Carol Gabriel se prende un mechón de pelo rubio y sucio por detrás de la oreja y sorbe su café; Folger en grano recién molido, un tostado suave. A sus amigas les gusta Starbucks, pero a Carol le resulta amargo y sabe que solo lo beben por la marca.
Está de pie en la cocina, contemplando el exterior a través de la pequeña ventana cuadrada que hay sobre el fregadero. Se ha descubierto sonriendo en aquel lugar casi todos los días desde que se mudaron. Especialmente desde hace tres semanas, cuando el otoño llegó con una explosión de color en los árboles. Pero a pesar de que el día está despejado y luminoso, hoy no hay sonrisa. Su segunda taza de café ha comenzado a cortársele en el estómago, pues Jamie normalmente aparece por el camino de entrada antes de que le haya dado tiempo de acabarse la primera.
Paul entra en la cocina con una corbata de seda azul alrededor del cuello, sin anudar. Como tiene la nariz metida en un folleto, tropieza con una silla de la cocina. La silla chirría sobre el suelo de baldosas de cerámica y envía a través de su rodilla una dolorosa corriente que le sube por todo el muslo. Carol se vuelve hacia el ruido.
Anualidades divididas. Renta fiscalmente ventajosa y principal protegido. Paul todavía no tiene claro cómo vender el concepto, pero debe comenzar a ofrecer nuevos productos. Se sienta, alarga la mano hacia una tostada fría. Seguros de renta de interés variable; contribuciones anuales a una póliza de seguro de vida que pasa a ser una especie de fondo de pensiones al llegar a los sesenta y cinco; es lo que le ha traído hasta este barrio. Amplió su clientela base, llegó a nuevos compradores. Realizó una maniobra sensata y conservadora y adquirió una casa cuya hipoteca podría cubrir incluso en su peor mes gracias a su comisión por dichas pólizas. Ahora el plan era no tener meses peores.
Paul mastica la tostada. Mientras se alimenta con la mano derecha, se toca el estómago con la izquierda. Este cede. Treinta y cinco años. Lo había tenido como una tabla de planchar hasta los treinta y uno, pero estos últimos cuatro años se ha dejado llevar. Con una estatura de uno ochenta y tres, había sido enjuto durante la mayor parte de su vida, un corredor. Hasta que le salió un osteofito en el talón. Los médicos le recomendaron que se lo extrajese quirúrgicamente, pero la operación implicaba una larga rehabilitación, de modo que Paul decidió erosionarlo corriendo. Le dijeron que no saldría bien, que el espolón continuaría desgarrando el tejido conjuntivo de la planta del pie, que no era posible, pero él se había hecho a la idea de que sí lo era. Kilómetro tras doloroso kilómetro siguió insistiendo, hasta que algo cambió y cedió, y el espolón acabó por desgastarse. Después su trabajo hizo lo que el dolor no había conseguido y lo detuvo en seco. Comenzó a llegar a casa con un cansancio completamente distinto al provocado por los trabajos manuales que había desempeñado durante su juventud. Un par de escoceses a la semana pasaron a ser un par cada noche, para poder dormir. Aquello, sospechaba, añadió la primera capa de grasa. Se pasó al vodka, lo cual ayudó, pero estaba en mala forma y lo sabía.
—Paul, estoy preocupada. —Carol se cierne a su lado. Paul alza la mirada. Una sombra enturbia el rostro de su esposa—. ¿Has visto a Jamie en la calle?
—No. ¿Por?
—No está en casa y no le he oído volver del reparto.
—A lo mejor se ha ido temprano a la escuela…
El rostro de Carol irradia una docena de preguntas, la más amable de las cuales es: «¿Qué crío querría ir temprano a la escuela?».
«¿Cómo puede un hombre adulto ser tan estúpido?», es la que primero le viene a la cabeza. Se siente culpable por ello y de inmediato la desestima. Pero ha estado ahí.
