19

Paul salió del despacho de un cliente en Jackson Place tras haber vendido una póliza de seguro de vida por valor de trescientos cincuenta mil dólares y se dirigió caminando hacia la calle South, donde había aparcado. Un pequeño mar de gente abarrotaba las calles, principalmente padres y abuelos con sus hijos y nietos. Se dirigían hacia el estadio Fieldhouse, en la calle Pennsylvania, donde se había aglomerado una multitud aún mayor. Paul olió el fecundo aroma del heno, los animales y la orina antes incluso de haber alcanzado al gentío y darse cuenta de que el circo había llegado a la ciudad. Permaneció allí viendo el «desfile de los paquidermos», una hilera de elefantes que recorrían la calle agarrando con la trompa la cola del precedente, montados por muchachas vestidas con leotardos de lentejuelas rojas, blancas y azules. Los niños, entusiasmados, lanzaban gritos de jolgorio; los elefantes barritaban ocasionalmente a modo de respuesta. Aquella visión dejó helado a Paul. Hacía algunos años había estado allí con Jamie. No en el desfile, cuando el circo acababa de llegar, sino en el espectáculo propiamente dicho.

Sintió que el recuerdo lo paralizaba mientras la gran masa arrugada de color marrón grisáceo de los elefantes desfilaba frente a sus ojos. Ir al circo había sido una apuesta un tanto dudosa tanto para Jamie como para él. De niño, a Paul no le habría gustado. Su envergadura y alboroto tenían algo que le perturbaba. Adoraba a los animales, pero los del circo tenían cierta cualidad frustrada y patética. Los felinos drogados, impotentes, le entristecían más que cualquier otro. Solo los caballos blancos con sus crines al viento, que daban vueltas a la pista con jinetes puestos en pie sobre sus lomos, merecían la pena ser vistos. Pero no había querido proyectar sus prejuicios sobre su hijo. A lo mejor su pequeño encontraba en el circo el mismo placer que otros millones de críos. De modo que habían ido, ellos dos solos, a la sesión matinal. Jamie, que en aquel momento tenía unos cinco años, fue agarrado de la mano de Paul, girando continuamente la cabeza para admirar las multitudes y a los charlatanes que vendían algodón de azúcar, varitas luminosas verdes y recuerdos.

Encontraron sus asientos y dio comienzo el espectáculo. Nada más empezar hubo un número muy alocado, en el que una veintena de payasos aparecía de repente en la pista y echaba a correr por las gradas, serpenteando entre los espectadores que los recibían gritando y agitando sus varitas luminosas. Muchos de los payasos llevaban tartas de pega sobre una mano extendida. Sonaba una música frenética y los payasos tropezaban una y otra vez, perdiendo y recuperando cómicamente el equilibrio de las tartas para deleite de los más pequeños. Uno en particular, calvo, de nariz roja y con la cara pintada de blanco, vestido con el clásico traje a cuadros de vagabundo, descendió corriendo por su fila, estrechándoles las manos a los chiquillos. Mientras se aproximaba, Paul notó que Jamie se acurrucaba contra él. Todos los niños se estiraban para agarrar la mano enguantada de blanco que ofrecía el payaso, el cual les cogía el brazo y bombeaba como si estuviera sacando agua de un pozo hasta que parecía que los niños se iban a morir de la risa. Al ver que el payaso se acercaba, Jamie se enterró aún más en el regazo de Paul, ocultando por completo el rostro en su pecho cuando le llegó el turno. El payaso bailó a su alrededor un segundo, intentando incitar a Jamie para que le estrechara la mano. Pero Jamie se mostró intratable, de modo que el payaso acabó por marcharse.

Tan pronto como hubo desaparecido, Jamie miró tímidamente y a continuación se puso a buscar a su alrededor.

—No pasa nada, hijo. A mí tampoco me gustan demasiado los payasos —dijo Paul, admirando la tozudez de su retoño.

—No —negó Jamie con la cabeza—. Quiero uno de los que llevan tarta.

