Se encontraban sentados en el Toronado de Behr, aparcados junto a la acera de enfrente del Golden Lady. A Behr no le atraía demasiado la perspectiva de volver a entrar en el club después de lo sucedido tras su última visita, especialmente llevando a un civil consigo, pero algo en su interior se había roto. A lo mejor había agotado su tolerancia ante las cosas terribles que pueden sucederles a los niños, pero ahora sabía que no iba a abandonar aquel caso. Observó a Paul, que estaba mirando a través del parabrisas, y sopesó cuánto sería justo contarle sobre lo averiguado respecto a Ford y lo sucedido desde entonces. «Más de lo que le voy a decir», fue la cantidad a la que llegó.
—Escuche, cuando interroguemos a alguien, deje que sea yo quien hable —dijo Behr. Paul asintió de manera casi imperceptible—. Diga lo que diga, incluso si no tiene sentido, oiga lo que oiga, mantenga siempre cara de póquer.
—Cara de póquer.
—No intente ayudarme. Y si digo que es hora de marcharse… nos vamos.
—De acuerdo.
Behr volvió a escudriñar el club. Si en el interior había alguien desconsolado por el fallecimiento de Ford, no lo estaba demostrando. No se veía ninguna banderola negra colgada en su honor en la fachada, solo un cartel que anunciaba ofertas en las consumiciones y el nombre de las bailarinas.
—De acuerdo. Entre y siéntese en la barra. No hable demasiado con nadie. Yo entraré un par de minutos más tarde. No nos conocemos a menos que le diga lo contrario. ¿Entendido?
—Entendido.
Paul salió del coche y se dirigió al club. Behr lo observó. Sus zancadas estaban cargadas de intención, un intento por disimular los nervios. Behr se había dado cuenta de lo ansioso que estaba nada más recogerle. Paul iba vestido con prendas cuidadosamente seleccionadas: pantalones caqui, deportivas, camiseta abotonada bajo un suéter granate y una cazadora de color claro. Ni demasiado elegante ni demasiado informal. No sabía qué le esperaba, de modo que había intentado estar preparado para cualquier circunstancia. Había que reconocer que no lo había hecho del todo mal.
Paul respiró hondo mientras se adentraba en el Golden Lady. Ya mientras pagaba en la cabina notó los graves de la música en la entrepierna. Al entrar en la sala principal del oscuro club se sintió mareado y extraño. Un destello de carne blanca y rosada cruzó por su campo de visión. Apenas se atrevió a mirar. Latón, humo, espejos y luces giratorias lo condujeron hasta la barra. Se sentó y alzó un dedo para llamar a un camarero que no le vio. Dejó el dedo levantado, pero luego se sintió como un aficionado y lo bajó. Nunca iba a aquel tipo de locales. No era que no lo tuviera permitido, como la mayoría de los tipos casados de su oficina. Carol no era así. Siempre se había fiado de él. Cuando eran jóvenes, se fiaba incluso en exceso. De hecho, nada que se le ocurriera hacer en relación con otras mujeres era suficiente para suscitar en ella una reacción celosa. En aquel entonces no se lo tomaba nada en serio. Más adelante, cuando Paul consiguió que la relación fuera más allá de una simple amistad, Carol comenzó a prestarle atención, pero había seguido sin preocuparse por su vida nocturna.
El camarero se plantó frente a él mientras Paul debatía consigo mismo si mirar a la joven bailarina sobre el escenario o apartar los ojos despreocupadamente.
—¿Qué le pongo? —preguntó el barman.
Paul no estaba seguro. No sabía si debía beber para pasar desapercibido o abstenerse para mantenerse alerta.
—Escocés con soda.
Decidió que simplemente le daría unos sorbos.
—¿Normal o premium? Whitehall con cubitos, Cutty para el exquisito.
—Cutty.
