21

Pasada la medianoche, Sebo’s Gym era coto casi exclusivo de maricas, culturistas y psicópatas. Si alguien tenía alguna duda acerca de a cuál de aquellos grupos pertenecía Rooster, este habría estado encantado de aclarársela. En cualquier momento. El local resplandecía bajo bancos de luces fluorescentes. Las barras y las pesas cantaban en armonía con un coro de violentos gruñidos. El aire olía a desinfectante y a mierdas cargadas de esteroides cuyo tufo emanaba del vestuario de caballeros, donde los levantadores las iban soltando entre que se reventaban los gigantescos granos de la espalda y se inyectaban la siguiente dosis.

Aun así, era la única opción disponible en toda la ciudad para aquellos que querían entrenar en serio. No para las musculocas hinchadas que querían presumir de cacha, sino para aquellos interesados en la fuerza. Durante una temporada Rooster había intentado ir por las mañanas, con la esperanza de evitar a la camarilla más degenerada. Había desarrollado un método: haz en primer lugar la tarea más importante del día, así podrás concentrarte debidamente y realizarla al máximo de tus habilidades, a la vez que reduces las oportunidades de demorarla o dejarla completamente de lado. Sin embargo no consiguió mantenerse firme. Simplemente le resultaba imposible. La luz del día lo dejaba frío. Era incapaz de generar la intensidad requerida para un levantamiento en dos tiempos antes de la caída de la noche, sin importar cuantos Turbo Tea se hubiera bebido antes. No, para Rooster, el único momento en el que podía sacar de dentro la energía necesaria para un buen levantamiento enérgico y purgador era bien avanzada la noche. En cualquier caso, nunca había tenido tendencia a saltarse los entrenamientos. Especialmente ahora.

Estaba en el banco de las pesas. Era una indulgencia que raras veces se concedía. La mayoría de los tíos del gimnasio se pasaban todas y cada una de las sesiones levantando pesas en el banco y pasando por alto otros ejercicios más importantes, como las piernas o el equilibrio, en busca del ostentoso pecho de palomo que otorgaban las pesas. Rooster sabía que realizar unas cuantas series de remo y sentadillas sumo le harían mejor servicio a largo plazo. Pero a la una de la madrugada, un par de días después de haber llevado a cabo un trabajito como el de Tad, nada le permitía perderse en sus ensoñaciones mejor que el banco. Rooster bajó hasta su pecho la barra, cargada con discos y recuerdos. La mirada de asombro en el rostro de Tad cuando Rooster apareció de repente en mitad de su sala de estar era algo que nunca olvidaría. Rooster aumentó el ritmo mientras revivía el momento.

El primer disparo penetró justo por debajo del esternón y había sacudido todo el cuerpo de Tad. Rooster le metió otros cuatro balazos en el torso, tomándose la molestia de alinear la mira posterior con la delantera antes de cada disparo. Vio que Tad se tambaleaba y caía al suelo con la apretada ropa interior empapada de sangre. Se le ocurrió pegarle un tiro en la cocorota, pero se contuvo. Para entonces Tad ya tenía un par de X por ojos y Rooster pensó que debía conservar una bala en el cargador, para ahorrarse el tiempo de recargar, por si acaso se topaba con algún cotilla en el pasillo antes de salir del edificio. Sin embargo no había visto a nadie, y ahora se arrepentía de haber reservado la bala. «Oh, en fin». El pecho le ardía. Le temblaron los brazos. Rooster dejó la barra en las paralelas, se pasó una mano por el pelo recién cortado y respiró. Se incorporó hasta quedar sentado y miró a través del gimnasio hacia el mostrador de recepción.

Behr y Paul aparcaron delante de un edificio de hormigón y hierro galvanizado que ocupaba toda una manzana. El lugar alojaba varios negocios, entre ellos un almacén para particulares y un túnel de lavado de coches.

—Cuando ha dicho que el tipo ese tiene afición por entrenar de madrugada se me ha encendido la bombilla —explicó Behr, blanqueando con sus palabras el aire oscuro y helado—. Solo hay un par de locales que permanezcan abiertos toda la noche —continuó, entrando en el edificio y subiendo las escaleras por delante de Paul—. Y este sitio es bastante especial.

Behr abrió la puerta de par en par y se hizo a un lado, permitiendo que Paul echase su primer vistazo a Sebo’s.

—Jo-der —murmuró Paul en voz baja.