—No, tienes razón —dice Paul. Engulle su café, reúne un fajo de folletos de la aseguradora y se levanta—. A lo mejor se le ha estropeado la bici. —Carol lo mira con dudas, no con esperanza—. Voy con retraso, pero repasaré su ruta para ver si lo encuentro de camino a la oficina. Llámame si aparece. Quiero saber por qué…
—Llámame en cuanto lo veas. Llámame en cuanto puedas. Preguntaré en casa de los Daugherty. A lo mejor está allí.
—Sí. Probablemente sea eso.
Paul le da un beso en la mejilla y se dirige a la puerta. Es como besar a un maniquí.
Las madres saben.
El Buick LeSabre azul de Paul recorre el vecindario. Calles que habían estado vacías y silenciosas hace tan solo una hora vibran con la presencia de minibuses que llevan a los niños a la escuela. Los más mayores pedalean en grupos. Los adolescentes comparten coche de cuatro en cuatro para ir al instituto. Corredores y paseantes de perros ocupan las aceras.
Paul se detiene ante una señal de stop en miniatura sostenida por una mujer mayor de pelo canoso que lleva una faja naranja alrededor del torso. Le hace señas a un grupo de niños de ocho años para que crucen por delante del Buick mientras Paul baja su ventanilla.
—¿Conoce a Jamie Gabriel? ¿Lo ha visto pasar?
—No por el nombre —dice la mujer, con años de cigarrillos en la voz—. Conozco las caras.
—¿Ha visto a un repartidor de periódicos? —dice Paul. Desearía llevar una foto consigo—. Puede que se le haya roto la bici.
—Pues no, solo chavales de camino a la escuela.
Insatisfecho, Paul asiente y sigue su camino. Gira a la derecha por Tibbs. Una avenida moteada de manchas de aceite. Jamie no está allí y no se percibe nada fuera de lo común. Inseguro de qué hacer a continuación, Paul recorre el resto de la ruta y después continúa hacia la oficina.
Rooster está sentado dándole sorbos a su cerveza matutina. Sonidos de guitarra distorsionada atruenan en su cabeza. Lleva toda la mañana escuchando a Mudvayne. Hace un minuto que ha apagado el equipo, pero todavía puede oír la música. Es uno de sus talentos. Una de las muchas cosas que otros no pueden hacer y él sí. Rooster es especial. Él sabe que lo es. Pero no está contento. Tener dones no es lo mismo que ser feliz. Su mente se agita con un fuzz de guitarra —no quiere pensar en nada ahí dentro— hasta que oye la furgoneta aparcar en el exterior.
Tad sale pesadamente de la furgoneta cargado con un pack de seis Blue Ribbon y un tentempié, la segunda comida de la mañana. Esta vez de McDonald’s, según las instrucciones de Rooster. Tad se encamina hacia la casa, el horror del vecindario. La pintura se está desprendiendo en escamas y largos colgajos rizados, y solo las ventanas laterales y las de la habitación al final del pasillo han sido pintadas recientemente. De negro. Es lo que llamarán su «estudio de grabación» en caso de que alguien pregunte. Pero nadie pregunta. Esta es la casa que los vecinos desearían que desapareciera para que el valor inmobiliario del barrio pudiera incrementarse.
Tad entra, quitándose las gafas de sol y guardándolas en el bolsillo de su camisa de franela. El salón es lóbrego. La moqueta tiene el color y la textura de las lentejas y la habitación está amueblada con sofás de segunda mano verdes y naranjas a los que no se les ha cambiado la tapicería en décadas.
La zona del comedor está sembrada de cajas y envoltorios de comida rápida. Rooster se halla sentado sobre una endeble silla ante un televisor en color de veinte años con antenas de estaño que descansa apagado sobre una caja de leche. Tiene los ojos fijos en la pantalla muerta y se balancea ligeramente, siguiendo el ritmo de una música de origen desconocido que parece colmar su cabeza. Va descamisado.
—Eres un puto vago.
Los ojos de Rooster no se separan del televisor mientras le enseña a Tad el dedo medio.
—No tienes ni una pizca de ética laboral.