Llegó su combinado y Paul le dio un buen sorbo. Mayor de lo que había pretendido. Le escoció en la garganta y le golpeó en la cabeza. Había visto al camarero servírselo, pero dudaba que lo que había en la botella fuera Cutty de verdad. Recordó que no había cenado. Había llegado a casa del trabajo y se había quitado rápidamente el traje. Carol había entrado y había iniciado el «¿Qué te apetece cenar? / No sé, ¿qué te apetece a ti?», un diálogo que para ellos había pasado a ser rutinario, un simulacro de conversación. Carol se había sorprendido ligeramente al enterarse de que iba a salir, pero no dijo ni una sola palabra para detenerlo.
Paul cogió su vaso y giró sobre su taburete, dispuesto a comerse con los ojos a las strippers como un cliente más. Llegó a tiempo de ver a una bailarina de veintipocos años despojarse de un sujetador de piel. Notó una punzada en el pecho ante la visión de su cuerpo casi desnudo. También vio a Behr entrando en el club. Se movía con unos andares relajados y ligeramente arrastrados que eran a la vez chulescos y sin pretensiones. Behr se despatarró frente a una mesa pegada al escenario. Arrojó unos billetes a los pies de la bailarina y la miró con admiración, asintiendo como si aprobase todas y cada una de sus ondulaciones.
Una camarera se dirigía hacia la mesa de Behr cuando vio algo que hizo que intentara desviarse. Behr pareció chasquear los dedos en dirección a ella y su mano salió disparada, extendiendo el brazo como un telescopio más allá de lo que parecía posible y agarrándola de la muñeca. La camarera intentó resistirse un momento, después flaqueó y se acercó a él.
—Ha venido para hablar de Tad. Bien, pues se supone que no debo hablar de él con nadie —dijo la camarera de la noche anterior, paseando la mirada por todo el local.
—¿Sí? ¿Quién ha dicho eso?
—Los propietarios. El encargado.
—Ah, Rudy —dijo Behr, confundiéndola con su familiaridad.
—No es verdad que Tad le debiera dinero —dijo ella acusadoramente.
—No.
—¿Quién es usted?
—¿Tú quién crees?
La música terminó y sobre el escenario la bailarina recogió sus propinas. Sonrió hacia Behr mientras cogía los billetes que este le había dejado. Él le devolvió la sonrisa y después la muchacha salió del escenario.
—¿Es de la policía? —preguntó la camarera.
Behr se encogió de hombros, después le dedicó un medio saludo a Paul en la barra. Paul levantó su copa a modo de respuesta. Observó a la camarera estudiar el intercambio. Paul parecía el poli de incógnito peor disimulado de la historia.
—Hágame un favor y váyase de mi sección —dijo la camarera, marchándose apresuradamente.
Behr no se movió. Paul le preguntó mediante un gesto si debía aproximarse y Behr negó con la cabeza. No pasó mucho tiempo antes de que la bailarina que había estado sobre el escenario apareciera junto a la mesa de Behr. Ahora llevaba puesto un ajustado camisón de color lavanda por encima de una reveladora combinación. Tenía el pelo rubio pajizo y parecía más joven ahora que estaba a su lado.
—¿Quieres un baile privado, grandullón?
—No, cielo.
—Entonces ¿me invitas a una copa?
Behr sacó una silla para ella con el pie. La chica se sentó.
—Claro, pero me temo que el servicio no va a ser demasiado bueno.
Ella no entendió a qué se refería y miró a su alrededor en busca de una camarera. No había ninguna a la vista, de modo que le hizo una seña al barman.
—¿Te importa? —preguntó mientras sacaba un paquete de Capris de su diminuto bolso.
—En absoluto. Háblame de Tad Ford.
Una sombra de preocupación pasó por los ojos de la bailarina, aunque no fuese exactamente miedo. No se movió para levantarse. Le habían advertido lo mismo que a la camarera, que no hablase, pero siendo diez años más joven se sentía más segura de su posición en el club. Cruzó un bronceado muslo sobre el otro y tiró del dobladillo del camisón para ocultar un cardenal amarillento.