Se sintió como un extraterrestre que acabase de descubrir una extraña y salvaje costumbre terráquea. Piel apenas cubierta por minúsculas camisetas, carne retorcida en torno a artilugios deportivos pintados de morado bajo una luz fría y dura. Se oían ruidos guturales y sonidos metálicos, como si alguien estuviera celebrando una pelea de perros en una fragua. Por debajo del olor a lejía se percibía una atmósfera fétida y la humedad era suficiente como para cultivar helechos. Paul parpadeó y se dio cuenta de que lo que estaba viendo era simplemente un gimnasio, repleto de hombres musculosos que realizaban ejercicios de fuerza y resistencia.

Recorrieron un pequeño trecho sobre un suelo de baldosas negras hasta llegar junto al mostrador de recepción, donde se encontraron con un hombre achaparrado con un tatuaje en el cuello. Operaba toda una batería de batidoras, mezclando líquidos proteínicos de color rosa y marrón, mientras otro individuo, exageradamente bronceado y vestido con ropa deportiva, esperaba su refresco.

—¿Carnet de socio? —preguntó el chaparro, gritando por encima del estruendo de las batidoras y revelando una pizca de acento irlandés.

—No somos socios —respondió Behr.

—El pase para una sola sesión cuesta seis dólares —dijo el recepcionista, bajando el tono de voz a la vez que apagaba una de las batidoras y llenaba un vaso para el levantador bronceado.

—No hemos venido a entrenar —intentó explicar Behr.

—Esto no es un puto baño turco, ¿eh?

—Se le parece bastante —gruñó Behr a modo de respuesta.

El tipo apagó otra batidora y un ligero silencio cayó sobre la recepción.

—¿Se puede saber qué coño queréis, gilipollas?

El tipo se cruzó de brazos, intentando dilatar sus bíceps, ya de por sí bastante dilatados. Aun así, a la sombra de Behr parecía un enano. Paul se preguntó lo diestro que sería el investigador con los puños o si simplemente se había acostumbrado a servirse de su corpulencia.

—Los gilipollas —dijo Behr inclinándose sobre el mostrador— quieren saber si tenéis aquí a un socio que se hace llamar Rooster.

—¿Sois polis? —preguntó el recepcionista, retrocediendo levemente y acariciándose el negro tatuaje del cuello.

Por lo que alcanzó a ver Paul, parecía una araña o una tarántula mal dibujada posada sobre su tela. El tipo tenía otro a juego en el codo.

—¿Quieres a la policía? Porque esa será nuestra siguiente parada si no me das las respuestas que busco. Rooster. Se supone que viene a entrenar de madrugada —dijo Behr, en tono neutro e inflexible, y posó las palmas de las manos sobre el mostrador con un recio golpe.

Tenía varios dedos torcidos y crispados, y los nudillos le sobresalían bajo la piel como bellotas. El recepcionista retrocedió un poco más al verlos. Terminó de servir la bebida y se la entregó al tipo bronceado, que se apresuró a quitarse de en medio.

—Mire, normalmente no hago el turno de noche. ¿No sabe su nombre completo?

El hombre se frotó el tatuaje del cuello como si fuera a borrárselo.

Behr asintió ante aquel cambio de actitud y se apartó un poco del mostrador.

—No. No es demasiado alto. Pelo rojo, largo. Nervudo.

—No sé. Pueden mirar las fichas de los socios, pero solo contienen nombre y dirección. El mes que viene empezaremos a repartir carnets con foto, pero por ahora…

—No pasa nada. ¿Le importa si echamos un vistazo?

El hombre abarcó el gimnasio con un gesto del brazo, dándoles carta blanca, aliviado de no tener que seguir hablando con ellos.

—Vaya actitud la de ese tipo —dijo Paul mientras entraban en el local.

—Uno se encuentra con toda clase de gente en mi negocio. Los que han tenido un mal día siempre suelen estar deseando compartirlo contigo.

Se detuvieron cerca de una hilera de bancos de levantar pesas y escudriñaron la zona. No había nadie que encajara con la descripción que les habían proporcionado. Y entonces sus ojos se posaron sobre alguien familiar. La coincidencia los detuvo en seco.

—Eh, ese es… —empezó Behr.

Estaba mirando a un tipo con barba, vestido con pantalones cortos holgados y una rodillera, enfrascado en una tanda de levantamiento de pesas con las piernas.