—¿Has hablado con Riggi? —pregunta Rooster, como si Tad acabase de entrar en la habitación y los anteriores comentarios no hubieran tenido lugar.
—Eres un perezoso. Mírate.
—Ya he entrado ahí dos veces en el tiempo que llevas ausente —dice Rooster. Monótono. Sus ojos, también sin tono, se vuelven hacia Tad, deteniéndolo en seco—. ¿Has hablado con Riggi?
—¿Dos veces? Y una mierda dos veces… —Tad recupera el aliento—. Sí, he hablado con él.
—¿Qué ha dicho?
Tad deposita la cerveza entre la basura de la mesa del comedor. Abre una lata y le arroja otra a Rooster.
—El señor Riggi dice que lo necesita para el jueves.
Rooster abre su segunda cerveza y da un delicado sorbo de prueba.
—El jueves. Mierda.
—Sí —dice Tad, disfrutando de la incomodidad de su socio—, lo ha preparado todo para el jueves, así que más te vale ponerte las pilas.
—¿Ah, sí? ¿Yo debería ponerme las pilas? ¿Qué tal si esta vez te encargas tú?
El comentario silencia a Tad momentáneamente.
—No, gracias. Tú eres el profesional.
Rooster asiente ligeramente, complacido, después se mete una píldora en lo más profundo de la boca, la arrastra con un buen trago de cerveza y se levanta cansinamente. Vicodin. Cuando padeces dolor físico, hace desaparecer el dolor. Cuando no te duele nada, hace desaparecer otras cosas. Rooster recupera la compostura y recorre con decisión el pasillo hacia la puerta del dormitorio del fondo.
Tad ocupa la silla ante el televisor, se inclina hacia delante y pone los dibujos animados.
Oye el sonido de una llave girando en la cerradura desde el otro lado y la puerta se abre, permitiendo que una rendija de luz penetre en el sucio y oscuro dormitorio. Las ventanas ennegrecidas están aseguradas con clavos y protegidas por el interior con rejas de metal. Una cama sin sábanas es el único mobiliario. Rooster levanta el brazo y aprieta una bombilla en su casquillo, iluminando la habitación. Hecho un ovillo entre la cama y la pared se agita un amasijo de piel violentada y llorosa. El rostro del hombre adopta una máscara que no expresa frenesí ni locura. El rostro del muchacho forma su propia máscara de dolor, miedo e incomprensión, y también, muy por debajo de la superficie, demasiado como para resultar visible, furia. Ni siquiera dice «No», pero intenta alejarse del hombre arrastrándose débilmente.
—Vamos allá —dice Rooster, y se acerca al muchacho cerrando la puerta de un taconazo.
Fuera, en la sala de estar, Tad sube el volumen del televisor.
«Maldición. ¿Dónde dejé el condenado manual de instrucciones de la BlackBerry?» Paul rebusca en su mesa llena de papeles. Todos los teléfonos fijos están ocupados. Lleva semanas programando números en aquel trasto, pero ahora no consigue que funcione. Su despacho de tabiques prefabricados exhibe varios certificados enmarcados que celebran sus logros como vendedor de seguros, pero de nada le sirven ahora.
Janine se asoma a la puerta.
—Carol en la tres —dice, y vuelve a desaparecer.
Paul había llamado a Carol de camino al trabajo para decirle que saliera a buscar a Jamie.
—¿Carol? Mi BlackBerry se ha estropeado. ¿Ha aparecido? Porque cuando lo haga va a tener que darnos algunas explicaciones…
La respuesta de ella lo deja helado. Son las diez y cuarto.
—¿La policía? Podemos, pero no sé. Parece un poco drástico…
Su mirada se pierde en la distancia. Hay todo un mundo de posibilidades ahí fuera. Pero no está preparado para aceptarlas. Puede que los padres no quieran saber.
—Si no aparece a su hora habitual después de clase… —se interrumpe.
Nota un amargor en el estómago. Los ácidos se revuelven en su interior como si se hubiera tomado seis tazas de café sin haber comido nada.