—Sé que se supone que no debes hacerlo —añadió Behr, pasándole un billete de veinte.
Ella lo metió en el bolso junto con los cigarrillos.
—¿Qué quieres saber? Era un fracasado y fracasó.
—Ya —se mostró de acuerdo Behr—. ¿Con quién solía verse? Amigos, quien sea.
—Solo llevo aquí dos meses. No lo sé, papi chulo.
—¿Sabes algo?
—En realidad no —dijo la muchacha, sin lamentar en absoluto haberle decepcionado. Behr esperó sin decir nada—. Pero ¿sabes quién podría saber algo?
—¿Quién?
—Brandi.
—¿Es una de las bailarinas?
—Eso mismo.
—¿Y su nombre real?
—Michelle Ginelle.
—¿Puedes llevarme a los camerinos?
La chica se rió de él.
—Oh, esa es la pregunta de los sesenta y cuatro dólares, como diría mi padre. No es la primera ni la segunda vez que la oigo desde que empecé a trabajar aquí. —Behr esperó nuevamente sin decir nada—. En cualquier caso, ahora no está.
—¿No? ¿Y dónde está?
—No se ha pasado mucho por aquí este último par de semanas. Pero a Tad se le caía la baba con ella. La seguía a todas partes como un perro, tío.
—¿Ah, sí? ¿Alguna vez pasó algo entre ellos?
A la muchacha aquello le pareció realmente la monda. Al parecer, Michelle Ginelle era una mujer de ciertos escrúpulos.
—Ja, no. Michelle dice que «puedes conseguir más en un minuto casándote de lo que podrías ganar toda la vida trabajando». Me lo enseñó ella. Así que no creo que Tad fuera un buen candidato, no sé si me entiendes.
—Ya —dijo Behr mientras el camarero llegaba con una pequeña botella de champán español.
Colocó una copa de flauta de falso cristal ante la bailarina y se dispuso a abrir la botella.
—Serán sesenta —dijo—. ¿Quiere que le abra una cuenta?
Behr alargó el brazo y detuvo la mano del barman sobre el corcho.
—Será mejor que no la abras, hijo.
El camarero frunció el ceño, negó con la cabeza en dirección a la bailarina y se marchó.
—Eh —dijo la bailarina, indignada.
—¿Dónde puedo encontrar a Michelle? —exigió Behr.
La bailarina hizo una mueca de mofa, intentando parecer dura y despreciativa, pero simplemente no tenía la experiencia suficiente para resultar convincente.
—¡Dímelo! —ladró Behr.
Por un momento la chica pareció una niña asustada, después volvió a ser ella misma.
—Tiene un apartamento en County Line. Es lo único que sé —dijo, deseando finiquitar aquella conversación.
Behr hizo ademán de ir a marcharse, y luego se paró en seco.
—Has hablado conmigo. ¿Cómo es que no le tienes miedo a Rudy? —preguntó.
—¿Por qué iba a tener miedo de Rudy? —dijo ella, abriendo las manos en un gesto que abarcó su metro ochenta y sus diecinueve años de piel semidesnuda.
Efectivamente, ¿por qué?
Behr le hizo un gesto a Paul y se dirigió a la puerta.
De nuevo en el coche y mientras se dirigían a County Line, Behr marcó un número en su teléfono móvil.
—Hola, Bobby —dijo—. ¿Puedes conseguirme la dirección de una tal Michelle Ginelle? Residente en County Line, según tengo entendido.
Behr esperó y miró de reojo a Paul.
—Un colega de profesión. Se pasa la mayoría de las noches en casa pegado al ordenador. Nos ayudamos mutuamente.
»Eh, genial. Gracias, Bobby —dijo Behr al auricular, después varió ligeramente su curso y siguió conduciendo.