Ningún payaso con tarta se acercó y el número terminó, dando paso a una jauría de pequeños caniches que brincaban y hacían cabriolas. Jamie nunca explicó por qué había querido estrechar la mano de un payaso en vez de la del otro. Paul tampoco se lo preguntó. En aquel momento había encontrado cierta satisfacción en el hecho de no comprenderlo todo sobre su misterioso y fascinante hijo.

Paul salió de su ensoñación justo cuando pasaban el último de los elefantes y un Tío Sam con zancos que cerraba la comitiva. Miró a la multitud, a los niños protegidos contra el frío de marzo. El cielo era gris pizarra, como si el sol hubiera renunciado a hacer acto de presencia. Paul notó la gelidez del mal flotando por encima de todas las cosas y supo que no había abrigos y mitones suficientes en el mundo para mantener a salvo a aquellos niños. A pesar del frío, se notó empapado en sudor mientras el pecho se le hinchaba con la emoción. Así era ahora su vida: el sol congelado y los días oscuros.

Las bravatas y la chulería suponían una cuarta parte del trabajo policial. Al menos según la experiencia de Behr. El papeleo y comer mierda sumaban otro cuarto. Cuidar de uno mismo, mantenerse en forma y ocupado y saber sentar el culo ocupaban la mitad restante, salvo una pequeña porción de suerte. Behr lo había comprobado muchas veces en el transcurso de su carrera y aquel día no fue diferente en lo que a la primera parte se refería. Nye y Feeley no quisieron vérselas con él ni con sus problemas. Se habían marchado, protestando pero calmados, sugiriendo que no se demorase en dar una respuesta o, mejor aún, que desapareciese de la faz de la tierra durante una temporada. Behr experimentó un momento de satisfacción ante la frustración de ambos polis al verlos desaparecer con su ordenador a cuestas, pero el hecho seguía siendo que su caso se había ido al garete.

Permaneció sentado inmóvil en su sala de estar durante un largo rato hasta que el ruido del despertador sonando en el dormitorio lo sacó de su ensueño. Se obligó a levantarse, apagó la alarma y acabó de vestirse. Las ideas sobre qué hacer a continuación llegaban con torpeza y lentitud. Tad Ford había sido abatido en su casa. Después de hablar con Behr. Y él se lo había perdido. Podía intentar buscar consuelo en el hecho de que había aplicado presión y alguien había reaccionado. Pero aquel tipo de entusiasmo era propio de policías de barrio veinteañeros o inspectores recién llegados al cargo. Ahora, para poder seguir avanzando en su caso, debía resolver además un asesinato. No. No en aquel mundo. A Ford podían haberlo liquidado por una docena de motivos distintos. Behr ni siquiera tenía la total seguridad de que sus actividades criminales hubieran estado relacionadas con la desaparición de Jamie Gabriel.

Behr cogió las llaves y se dirigió a su coche. Nunca se le había dado particularmente bien volver a empezar. Su principal problema era ser capaz de olvidar el esmero con el que se había entregado y los resultados obtenidos hasta el momento. Eran irrelevantes. Habían dejado de existir, tanto el tiempo como el esfuerzo. Si decidía seguir adelante con el caso, no tenía más elección que volver a comenzar de cero. Era injusto que un trabajo bien hecho pudiera acabar en nada y también era injusto verse obligado a rehacerlo desde el principio. Pero, al igual que el tiempo y el esfuerzo, la justicia solo existía en el pasado. Behr se dirigió hacia la avenida Tibbs, donde había captado por primera vez el rastro. Esperaba encontrar algo de inspiración. No sabía a qué otro lugar acudir.