—No, tienes razón. Iré a casa y nos encargaremos de esto… De acuerdo… Intenta no preocuparte.
Pero, mientras cuelga, eso es precisamente lo que Paul ha empezado a hacer.
Paul y Carol permanecen inmóviles en medio del remolino de actividad burocrática de la comisaría de policía. Para ellos las cosas se mueven con lentitud, con incoherencia, como una cinta de vídeo alabeada que se ha enganchado en el reproductor.
Primero gesticulan ante el mostrador del obeso sargento de recepción.
Más tarde, se sientan ante la mesa de un agente con rostro de preocupación, rellenando impresos, proporcionando fotografías.
Ahora, mientras aguardan en silencio sentados en un banco de madera, Paul sostiene un inerte vaso de café en una mano y la fría palma de Carol en la otra. Los rasgos de su esposa han comenzado a tensarse. Aún no es posible verlo, pero está empezando a desecarse, a marchitarse en la parra.
Al fin. Al fin el agente con cara de preocupado los conduce hasta el pequeño despacho con paredes de cristal del capitán Pomeroy. Pomeroy, un hombre blando y rollizo de nariz prominente, les espera sentado detrás de su mesa. Lleva una corbata atravesada por una franja plateada. Del bolsillo de su camisa sobresale un estuche plateado que contiene un lápiz y un bolígrafo. El pelo echado hacia atrás con Vitalis, el rostro bañado en Aqua Velva, la boca llena con chicle de nicotina.
—Señor y señora Gabriel, he estado mirando sus impresos y solo quiero asegurarles que esta comisaría hará todo lo posible para ayudarles a encontrar a su chaval… esto… James.
—Jamie —dice Carol apretando la mandíbula.
—Jamie. —Pomeroy hace una anotación—. Pensaba que era una abreviatura de…
—No, es su nombre. Tal como viene en el certificado de nacimiento.
—Pero antes de poder hacerlo, antes de poner en marcha lo que sería una investigación, solo quiero asegurarme de que esto no es… De que su hijo no se haya simplemente ausentado para…
—Jamie ha desaparecido. Lo sé. Una oye hablar de cosas así.
—Señora, la mayoría de las madres… Mire, lo único que digo es que nos aseguremos. Ya sabemos cómo son los chavales.
—¿Qué?
La voz de Paul es un graznido ronco, como si llevara años sin utilizar las cuerdas vocales.
—Lo que estoy diciendo es que, a menudo, en este tipo de situaciones… a lo mejor tenía un examen de matemáticas al que no quería presentarse. O le han puesto mala nota en un proyecto de ciencias y no quiere que ustedes…
—Jamie no es así.
—Señora Gabriel…
Pomeroy se recuesta contra el respaldo de la silla y cambia de posición la funda de su automática contra la cadera. Dirige una mirada a Paul en muda exigencia.
—Cariño, estoy seguro de que eso es lo que todo el mundo dice sobre su…
—Exacto —suspira Pomeroy agradecido, tomando el relevo de Paul—. Diablos, probablemente solo haya…
La esperanza es una rama endeble a la que los hombres hacen lo posible por aferrarse, pero en ella no hay espacio para Carol. Su expresión interrumpe a Pomeroy.
—Les sugiero que hablen con sus maestros —consigue decir este al fin—. Que comprueben si todo iba bien en la escuela. Pregunten a sus amigos…
—De acuerdo, lo haremos, pero… —ofrece Paul.
—Cualquier cosa que puedan hacer a ese respecto nos ahorraría mucho trabajo luego —dice Pomeroy, repiqueteando con un bolígrafo plateado contra el canto de la mesa.
—¿Y ustedes qué van a hacer? ¿No podrían difundir una alerta?
—Ya lo hemos hecho. Hemos transmitido la información. Está bien, señora. Iniciaremos una investigación. Acudiremos a su casa. También a su despacho. Enviaré agentes a su barrio para que realicen una batida casa por casa. Y quiero que me llamen en el preciso instante en el que su hijo aparezca. —Pomeroy les acompaña hasta la puerta de su despacho con paredes de cristal—. Porque va a aparecer —añade, y cierra tras ellos.
—Ese hombre no nos va a ayudar —dice Carol, sus palabras suenan funestas.
Paul no responde.
En esta época del año anochece pronto. El Buick enfila el camino de entrada. Tras largas horas de búsqueda, de pegar carteles, Paul sale del coche como tantas otras veces en el pasado, tras haber recogido a Jamie después del entreno de fútbol. Paul se queda un momento apoyado contra el costado del conductor. Carol, después de haberse pasado toda la tarde esperando junto al teléfono, aparece en la puerta principal. Niega con la cabeza. A la luz del atardecer, Paul luce como un padre atractivo, todavía joven. Estudia con la mirada su cómodo hogar, a su todavía joven esposa de pie ante el mismo. Un coche patrulla aguarda aparcado junto a la acera. Paul se dirige a la casa y Carol sale a su encuentro. Se abrazan en el camino de entrada sin que ninguno de los dos esté seguro de a qué se están aferrando ahora. El sol desaparece por detrás de los árboles.
Paul engulle una triste cena de cereales fríos. Conectado al teléfono hay un aparato de grabación y rastreo monitorizado por los dos agentes que aguardan en el coche patrulla. Carol está sentada a su lado como en trance. Algo rasca contra la puerta de la cocina. Carol se levanta y deja entrar a Tater. De su boca gotea sangre. Carol coge un paño y se la limpia. No está herido —la sangre es de algún otro animal— y Tater entra apresuradamente en la sala de estar, excitado por el olor de los perros policía que han estado toda la tarde husmeando por la casa. Paul se echa otra ración de Lucky Charms en el cuenco y de la caja cae un premio.
—Jamie estaba esperando a que le saliera. Lo guardaré para él.
Lo deja a un lado sobre la mesa y se derrumba. Sus hombros se agitan con los sollozos.
Carol está de pie al otro lado de la cocina. No acude a su lado. Al cabo de un rato, Paul deja de llorar.
—Será mejor que simplemente nos vayamos a la cama —dice levantándose.
Tiene ganas de añadir «A lo mejor mañana nos despertaremos y descubriremos que esto no ha sido más que un mal sueño», pero no lo hace.
Paul se dirige a las escaleras. Carol se acerca a la pared y enciende las luces del salón y del porche.
—Mejor las dejamos por si acaso —dice, y le sigue escaleras arriba.
La puerta se abre derramando luz sobre el colchón, que el muchacho ha quitado de la cama y colocado en ángulo contra la pared por encima de su cuerpo, como protección. Rooster arroja despreocupadamente al interior del cuarto una grasienta bolsa de comida para llevar y sorbe por la nariz ante el intento de defensa. «Esta es nueva. Como si fuera a funcionar». Cierra la puerta a su espalda. La habitación queda nuevamente sumida en la negrura.
Paul está tumbado boca arriba en el oscuro dormitorio, sin sentir el tacto del colchón bajo su cuerpo. Flota en un espacio definido únicamente por su desgracia. Una pena que jamás habría sido capaz de imaginar lo rodea y tira de él en todas las direcciones. Las circunstancias lo pulverizan, lo golpean hasta dejarlo inerte en la oscuridad. Del cuarto de baño surge un sonido amortiguado. Allí, sentada en la bañera mientras se va llenando, Carol se acuerda de cuando Jamie tenía tres años y jugaban a Por el Desagüe, un entretenimiento de su invención. «Será mejor que llames al fontanero, mami. Me voy. Desaparezco por el desagüe…» La pálida espalda de Carol se estremece. El agua golpea y atruena. Carol se da cuenta de que el sonido no es el agua, sino sus gritos.
Rooster y Tad están sentados junto a la abarrotada mesa del comedor. La música heavy llena el ambiente y Tad tamborilea con los dedos siguiendo el ritmo.
—Entonces ¿estará listo?
Rooster mira a su socio. Tad empezó a fumar meta hace poco, y ahora mismo está colocado. Rooster puede notarlo porque Tad tiene esa pátina de suciedad. La metanfetamina es una droga sucia que abre los poros y parece chupar todo el polvo y los residuos que flotan en el ambiente. Tad debe de haber aprovechado para fumar la última vez que Rooster entró en la habitación del final del pasillo. Repugnante.
—Por supuesto que estará listo, imbécil.
—Porque será la primera puta cosa que hagamos el jueves, nada más amanecer, ¿sabes, capullo?
—Sí, lo sé, gilipollas.
Rooster le arroja a Tad un tapón de cerveza. No le da al puto gordo por un pelo.
—Ve con ojo. —Tad se mueve evasivamente, demasiado tarde—. Y más te vale que te asegures, cretino.
—Soy un profesional, caracoño.
El insulto sorprende a Tad, y no está seguro de cómo replicar a continuación, cómo superarlo.
—Escucha, maricón —empieza a decir, pero entonces se oye un chasquido y tiene una hoja de navaja en el pescuezo.
Rooster ha sacado la Spyderco de doce centímetros que lleva en el bolsillo trasero y la ha abierto. Así, sin más. Tad nota la presión de la hoja contra su nuez, una línea fina y dura.
—No digas ni una sola palabra más. Ni «Lo siento», ni un salivazo. ¿Entendido?
El rostro de Rooster irradia sangre.
Tad Ford asiente lentamente.
Las clases acaban de terminar en el JFK Middle y un torrente de muchachos se dirige hacia los autobuses y los coches de sus padres. Carol Gabriel camina a contracorriente en dirección al chato edificio y se pregunta por qué se castiga a sí misma de aquella manera, por qué no ha venido a una hora más avanzada de la tarde. Han pasado cuatro días. La policía ha abandonado su casa. Cada mochila que ve, cada chaqueta, le parece por un momento la de Jamie antes de disolverse en otro niño. Alex Daugherty pasa junto a ella y se detiene.
—Hola, señora G —dice.
Ella se agacha.
—Alex. Hola, Alex. —El muchacho parece estar al tanto de que ha sucedido algo, aunque no sepa exactamente qué—. ¿Sabes que hace un par de días que Jamie no está? —prosigue ella.
No consigue contenerse, necesita tocarlo. Alarga las manos y alisa las mangas del muchacho, sus cabellos. Las manos, desconectadas de su mente, necesitan saber que al menos este niño es real.
—Sí.
—¿Sabes si estaba… molesto? ¿Iba todo bien en la escuela y eso?
—Sí. ¿Se ha escapado? —pregunta el muchacho.
—No lo creemos. —A Carol la conversación le está empezando a pasar factura—. ¿No te contó si tenía algún problema? ¿No había conocido a nadie nuevo? ¿Algún secreto? Porque si te lo contó, deberías decírmelo, es importante.
Alex niega con la cabeza y empieza a dar golpecitos con la punta del pie contra la acera, cuando un poco más allá su madre hace sonar el claxon y sale de su vehículo familiar.
—Ahí está mi madre.
Carol se endereza e intercambia una mirada con Kiki Daugherty, que la saluda con la mano. Se lo ha contado a Kiki, y ella pronunció todas las frases habituales. Carol mira con envidia cómo aquella otra madre recoge a su retoño. Si hay alguna acusación en la mirada de Kiki, algún «¿Qué clase de madre permite que algo así le suceda a su hijo?», se la guarda para sí de modo que Carol no pueda verla. Carol se vuelve apresuradamente hacia la escuela.
En la clase de Jamie, su tutora, Andrea Preston, una mujer negra de veintisiete años, le tiende a Carol una taza de café.
—Damos charlas en las que enseñamos a los niños a no hablar con desconocidos ni a subirse a los coches. Y ayer dimos otra para redoblar…
—Sí. Sí. —Las palabras de Carol resuenan con eco contra el linóleo, incorpóreas—. De verdad, Jamie es lo suficientemente mayor para saber todo eso. Solo quería comprobar de nuevo que todo estuviera en orden en la escuela. Le iban bien las cosas, ¿no?