Paul le acompañaba sin decir nada. A pesar de que parecía deseoso de hacerle algunas preguntas, resistió el impulso. Behr apreció el esfuerzo. Deseaba permanecer absorto en sus pensamientos, pero decidió ofrecer un par de palabras a modo de recompensa.
—Vamos a hablar con una chica, una bailarina de ese club. Al parecer conocía a un tipo que solía trabajar allí de portero. Puede que estuviera implicado.
—¿Solía trabajar de portero?
—Sí.
Behr no dio más explicaciones.
«Me está empezando a salir barriga. Ay, Michelle», dijo esta para sí, dándole la espalda al espejo. Cuando terminó de observarse el cuerpo, reparó en sus ojos. Malas noticias. No se la veía particularmente fresca. Veinticuatro ya no eran veintiuno, y Michelle sabía que a partir de allí todo iba a seguir un mismo camino. Se había pasado el día entero mareada; toda la semana a decir verdad. Cansada y con ganas de vomitar. Sabía lo que significaba. El cabrón de Rudy. Había dicho que la sacaría a tiempo. En realidad había sido culpa suya. Rudy tenía un bonito cuerpo y un bonito coche, pero no era un hombre de posibles. No era un caballero. Eso le pasaba por haber roto sus propias reglas: nunca folles por diversión. Juega si tienes que hacerlo, pero nunca con gente del negocio.
Michelle se sentó a la mesa de la cocina y jugueteó con un paquete de Merits. Se moría de ganas de fumarse uno. Acompañado con las tres latas plateadas de Coors Light que tenía en la nevera. Pero se contuvo. Iba a tomar la píldora del día después para librarse del problema. Parecía una solución menos agresiva que pasar por el quirófano. Aquella mañana la decisión ocupaba un espacio físico en su habitación, como una figura oscura y amenazante que acechase en un rincón. Tuvieron que pasar horas antes de que Michelle fuese capaz de salir de la cama para enfrentarse a ella. En cualquier caso, al fin se había decidido, y sabía que era la decisión adecuada. La única posible. De todos modos, no quería beber ni fumar hasta que lo hubiera hecho, a la semana siguiente. Simplemente no le parecía bien. Fuese lo que fuese lo que tuviera en su interior y al margen de lo mucho o poco formado que estuviese, no se merecía sufrir el humo en sus pulmones o el alcohol en su corriente sanguínea. «Que pase tranquilo el poco tiempo que le queda», pensó Michelle.
Se estaba pasando los dedos por el pelo, apreciando su suavidad, cuando sonó el teléfono. Tuvo el instinto momentáneo de responder, pero lo mantuvo a raya. O era el club o era su madre, y no tenía ganas de hablar con ninguno de los dos. Hacía un año que no mantenía una conversación decente con su madre, desde que había cometido el desliz de reconocer que era bailarina y no simplemente camarera en un club. Su madre era una moralista, pero su moral no parecía surgir de un lugar puro. Michelle creía que lo que pasaba era que la asustaba la vida, motivo por el cual se aferraba a lo que no se debe hacer en oposición a lo que se puede, y Michelle no necesitaba aquella energía negativa en aquel momento. Tampoco quería hablar con Rudy ni con ninguna de las chicas del club. No estaba de humor para trabajar ni en condiciones de decidir cuándo debería ser su próximo turno. Tras enterarse de lo de Tad, se preguntó si no debería buscarse otro club. El Golden Lady desprendía mal rollo. Michelle se estremeció y sintió como si tuviera una toalla empapada y fría envuelta alrededor de los hombros; así de intenso era el húmedo peso que notaba encima.
El teléfono dejó de sonar y Michelle disfrutó de un momento de soledad; después llamaron a la puerta. Dos tipos grandotes. El más corpulento de los dos le preguntó si su nombre era Michelle Ginelle. Polis, pensó ella. Otra pareja había pasado por allí al mediodía para hacerle un par de preguntas. ¿Se había peleado Tad con alguien en el club? ¿Tenía enemigos? Michelle abrió la puerta un poco más.
