día». Había sido un golpe de suerte que aquel hijoputa enorme se limitase a agarrarlo y no a pegarle. «Desde luego tengo suerte —reflexionó mientras los endebles puñitos del otro tipo rebotaban contra sus abdominales de piedra—. Siempre he sido afortunado». Las cosas habían pintado mal por un minuto, cuando había entrado y el hijoputa enorme se le había echado encima. Los reconoció como los tipos que habían aparecido en Sebo’s y entonces el grandullón lo atravesó con una mirada de odio que consiguió que se le removieran las entrañas. Había sentido su fuerza cuando apretó el cable de los auriculares en torno a su laringe y había vuelto a notarla cuando sus manos como cepos le inmovilizaron los brazos a la espalda, aplastándole los bíceps con sus dedos de hierro y forzando sus nervios braquiales. Si aquel tipo se hubiera encargado de la paliza, puede que hubiera tenido problemas, pero aquella mierda podía manejarla. Se tomó un momento para decidir quiénes eran y qué sabían sobre él. Le habían parecido maderos y ciertamente desprendían un algo vagamente policial, pero el modo en que hablaban de otras cosas y se dedicaban a golpearle lo tenía confundido. En cuanto al chaval de la foto, lo cierto era que tenía algo que le resultaba familiar: tenía el mismo aspecto que todos aquellos a los que se había trabajado. Y al mismo tiempo no se parecía a ninguno. ¿Cómo coño iba él a acordarse? Una vez que entraba en el cuarto, todos pasaban a ser simplemente cuerpos. No se molestaba en llevar la cuenta. E incluso si se hubiera acordado, desde luego no les habría dicho absolutamente nada a aquellos tipos. Rooster no estaba allí para hacer del mundo un lugar mejor. Ni hablar. El mundo se había cagado a gusto encima de él y ahora su actitud era: «Que corra la mierda».

El mosquita muerta retrocedió agotado y solo su experiencia impidió que Rooster sonriera abiertamente. No quería inspirarles, por el amor de Dios. Pero entonces el hijoputa grandullón comenzó a animar a su colega y las cosas se torcieron de inmediato. El mosquita muerta se le acercó para un segundo asalto haciendo rodar los hombros como un peso crucero. Los siguientes puñetazos fueron distintos. El tipo colocaba bien el peso y sus brazos se movían como pistones. Rooster sintió que sus oblicuos externos comenzaban a ceder y los golpes empezaban a devorarle. Entonces experimentó una oleada de pánico. Notó que se quedaba sin aliento. Luchó por no vomitar sus zanahorias con guisantes. Se sorprendió deseando que aquello acabara, suplicando en silencio «Para», simplemente «Para de una vez, joder». Pero el tipo no se detuvo. Rooster notó que le fallaban los abdominales. Cedieron como cobre ante un martillo. Ahora los puñetazos caían directamente sobre el hígado y el bazo. Si el hijoputa grandullón no lo hubiera estado agarrando, Rooster se habría arrastrado dando tumbos por la habitación. Ahora les daría lo que quisieran, todo lo que tuviera, que en realidad no era nada, simplemente con que se lo preguntasen. «Preguntadme de una puta vez, joder». Pero seguían sin preguntarle. Rooster notó que los espumosos restos de su desayuno le asomaban por las comisuras de la boca y sus piernas comenzaron a ceder. Se derrumbó entre los brazos del grandullón y entonces, «Ya era hora, coño», todo acabó.

—De acuerdo —dijo Behr, depositando lo que quedaba de Mintz en su silla.

El tipo desbordaba bilis negra por la boca y ni siquiera intentó limpiársela. Behr se sintió tentado de permitir que la paliza continuase hasta que llamaran a la puerta, para asegurarse de que Mintz acababa en el hospital a su partida, pero se dio cuenta de que Paul estaba agotado. No quería que su compañero perdiese el sentido en la sala y tenía preguntas pendientes.

Mintz sufrió arcadas, dos, tres veces, pero no eran más que espasmos y consiguió retener el contenido de su estómago. Behr volvió a sacar la foto de Jamie. Mintz la miró y simplemente negó con la cabeza débilmente.

—No estás protegiendo nada. Sabemos quién eres. Conocemos tu negocio.

—Yo no… —La cabeza de Mintz se bamboleó ligeramente, en rendición—. No…

—Sabemos lo que le hiciste a tu viejo amigo Tad Ford.

Behr vio que la nuez de Mintz se agitaba y se constreñía. «Hijo de puta —pensó este—. Sabe que maté a Ford».

—Todo eso nos importa una mierda. Lo que queremos saber es lo de los niños. Este chaval. —Behr golpeó la foto de Jamie con el dedo índice—. ¿Lo conoces?

—No lo sé —fue la respuesta.

—Confesarás o a continuación me toca a mí —dijo Behr, y vio que el miedo se apoderaba del rostro de Mintz.

—¿Por qué habéis venido a darme por culo, eh? —preguntó Mintz con voz chillona.

Estaba llorando. Las lágrimas y los mocos se mezclaron con la bilis y el sudor que cubrían su rostro; tenía un aspecto lamentable. Un golpe seco sonó contra la puerta. Se les había acabado el tiempo.

—Contenga esa puerta, Paul —rugió Behr, aliviado al comprobar que Paul se levantaba de un salto y obedecía—. Sé que «rompes» a los chavales para que sean mejores acompañantes. Ahora cuéntame algo que me sea de utilidad o nunca saldrás de este cuarto.

Behr alargó el brazo, agarró a Mintz de la garganta y apretó. Oyeron el sonido de una llave que entraba en la cerradura y una mano que caía sobre el picaporte de la puerta. Paul agarró el picaporte para evitar que se moviese. Behr estaba asfixiando a Mintz como si tuviera intención de matarlo, y puede que así fuera.

—¿Por quién coño me habéis tomado? Nunca llevé la cuenta de los trabajos. Queréis al que maneja los hilos, ¿verdad? —graznó Mintz—. Queréis a Riggi. Oscar Riggi.

Lo que golpeaba contra la puerta ya no eran nudillos, sino puños. Paul volvió la mirada hacia Behr, el cual asintió. Paul se apartó y la puerta se abrió para revelar a Silva, con una expresión de cabreo en el rostro.

—Se acabó el tiempo, joder.

Behr soltó el cuello de Rooster, extrajo una libreta y anotó el nombre que le había dado, haciendo lo posible por controlar el temblor de sus manos provocado por la adrenalina y la repugnancia.

Todos permanecieron inmóviles, mirando incómodos a su alrededor. Rooster fue esposado de nuevo y salieron de la estancia en fila india. Fuera en el pasillo esperaba el siguiente ocupante de la sala, un abogado calvo de mediana edad que acarreaba un enorme maletín. El cuarto de las entrevistas estaba insonorizado, pero el abogado les miró con expresión de saber lo que había pasado allí. La fea escena que acababa de tener lugar en el interior afloró al pasillo, tan palpable como el olor de una letrina.

Un agente escoltaba al cliente del abogado, un hombre negro, grande y fuerte con la cabeza afeitada. Behr lo reconoció. Earl Powers. Un tipo capaz de conseguir cualquier cosa para la que hubiera un comprador, lo cual a menudo significaba armamento. Era amigo de Terry Cottrell.

—Earl —dijo Behr a modo de saludo.

—¿Qué haces aquí, Behr? —asintió Earl.

Mintz se volvió hacia ellos mientras se lo llevaban, medio a empujones, medio a rastras.

—¿Así te llamas? ¿Behr? Te voy a demandar por cabrón.

—¿Conoces a ese desgraciado? —le dijo Behr a Earl—. Se dedica a gulear niños —dijo Behr, dejándose llevar por un momento de furia, sentenciando a Rooster Mintz con sus palabras.

El rostro de Powers cambió automáticamente de expresión. Los ojos se le hincharon rabiosos en sus cuencas. Cualquiera que hubiera estado en el trullo tanto tiempo como Earl Powers conocía el término. Derivaba de la expresión italiana fungulo, y significaba tomar a alguien por la fuerza.

—¡Y una mierda! —gritó Mintz, más como un animal que como hombre, pues sabía cómo trataban a los violadores de niños en la cárcel y acababa de quedar marcado.

Siguió gritando y negando mientras el guardia lo hacía avanzar a empellones por el pasillo hasta doblar la esquina y desaparecer.

Behr y Paul salieron de la prisión. Troy Silva ciertamente había pagado su deuda con creces.