Ahora hay pánico en su voz. Quizá nada era como ella suponía.
—Le iba bien. Muy bien —dice la maestra lentamente, ofreciendo una sonrisa dolorida, como para investir de un sentido oculto a las palabras vacías—. Un par de problemas con fracciones, nada fuera de lo normal. Ojalá pudiera decirle algo más.
Preston le estudia el rostro.
Carol se da cuenta de lo joven que es la profesora y de que también ella está destrozada. Siente que debería intentar reconfortarla, pero ¿cómo?
—¿Puedo sacar las cosas de su taquilla?
La profesora asiente.
Lo que pasa por césped ante la sórdida casa adquiere un matiz gris purpúreo debido a la escarcha del jueves por la mañana. Tad aguarda sentado tras el volante de una furgoneta, una ajada Econoline con las ventanas traseras cubiertas, escuchando disparatados programas de radio matutina. Ha estado guardando las distancias con Rooster, que recorre el porche de un extremo a otro mientras se fuma un pitillo.
Un inmaculado Cutlass Supreme negro con las ventanillas ahumadas y el techo en forma de T aparca de la casa. Del interior sale un hombre robusto que viste un traje de varios cientos de dólares, ligeramente brillante. Lleva oro, gafas de sol y la cabeza afeitada. Es Oscar Riggi. Es el hombre.
Rooster deja de dar vueltas.
Tad sale de un salto de la furgoneta y atraviesa la nube que sale del tubo de escape de la Econoline.
—Señor Riggi, ¿cómo está usted?
Tad es un lameculos, pero Rooster por ahí no pasa. Sabe que no es tan fácilmente reemplazable.
—Rooster. Tad. ¿Qué tal va todo? ¿Cómo está el paquete?
—Todo en regla y cargado, señor —responde Tad, mirando involuntariamente hacia la furgoneta y pensando instintivamente en el falso fondo cubierto con una alfombrilla que tiene en el suelo. Palmea el costado del vehículo.
La mirada de Riggi atraviesa a Tad como si él fuese una nube de tubo de escape.
—Confío en que todo habrá ido bien, ¿eh, Rooster?
—Sí, puede estar tranquilo, capitán.
Rooster arroja la colilla de su cigarrillo en dirección a Tad. No contra él, sino en su dirección. A la distancia justa para que Tad no pueda protestar.
Riggi asciende el par de escalones hasta llegar al porche y le lanza a Rooster un grueso fajo de billetes pequeños y medianos unidos con una goma elástica. Rooster pasa un pulgar despreocupadamente sobre los billetes y se los embolsa. Riggi le da un pescozón en la nuca, no sin afecto.
—Eh, puedo contar contigo, ¿verdad?
—Claro que sí, Oscar.
Tad se acerca para unírseles, mucho más voluminoso que ambos, y sin embargo débil e intimidado en su presencia. Sin apartar los ojos de Rooster, Riggi mete la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrae unos papeles que le tiende a Tad.
—Ahí está la dirección de la otra recogida. Instrucciones sobre la ruta a seguir. También el destino. Memorízalo, escríbelo en clave, lo que quieras, pero luego destrúyelo. También hay dinero para el viaje.
Tad se muestra atento, por encima de todo se esfuerza en parecer aplicado.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Llámame cada ocho horas, sin importar dónde estés. ¿Entendido? Quiero que mi teléfono suene cada ocho horas.
—Entendido.
—¿Cuándo me vas a llamar?
—Esté donde esté, cada ocho horas.
Riggi le dedica una sonrisa forzada, como si hubiera probado una gelatina en mal estado.
—Recibirás el resto del dinero cuando hayas vuelto.
—Sí, señor.
Riggi asiente y se vuelve hacia él.
—¿Todavía estás aquí?
Tad regresa apresuradamente a la furgoneta y se pone en marcha. Riggi se vuelve nuevamente hacia Rooster.
—¿Has desayunado ya?