—Querríamos hablar con usted un minuto sobre Tad Ford —dijo el hombre.
La bailarina les dejó entrar y Paul y Behr la siguieron por un corto pasillo hasta el salón. Era imposible ignorar el gracejo con el que caminaba. Hacía frío en el interior del adosado, el termostato estaba al mínimo para ahorrar y la muchacha vestía pantalones de chándal holgados y una camiseta rota puntuada por sus pezones. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y, a pesar de que no iba maquillada y de unas leves ojeras, era despampanante. Tenía los labios carnosos y unos ojos resplandecientes; sus formas se adivinaban redondeadas y plenas por debajo de la ropa. Desprendía cierta energía que Paul ya había percibido previamente en otras mujeres muy bellas, como si fuese una perfecta y fresca naranja abierta en gajos y extendida sobre la palma del mundo. Carol solía tener aquella cualidad. Antes. La chica les señaló el sofá y se sentó en una butaca reclinable de piel, replegando bajo el cuerpo sus pies cubiertos con calcetines. Desde el otro lado de la estancia, un enorme televisor sintonizado en silencio en un canal de teletienda arrojaba una luz parpadeante sobre un costado de su rostro. Tenía la mayor colección de discos compactos que Paul hubiera visto jamás, apilados junto al televisor. Paul miró a su alrededor. Nunca había estado en el interior de un adosado como aquel. Formaba parte de un complejo que parecía prolongarse durante kilómetros hasta más allá de donde alcanzaba la vista. El exterior de las unidades estaba forrado con planchas verticales de color pardo y los tejados eran negros. De no ser por lo bien iluminadas que estaban las calles y el minucioso sistema de numeración, habrían tardado horas en encontrar su puerta. Paul se había preguntado qué clase de personas vivían en lugares como aquel. Habría apostado a que funcionarios del gobierno, programadores informáticos y ejecutivos de cierto nivel. Ahora sabía que las bailarinas exóticas también. Las unidades eran espaciosas, con dos y hasta tres dormitorios, pero parecían estar habitadas únicamente por solteros. No se veían bicicletas en los patios, ni juguetes ni canastas de baloncesto, ni más de un coche por casa, nada que indicase que en el complejo residían familias. A Paul se le ocurrió que a lo mejor en el futuro acabaría en un lugar como aquel: un vendedor de seguros divorciado y venido a menos.
La chica era joven, de unos veintipocos años. Sentada frente a ellos, jugueteaba con un paquete de cigarrillos.
—Estoy intentando no fumar —dijo cuando se dio cuenta de que la estaban mirando. Su voz era grave y ronroneante, como si tuviera glicerina en la garganta. No pretendía parecer seductora, pero igualmente Paul se vio afectado por ella. Se alegró de ir acompañado por Behr, pues si hubiera estado solo habría tartamudeado y dado tumbos—. Entonces ¿quieren hablar sobre Tad? No sé quién lo mató.
Paul se removió incómodo en el asiento al oír que se había cometido un asesinato, pero consiguió mantener la calma.
—No pasa nada —dijo Behr—. ¿Qué pensó cuando lo supo?
—Me alteré mucho. Nunca había conocido a nadie que muriese de esa manera. Pero ¿qué le vas a hacer? No es algo en lo que pueda pensar demasiado. Yo también tengo problemas que debo solucionar.
—Entiendo —asintió Behr. A lo mejor era verdad que lo entendía. Paul no tenía ni idea de cuánto era capaz de intuir Behr acerca de la gente—. Él, sin embargo, estaba prendado de usted.
Michelle sacó un cigarrillo de manera automática, después se dio cuenta y volvió a meterlo en el paquete.
—Sí, pero la admiración no era mutua.
—¿No era su tipo?
—Justamente. —Michelle empezó a reír, pero se contuvo de inmediato—. Mire, no quiero hablar mal de los muertos, ¿sabe? —Behr asintió como si lo supiera. Paul le imitó—. Pero cuando trabajas de bailarina aprendes rápidamente a no salir con nadie del negocio. —Pronunció estas últimas palabras con considerable amargura—. Sus… eh… atenciones… pasaron a resultarme incómodas al cabo de un tiempo. En cualquier caso, es todo lo que tengo que decir al respecto. Es lo mismo que le he dicho a los otros agentes que han venido antes.
—No somos policías —dijo Behr, y Paul vio que los ojos de Michelle se inflamaban, furiosos y traicionados—. Eh… en ningún momento he dicho que lo fuéramos.
—Ya, pero…
—Somos investigadores privados. Contratados por la familia de Tad Ford —dijo Behr.
Paul observó cómo Michelle intentaba interpretar aquel giro.
—¿Su familia?
—Digamos únicamente que son prominentes. —Behr dejó que la información se aposentara. Pareció reverberar contra las paredes blancas—. Tienen un gran negocio familiar del que puede que haya oído hablar. En Detroit.
Behr esperó mientras Michelle unía los puntos. De repente lo entendió y todas las posibilidades perdidas pasaron por su rostro con tanta claridad que Paul podría haber alargado la mano y tocar la idea.
—Tad nunca me dijo que fuera…
Las palabras de Michelle murieron en un pozo de voz cazallera y decepción.
—Vaya, uno pensaría que no habría dejado de mencionar un detalle como ese. —Behr miró a Paul, sentado a su lado en el sofá. Este le respondió mediante un encogimiento de hombros—. Supongo que ese es el tipo de persona que era.
—Supongo —dijo la chica.
Parecía acongojada por el hecho.
—Así pues, ¿cree que podría recordar algún otro detalle sobre él? ¿Qué hacía antes de empezar a trabajar en el club? ¿Algún amigo o asociado con el que le haya visto alguna vez?
Paul admiró el estilo de Behr con la muchacha. No era ni afable ni desagradable, comportándose más bien como un objeto inamovible que no desaparecería hasta haber obtenido su información.
Ahora Michelle les hablaba desde un lugar lejano. Sus problemas se habían magnificado y estaban cargando el ambiente de la habitación. Paul esperó a que Behr añadiera que la familia de Tad agradecería cualquier tipo de información, que puede que incluso pagaran por ella. Es lo que habría hecho él. Pero Behr guardó silencio. Paul anotó mentalmente preguntarle por qué. Después se dio cuenta él solo. Un cambio había sobrevenido en la muchacha. Que Tad hubiera sido especial la hacía a su vez especial a ella, y ahora quería hablar.
—Tad solía ser cliente, empezó a venir hace ya algún tiempo. Así es como nos conocimos. Era un habitual. Yo era su favorita. No gastaba dinero en ninguna de las demás chicas… —Sonrió. Su sonrisa fue como un cuchillo helado en el pecho de Paul. Podía imaginar lo indefensos que se sentirían en su presencia los hombres del club. Era consciente de que aquel portero había pasado de ser objeto de revulsión a individuo misterioso de buen gusto en el preciso instante en que Michelle creyó que venía de buena familia, pero aun así su sonrisa lo desgarraba—. Ahora que lo pienso, por aquel entonces gastaba mucho. Y cuando aún era cliente solía venir con un tipo al que ya no volví a ver cuando Tad comenzó a trabajar en el club.
Paul se sorprendió inclinándose hacia delante en el sofá de falso cuero e intentó recuperar disimuladamente una postura más formal.
—¿Qué clase de tipo? —preguntó Behr.
—Pequeño y nervudo. Se llamaba Rooster.
—Rooster.
—Un apodo, evidentemente.
—Ajá.
—Con cierto atractivo, pero un poco raro. ¿Cuál es la palabra? —Buscó en su cerebro durante un minuto, después renunció y siguió hablando—. Tenía un rollo un poco a lo Axl, pero con el pelo más corto. Pasaba mucho tiempo en el gimnasio. Siempre se marchaba del club porque tenía que entrenar de madrugada, con regularidad religiosa. También se le veía muy incómodo, sentado allí, hablando con las chicas.
Behr absorbió la información, anotando mentalmente que debía pedirle a Terry Cottrell y a otras fuentes que le echaran una mano para identificar al socio de Ford, pero Michelle aún no había terminado.
—Siempre supe que Tad estaba enamorado de mí. Cuando estaba a mi lado era tímido y torpe, pero simplemente supuse que era así siempre, hasta que me di cuenta de que era mucho peor cuando estaba conmigo… Después comenzó a trabajar en el Lady y aquello lo descalificó.
—¿Sabe a qué se dedicaba antes? —preguntó Behr con una voz tan suave que Paul jamás habría sospechado que fuese suya.
—Dijo que era conductor.
—Conductor. ¿Chófer particular? ¿Camionero? —Behr quería más precisión.
Michelle se encogió de hombros y sus senos se alzaron bajo la camiseta.
—Solo conductor, no sé exactamente de qué. Trayectos largos. Tenía el típico bronceado en el brazo izquierdo. —Hizo como que asomaba el brazo por la ventanilla de un coche—. Solía intentar impresionarme prometiéndome viajes. O por aquel entonces pensaba que intentaba impresionarme.
Paul y Behr observaron mientras Michelle recreaba bajo una luz nueva su relación con el fallecido.
—¿Adónde quería llevarla?
—Conocía México. Dijo que podía llevarme a tal o cual playa alucinante donde nadie nos molestaría. Totalmente privadas.
A pueblos en los que podías contratar a un lugareño para que te cocinara el mejor pollo que hayas probado en tu vida por setenta centavos. Pero todas las chicas lo saben: una solo acepta viajes con un determinado tipo de hombres. Los que te pagan un billete en primera o los que tienen avión privado.
—Ya —dijo Behr sin juzgar.
—Tiene sentido —añadió Paul, pues le parecía que podía empezar a resultar sospechoso que nunca dijese nada.
—Oh. Esperen —dijo Michelle, y se levantó de un salto para salir del cuarto a una velocidad alarmante.
La oyeron rebuscar en la cocina. Un cajón se abrió y volvió a cerrarse. Paul miró a Behr. Behr permaneció inexpresivo. La muchacha regresó y le enseñó la mano a Behr. En ella llevaba un pequeño llavero de madera tallada. Tenía letras pintadas y la imagen de un sol poniéndose entre palmeras.
—Me lo regaló él.
—Ciudad del Sol.
—Sí.
—¿Es aquí adonde quería llevarla?
—No. A algún otro sitio. Jalisco o algo. —Sintió un escalofrío y se abrazó a sí misma—. Pueden quedárselo, no quiero recordar lo que le ha sucedido. Me da mal rollo.
—De acuerdo —dijo Behr, guardándose el pequeño llavero.
—Hace poco me contó que se había visto obligado a distanciarse de Rooster, lo cual me resultó extraño, ya que hacía mucho que ni siquiera aparecía por allí. Pensé que a lo mejor estaba celoso porque las bailarinas le habían prestado mucha más atención que a él, pero Tad dijo que era mala persona.
—Ya veo —asintió Behr—. ¿Alguna cosa más?
Michelle se mordió el labio inferior hasta dejárselo blanco en una mueca pensativa. Después dejó de hacerlo y el labio enrojeció hasta que pareció que iba a reventar.
—No. Creo que no.
Los tres se levantaron y se dirigieron a la puerta de entrada.
—Amenazador. —Michelle se detuvo en seco—. Esa era la palabra que estaba buscando. El tipo aquel, Rooster, parecía amenazador.