—Bill Finnegan —dijo Paul.

Era el entrenador de fútbol. Behr fue derecho hacia él, seguido en todo momento por Paul. Habían cruzado media sala, sorteando aparatos y hombres fornidos, cuando Finnegan los vio. Dejó la barra en las paralelas, se bajó de un salto del banco y medio corrió hacia una puerta marcada con el letrero de SALIDA al otro extremo de la estancia.

Behr y Paul fueron tras él, acelerando el ritmo hasta el de una rápida caminata. Cuando Finnegan alcanzó la puerta y desapareció escaleras abajo, ambos echaron a correr. Paul había sido corredor durante casi veinte años y se consideraba ligero, motivo por el cual se quedó boquiabierto al comprobar que Behr lo dejaba atrás y alcanzaba la puerta antes que él. Behr acometió la escalera, que estaba dividida en tramos de seis escalones, saltando de descansillo en descansillo. Paul fue bajando los escalones de tres en tres, rezando por no romperse un tobillo. Llegó a la planta baja a tiempo de ver cómo Behr agarraba a Finnegan del pescuezo y lo arrojaba desgarbadamente contra la puerta que daba a la calle. El hombro y el codo del entrenador resonaron con fuerza contra el metal.

—Ah —dijo Finnegan dolorido, pero consiguió mantenerse en pie.

Behr lo agarró del cuello y le obligó a darse la vuelta. Finnegan alzó las manos, cerró los ojos y apartó el rostro. Paul sintió alivio al comprobar que no tenía intención de resistirse y que Behr era capaz de contenerse antes de darle una paliza. Su anterior duda sobre las capacidades físicas del detective había quedado satisfactoriamente respondida.

—¿Qué coño está haciendo aquí? —preguntó Behr, verbalizando la pregunta que giraba como un torbellino en la mente de Paul.

—Nada. Nada —dijo Finnegan de manera entrecortada, con voz aguda y aflautada.

—¿Por qué ha echado a correr? —le rugió Behr.

—Yo… Por nada. Solo estaba entrenando. Yo…

Paul dio un paso adelante y habló con el tono más atemperado que fue capaz de conjurar.

—Eh. Bill. Eh. ¿Qué está pasando?

Behr lo soltó y el entrenador de fútbol se revolvió incómodo.

—Hola, Paul. Vengo aquí. Para mantenerme en forma.

—Ajá —dijo Behr escrutándolo.

—No tiene nada que ver con… nada. En serio.

—Y una mierda. Confiesa —ladró Behr.

Lanzó una mano y agarró al entrenador del cuello. Echó el peso de su cuerpo hacia atrás como si fuera a darle un puñetazo.

—Soy gay. ¿De acuerdo? Soy gay. —La escalera quedó en silencio por un momento mientras ambos asimilaban aquella declaración. Al parecer, Finnegan se sintió obligado a seguir—. Pero nunca he tocado a un crío. Jamás en la vida.

Aquella parecía ser toda su gran confesión.

—Jesús, Bill, ¿y por qué coño has echado a correr?

—Entreno a niños, Paul. Esto no es Nueva York, ¿sabes? A la gente de aquí no le gustaría un pelo. ¡Joder! —gritó, y su última palabra rebotó con el eco de la frustración y la humillación.

Paul miró a Behr y negó con la cabeza. Behr retrocedió.

—No quiero perder mi trabajo.

—Nadie se enterará, Bill —dijo Paul, intentando tranquilizarle.

La respiración del entrenador comenzó a calmarse, y luego abrió la puerta y salió a la noche. Paul y Behr volvieron a subir al gimnasio y lo recorrieron entero en busca de alguien que encajase con la descripción de Rooster, pero nadie se le acercaba siquiera.

Rooster conducía demasiado rápido y miraba los retrovisores cada tres segundos. Los tipos aquellos de recepción eran policías, no había duda posible, y le habían estado buscando a él. No sabía cómo diablos no le habían encontrado en los vestuarios. Decidió arriesgarse mientras cotorreaban con el recepcionista. Agarró un disco de cinco kilos y se había colado en los vestuarios, a la vuelta de la esquina, junto a los urinarios, dispuesto a noquear primero al más grande. Pero ninguno de los dos apareció. Rooster esperó dos minutos y después salió por la puerta principal sin que le vieran. O no habían sido concienzudos o Rooster tenía una suerte de narices. No sabía muy bien cuál de las dos cosas. Tampoco conseguía imaginar cómo habían llegado hasta él a partir de la pequeña visita que le había hecho a Tad, pero no le cabía duda de que así había sido.

Ahora necesitaba reorganizarse. Necesitaba tranquilizarse y ponerse en contacto con Riggi.

—Espera —dijo en voz alta.

No podía llamar a Riggi así como así y ponerle nervioso, o de lo contrario también él recibiría una pequeña visita a no tardar. Riggi siempre andaba contratando gente nueva, buscando situaciones apropiadas que les permitieran demostrar sus habilidades. Quizá lo mejor sería que Rooster mantuviera el asunto en secreto por ahora. Una repugnante sensación de vulgaridad lo acompañaba. Siempre se había enorgullecido de ser un profesional y ahora un simple golpe de gatillo había bastado para enmierdarse como un pandillero de pacotilla. Atravesó el cruce entre June y Prosser intentando dejar atrás la húmeda sensación de fracaso y botando con las suspensiones cuando el coche brincó sobre un bache. A través de la parte superior del parabrisas vislumbró fugazmente la luz del semáforo mientras pasaba del ámbar al rojo.

La agente Stacy Jennings soltó el radar de velocidad, encendió la sirena y partió en pos del El Camino que circulaba a noventa por June Road. A noventa en una zona de sesenta y cinco. Stacy adoraba ser policía. Tenía veinticuatro años y llevaba dieciocho meses en el cuerpo. Le costaba creer lo adecuado que era aquel trabajo para ella. Todas sus amigas eran secretarias, trabajaban en bancos o estudiaban derecho. Todo lo cual a ella se le antojaba una muerte lenta por aburrimiento. Incluso a pesar de que hasta ahora no había tenido que vérselas con nada peor que algún que otro conductor ebrio, seguía experimentando una corriente de excitación cada vez que obligaba a un vehículo a detenerse. Sabía que la situación podía complicarse sin previo aviso y seguía al pie de la letra el procedimiento aprendido en la academia. Se aproximaba a la puerta del conductor manteniéndose en su punto ciego mientras fuera posible y se detenía unos treinta o cuarenta y cinco centímetros antes de quedar a la par con él, de modo que este tuviera que girar el cuello hacia atrás para verla después de haber bajado la ventanilla. De aquel modo, Stacy quedaba fuera de la línea de fuego si el conductor sacaba un arma. Sabía que el peligro viajaba a bordo de cualquier coche. Era precisamente aquel conocimiento lo que hacía que se le inflamara la sangre, lo que la encendía de tal manera que incluso tras un turno rutinario necesitaba trabajar media hora intensa en la escalera de pilates que le había regalado su padre por navidades solo para ser capaz de relajarse y cansarse lo justo para poder dormir. Su padre estaba muy orgulloso de ella, aunque decía que ahora que estaba en el cuerpo nunca dejaría de preocuparse.

Antes de que Stacy tomase velocidad, el El Camino había llegado prácticamente hasta la calle Clairmont y por un momento siguió dejándola atrás. Stacy notó que el pulso se le aceleraba y que el estómago le daba un vuelco, como si se hubiera montado en un ascensor, antes de recuperar la compostura y pisar a fondo el acelerador. Se preguntó si aquella sería su primera persecución y agarró la radio por si debía pedir refuerzos. Pero enseguida comenzó a ganarle terreno al El Camino y este redujo la velocidad por debajo de los ochenta, casi como si hubiera perdido las ganas. El conductor se pasó al carril derecho, como buscando un sitio adecuado donde aparcar. Al menos Stacy sabía que había visto sus luces. Cada vez más impaciente, hizo sonar la sirena, dos agudos gorjeos, y el El Camino se detuvo. Stacy paró a unos tres metros por detrás y encendió los pilotos de emergencia. Su coche patrulla tenía instalada una cámara de vídeo en el salpicadero que se ponía a grabar automáticamente en el momento en que se activaban las luces de la sirena; para su propia seguridad, para evaluar su trabajo y para proteger los derechos de los conductores. Stacy dedicó un momento a concentrarse. Después salió del vehículo.

En el interior del El Camino, la sensación de fracaso había desaparecido, sustituida por un burbujeante y volcánico río de autodesprecio. Rooster sabía que se estaba comportando como un atracador paleto adolescente en plena racha de mala suerte. Ahora se arriesgaba a que comprobasen su carnet y también a algo mucho peor, en caso de que lo identificasen como el individuo buscado por aquellos otros dos polis. Rooster siguió sentado, rígido como una estatua, y observó por el retrovisor lateral cómo se acercaba el agente. El policía se detuvo medio metro antes de llegar hasta él y Rooster pudo ver que se trataba de una mujer. Era atractiva. Joven. Tenía el pelo rubio recogido en una apretada coleta y no llevaba maquillaje de ningún tipo. El cuello de su abrigo tenía un forro de lana blanca que le rodeaba la barbilla y le sentaba muy bien. Llamó a su ventanilla con los nudillos y Rooster la bajó, después asomó la cabeza para poder mirarla de frente.

—El carnet y los papeles del coche, por favor.

Rooster leyó el nombre prendido en su pechera bajo el resplandor de una farola. Agente Jennings. Notó un hormigueo en el estómago. Era una belleza.

—Oh, venga, el semáforo aún no había terminado de cambiar, seguía en ámbar —dijo Rooster.

Sonrió. La sonrisa le surgió sencilla, limpia y fresca, como la agente Jennings.

—El carnet y los papeles —repitió la policía en tono monocorde.

Rooster medio gimió de frustración, pero mantuvo la calma mientras abría la guantera. Le entregó los papeles. Le relacionaban con una dirección que hacía tiempo que había abandonado sin dejar señas de ningún tipo. También el coche estaba completamente limpio. En su interior no había nada, ni armas ni sustancias, que justificara una detención. Su problema, sin embargo, era doble. Tenía pendientes de pago cantidad de viejas multas de tráfico que habían acabado convirtiéndose como por arte de magia en denuncias, y si la mujer introducía su nombre en el ordenador podía saltar el aviso de que sus compañeros lo andaban buscando. «No puedo dejar que eso suceda», pensó Rooster, volviendo a girarse para intentar echarle otro vistazo a la agente Jennings. Esta comparó la foto de su carnet con su cara y la matrícula del coche con la que venía en los papeles.

—¿Alguna posibilidad de que me deje ir con una advertencia por esta vez, agente? —intentó Rooster.

—Iba a una velocidad bastante considerable, ¿sabe? —replicó ella.

Le faltaba sentido del humor, pensó Rooster, pero eso le gustaba en parte.

—Supongo.

—¿A qué tanta prisa?

—Por nada en especial. Acabo de salir del gimnasio. Siempre me acelero un poco cuando termino de entrenar, ¿sabe?

Aquel comentario penetró su coraza. La mujer pareció humanizarse momentáneamente.

—Sí —dijo. Por un momento Rooster pudo imaginarla montando en bici de montaña o corriendo, empapada en sudor, como en un anuncio de bebidas isotónicas. Después el cargo volvió a apoderarse de ella—. Pero en cualquier caso…

—Iré despacio a partir de ahora. Se lo prometo —intervino Rooster.

Intentó poner una expresión afable en la mirada, inseguro de la imagen que daría desde el exterior.

La agente entornó los ojos y se lo quedó mirando un momento. No dijo ni sí ni no a la multa, simplemente lo miró. Rooster se sintió incapaz de dejarse llevar. Fue la visión de sus zapatos de patrullera; las punteras negras y brillantes, tan pequeñas que apenas asomaban por debajo de sus pantalones. «Esta agente Jennings, esta cosita joven y hermosa, es el tipo de chica con la que debería estar —se dijo Rooster en silencio—. Y podría. ¿Por qué no? No es que sea la mejor manera de conocerse, pero las hay peores».

Se imaginó a ambos juntos, al cabo de un par de meses. El tiempo suficiente para sentirse cómodos el uno con el otro, pero no tanto como para que se hubieran adentrado en la rutina. Rooster la imaginó llegando a casa después del trabajo. Él estaría en el sofá y ella le arrojaría su gorra y se quitaría la goma con la que se ajustaba la coleta. Se acercaría a él y Rooster le desabrocharía el cinturón del arma, retirándolo de sus esbeltas caderas. Comenzaría a desabotonarle los pantalones, revelando un estómago liso y duro y la parte superior de sus elegantes braguitas de fino algodón. Rooster habría llegado a casa escasos momentos antes. Porque, sin que ella lo supiera, la habría estado siguiendo durante toda la jornada, asegurándose de que nada malo le sucedía. Iría tras ella inspeccionando su zona de patrulla en busca de amenazas. Sería su refuerzo invisible. Rooster se imaginó llevando una vida honesta. Dejaría de hacerse llamar «Rooster» y respondería por «Garth». Garth Mintz y la agente Jennings. «Mierda, ¿cuál era su nombre de pila?» Aquello lo sacó de su ensoñación justo a tiempo para oírla decir:

—Espere en el coche, por favor, señor. Solo será un minuto.

Una capa lúgubre cayó sobre Rooster como una pesada ola rompiendo sobre su cuerpo. Notó sus movimientos espesos, distraídos, como si estuviera nadando en gelatina. Abrió la puerta del coche y apoyó los pies en el suelo. La agente Jennings, de camino a su vehículo, se detuvo en seco. Rooster se enderezó y se estiró, como si tuviera las piernas y los brazos agarrotados. Y los tenía agarrotados… por el asco. Asco por la situación en la que había acabado y por lo que debía hacer a continuación.

—Le he dicho que espere en su coche, señor —oyó que llegaba hasta él la voz de la agente Jennings, tensa.

—Solo quería aprovechar para fumarme un pitillo —dijo él, tímidamente, palpándose el cuerpo en busca de cigarrillos.

La policía dio un par de pasos hacia él, arrimando la mano a la radio al tiempo que se acercaba.

—Voy a tener que pedirle que apoye las manos contra el coche.

Ahora su tono era imperativo. Si sentía algún temor, lo tenía controlado y cerrado bajo llave.

Rooster hizo ademán de obedecer, volviéndose hacia el El Camino, levantando los brazos. Mientras se daba la vuelta, vio que la agente estaba pulsando un botón en la radio, dispuesta a utilizarla. Inhaló el aire nocturno. La duda gelatinosa se desprendió de sus miembros. Rooster se giró bruscamente hacia la mujer lanzando un derechazo con todas las fuerzas que fue capaz de reunir sin llegar a perder el equilibrio.

«¿Qué está haciendo?», se preguntó Stacy Jennings cuando Mintz, el individuo al que había hecho parar, salió de su coche. Era su último recuerdo claro. El resto tuvo que verlo en la grabación tomada desde su salpicadero. Meses más tarde, después de todas las operaciones, vería la cinta y apenas sería capaz de comprenderla. Contempló con incredulidad el modo en que había encajado aquel primer puñetazo, completamente de lleno, incapaz de asimilar el hecho de que ni siquiera lo hubiese visto venir. Prácticamente había ido a su encuentro. Había sido buena boxeadora en la academia, y también antes, cuando su padre le había enseñado. Era capaz de intercambiar golpes con cualquiera de los reclutas masculinos y a menudo les superaba gracias a su capacidad para moverse y esquivar en el cuadrilátero. Pero aquello había sido en el cuadrilátero, con casco protector y bucal, guantes y asaltos. Apenas era capaz de creer el modo en que se había derrumbado en la calle, como un saco. El primer puñetazo le había roto la mandíbula. Aún no podía procesar la extraña distancia, la lejanía que sintió al ver cómo el hombre se arrodillaba sobre su pecho y comenzaba a golpearle en la cara. A pesar de que se reconocía a sí misma en la cinta, reconocía el rostro con el que estaba familiarizada, el rostro que no volvería a tener, le pareció como si todo aquello le estuviera sucediendo a otra persona. La parte trasera de su cráneo golpeaba el asfalto impulsada por los puñetazos, puñetazos que le rompían los dientes, le cortaban las mejillas, le aplastaban la nariz y el hueso orbital del costado izquierdo. La sangre, oscura e incolora debido a la calidad del vídeo, manó sobre su pelo, empapándolo y ennegreciéndolo. Vio al tipo levantarse de un salto tras haberla dejado inconsciente, mirar a su alrededor y detenerse un extraño momento a contemplarla para luego subirse a su coche y desaparecer. Stacy permaneció inmóvil durante menos de un minuto. Su gorra estaba tirada en el suelo junto a la esquina inferior izquierda del plano. Después sus manos empezaron a moverse, le palparon la cara y encontraron la radio. Una voz grave y borboteante avisó «Código uno-cinco-cuatro. Agente herida junto al cruce de June con Prosser», antes de que la radio, reluciente y pegajosa de sangre, cayese de entre sus dedos.