Paul estaba sentado en el bordillo a poca distancia de su coche. Cruzó los brazos para protegerse del viento. No se merecía lo que le había sucedido. Ninguna familia se lo merecía. Pero a él le perseguía un conocimiento secreto: nunca había deseado un hijo. Pensaba que el mundo no era lugar para un bebé, para una vida inocente. Había llegado a dudar incluso de su habilidad para educar a uno. Y había experimentado dudas aún mayores sobre la conveniencia de hacerlo. No era tan vanidoso como para pretender recrear a otra persona a su propia imagen, que era lo que en aquel entonces le había parecido que era tener hijos. Pero Carol le empujó a ello. Carol tenía una certeza que él envidiaba. Había llegado el momento, le dijo. Paul estuvo dando largas un mes tras otro. Se atrincheró para ganar tiempo, una temporada por aquí, un trimestre por allá, apelando a distintas razones. Una mudanza. La falta de dinero. Un viaje que sería más sencillo de llevar a cabo si Carol no estaba embarazada. Había estado esperando a ver si también él recibía una señal, la anunciación de que debía tener un hijo. Finalmente, cuando ya había pasado más de año y medio, se dio cuenta de que no iba a recibir señal mística alguna. Lo habló con su padre. «En el caso de los hombres no funciona así —le dijo este—. Solo te das cuenta de lo importante que es a posteriori».

—¿Cómo sabes si deberías hacerlo? ¿Y cuándo? —le preguntó Paul.

Su padre se limitó a sonreír. Sus dientes manchados por la nicotina apenas asomaron por detrás de los labios, pero sus ojos relucieron con un brillo que Paul jamás había visto en ellos con anterioridad. Supo entonces la respuesta, aunque su padre no hubiera pronunciado la palabra. «Fe».

Incluso después de haber concebido, después de que Carol saliera del cuarto de baño alegre y emocionada, sosteniendo el aparatito con la raya azul, el concepto siguió sin encajar en la cabeza de Paul. Incluso después de que el médico hubiera confirmado la prueba y Carol comenzase a engordar y a sufrir náuseas por las mañanas, Paul había seguido sin estar seguro de lo que habían hecho. Pero a los tres meses acudieron a hacerse la primera ecografía. La sala era pequeña y oscura. Una camilla cubierta por una sábana de papel y carros llenos de artilugios les aguardaban. Llegó una enfermera que desplazó el sensor sobre el estómago cubierto de gel de Carol y Paul se volvió hacia el monitor. Allí, en la oscuridad absoluta del vientre de su mujer, como un rayo de luz atravesando la negrura, apareció una figura diminuta contorneada en gris que palpitaba como un colibrí. Allí había vida. Allí estaba Jamie.

Después la enfermera apartó el sensor de la ecografía y colocó otro instrumento sobre el abdomen de Carol. El aparato emitió un ruido líquido y aguado que colmó el reducido espacio de la sala de exámenes. Sentado allí sobre el bordillo, tantos años después, Paul aún podía oírlo: el sonido del corazón de su hijo pulsando a través del Doppler, un goteo regular, un martilleo insistente. Todas sus dudas se esfumaron en aquel preciso instante.

«Aquí es donde Behr dice que sucedió», pensó Paul sobre el lugar en el que estaba sentado. Observó la avenida Tibbs de una punta a otra. ¿Podría ir llamando puerta por puerta y evaluando las respuestas de quienes le abrieran? Si parecían sospechosos, ¿sería capaz él de abrirse paso y registrar aquellos armarios, desvanes, sótanos y falsos techos en busca de su hijo o de alguna pista que indicara que había estado allí? ¿Por qué no podría? Parecía posible y a la vez imposible. Las puertas de entrada que se sucedían por toda la manzana eran como una sonrisa torcida y burlona. Permanecerían cerradas para él para siempre.

El sonido de un coche al pasar sonó lejano en sus oídos. Con un efecto de rebote, oyó una puerta que se cerraba y luego pasos sobre el asfalto. Una sombra oscura se cernió sobre él.

—Yo que usted no me quedaría mucho más tiempo ahí sentado, parece que amenaza tormenta.

Paul fue recorriendo con la mirada las grandes botas que se habían detenido delante de él, después las interminables piernas y el ancho torso. Ladeó la cabeza para encontrarse con el rostro de Behr. Asintió y miró más allá del hombro del gigante hacia las airadas nubes que cubrían el cielo. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato. Simplemente absorbieron la calle, el olor de la lluvia incipiente en el aire.

—¿Por qué lo hace? —preguntó Paul, al parecer en voz alta.

—Porque es lo único que sé hacer. Como poner un pie delante del otro. Un automatismo. —Behr reflexionó un momento—. Al principio fue porque quería respuestas, supongo. