Había películas caseras en vídeo. Tenían más de diez años, pero Paul sabía dónde encontrarlas. Hacía años que no las veía, meses desde la última vez que se le había ocurrido intentarlo, pero tras haber pasado la noche con Behr sintió que tenía la fuerza necesaria para ello. Se sentó abajo, en la sala de estar, delante del televisor, y metió una cinta en el reproductor de vídeo. Mantuvo el volumen bajo, más por sí mismo que por no despertar a Carol. El primer día de Jamie en casa, recién salido del hospital; su primer baño, su primera comida sólida, el rostro sonriente y pringoso con gachas de avena, una pequeña rabieta sobre la mesa de cambiar los pañales. Dos minutos de grabación con una estúpida narración de Paul acompañando su torpe manejo de la cámara. El protagonista: un diminuto e inocente ser que gorjeaba y hacía gorgoritos en un idioma que manifestaba la felicidad más pura. Quedaban por venir otros momentos especiales —Jamie gateando y después dando sus primeros pasos, pintando con los dedos—, todos demasiado exquisitamente dolorosos para verlos reducidos a aquel estado, preservados en grano digital y en la imposibilidad del tiempo. Paul se dejó caer hacia delante en la silla, aterrizando con las rodillas sobre la mullida alfombra. Golpeó violentamente el botón de STOP del reproductor de vídeo, haciendo que la imagen desapareciera y que la cinta de plástico graznara en el interior de la máquina. Siguió allí arrodillado, observando la negrura de la pantalla y respirando a duras penas el aire muerto que le rodeaba.
Carol estaba echada en la cama. A través de la oscuridad oyó a Paul entrar en casa. Percibió el zumbido eléctrico del televisor al ser encendido, un gemido agudo, palpable. Oyó el sonido apagado de voces, el audio de escasa calidad, pero no consiguió adivinar qué estaría viendo. Entonces el lloro de Jamie llegó hasta ella en plena noche. En otro tiempo su lloro infantil —un berrido abyecto como todos los de la sala pediátrica del hospital— le había parecido distintivo y perfectamente distinguible, y todavía ahora seguía resultándole familiar. Aquel lloro le había otorgado de manera instantánea una nueva comprensión del amor. Era capaz de conseguir que sus senos llorasen leche. Una respuesta de la naturaleza en toda su fuerza y gloria. Pero aquel lloro ya no le provocaba lágrimas. Parecía haber llorado la última hacía varios meses y ahora apenas si sentía algo, apenas un vacío. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había algo más horrible incluso que la agonía provocada por los lloros de un hijo, y era la total falta de sensaciones ante aquel mismo lloro. Carol se volvió sobre un costado e intentó dormir.
Behr llegó a casa tras haber dejado a Paul en la suya y encendió las luces. Mientras la recorría de un extremo a otro, quitándose de encima la noche, vio el espacio vacío sobre la mesa que solía ocupar el ordenador. Sus ojos encontraron el hueco igual que una lengua explorando la encía de una muela recién extraída. Behr se sentó en la butaca, abrió su libreta y se planteó qué hacer a continuación.
Trazó una línea que conectaba el nombre de Jamie con el de Tad Ford. Dibujó un símbolo de interrogación bajo la línea. Después trazó otra conectando el nombre de Ford con el de Rooster. Trazó otra más que descendía hasta el borde de la página, rematada por otro interrogante que amenazaba con caer al vacío. Golpeó rítmicamente el bolígrafo contra el papel. Aquella coyuntura llegaba en la mayoría de los trabajos importantes: el momento en que el punto de partida había quedado muy atrás, la oportunidad de abandonar hacía tiempo que había pasado, pero sin embargo no había desenlace ni resolución a la vista. Era una circunstancia que conseguía que Behr se sintiese físicamente débil en lo más profundo de su ser. Una sensación de miedo informe fue colmando la habitación igual que el agua se apodera de un barco que naufraga. Su familiaridad con el momento hizo poco por amortiguar el sentimiento. Notó que una calma horrible se aposentaba a su alrededor; una calma que permitía que las preguntas silenciosas —sobre su familia perdida y lo que se ocultaba en su esencia— resonaran en su cabeza. Se trataba de un momento en el que debía hacer acopio de valor, Behr lo sabía. Más que para enfrentarse a un sospechoso armado, más que para prepararse para echar abajo una puerta y entrar en una habitación cuando todavía era agente de policía. Al menos en aquellas circunstancias contaba con la acción y la adrenalina para contrarrestar el miedo. Aquel era el momento por el que Behr cobraba lo poco que fuese que cobrara, pues afrontarlo y soportarlo era la verdadera tarea. El resto no era más que ir repasando detalles.
Behr consiguió controlar su respiración y notó que una sensación de claridad regresaba a él. Una tranquila seguridad surgió palpitante desde un rincón distante y anónimo en lo más profundo de su interior. Encontraría a aquel hijo de puta de Rooster y averiguaría su relación con todo lo demás; después hallaría la siguiente pizca de información y la siguiente hasta que el destino de Jamie Gabriel hubiera quedado establecido. Behr llegaría hasta el final. Lo supo nuevamente. Era todo lo que tenía, pero por un momento se sintió exuberante en su convencimiento. Entonces sonó el teléfono.
—¿Sí? —dijo, mirando el reloj, dándose cuenta de que era tarde, demasiado tarde para una llamada.
—¿Hola? Oh, vaya, hola. ¿Hablo con Frank?
Era una mujer. A Behr le resultó familiar su voz.
—¿Quién es?
—Sue. Susan Durant. —Se hizo un silencio en la línea. Behr identificó el nombre justo mientras ella añadía—: Del Star.
Era la mujer del departamento de distribución que le había ayudado hacía unos días.
—Sí, me acuerdo, ¿qué tal está?
—Bien. Aunque ahora me siento un poco ridícula. Creía estar llamando a su despacho. Pensaba dejarle un mensaje.
—Trabajo fuera de casa. ¿Cuál era el mensaje?
—Que me llamara. Se suponía que íbamos a quedar un día de estos. ¿Creía que se me iba a olvidar que me había prometido una cena?
La timidez desapareció, dando paso a la chispa que Behr había apreciado la primera vez que habló con ella.
—¿Qué hace despierta a estas horas?
—Viendo la tele.
—¿El qué?
—Reposiciones de Urgencias. Emiten varios episodios seguidos. Y reuniendo el valor para llamarle. Así se me han ido un par de horas. Hasta que la situación se me ha hecho, ya sabe, ridícula. Y de repente era tan tarde que simplemente no podía irme a la cama sin haberlo hecho.
Behr se sorprendió sonriendo.
—Ajá.
—Se suponía que iba a llamarme. Podría haberme ahorrado pasar todo este apuro.
—Me doy cuenta. —Hubo un momento de silencio en la línea mientras Behr reunía coraje por su parte—. Entonces ¿qué noche le viene bien?
Se pusieron de acuerdo para cenar en Donohue’s la semana siguiente. Behr podría haberla llevado a otro sitio más elegante, pero antes le pareció más apropiado ver qué tal se las apañaba en un entorno habitual.
Antes de colgar, Durant preguntó:
—¿Ha tenido suerte con su caso?
—Algo, Sue —se sorprendió respondiendo—. Puede que algo.
Rooster estaba sentado en un Denny’s de Kentucky frente a un Grand Slam, trasegando café. Había pensado que la comida grasienta podría tranquilizarle, aliviar el ardor que sentía en el estómago, pero en última instancia fue incapaz de comerse aquella mierda. Había invertido demasiado tiempo en el gimnasio para desperdiciarlo en huevos fritos con patatas y panceta. Lo cierto es que de todos modos había perdido el apetito después de lo que había hecho. No se sentía orgulloso de sí mismo. No, señor. Sabía que tenía que deshacerse del coche, que debería haberlo hecho ya en vez de dejarlo en el aparcamiento, donde destacaba como el haz de luz de un faro. Pero notaba una fatiga en los miembros completamente desproporcionada con el esfuerzo físico que había realizado. Se preguntó si la policía sobreviviría y si debería enviarle algo a modo de disculpa en caso de que así fuera. Había experimentado algo —maldita sea si podía explicarlo— justo después de darle la paliza. Debería haberse subido echando leches al coche y haberse esfumado, pero en cambio se quedó allí parado contemplándola. Y no con orgullo, ni hablar. Había sentido el fortísimo impulso de agacharse y besarla y limpiarle la sangre de la cara partida. Por supuesto, no pudo. Por supuesto que no. Finalmente se había subido al coche echando leches y se había esfumado. Ahora, apenas si se reconocía a sí mismo. Se miró los brazos y contó las cicatrices que los recorrían de arriba abajo, cortes mal curados de incidentes como aquel y otros similares. A la mierda, eran cicatrices de guerra.
Continuó bebiendo café durante lo que le parecieron varias horas y finalmente las cristaleras ante su mesa se iluminaron con destellos de luces rojas y azules. Cuatro coches patrulla entraron en el aparcamiento, dos rodearon el edificio en dirección a la parte trasera, con las luces encendidas pero sin las sirenas. Rooster siguió sentado y se terminó el café. Incluso mientras los dos primeros equipos de uniformados entraban por la puerta principal del restaurante, Rooster permaneció sentado, dejándose bañar por las luces intermitentes. Era casi relajante.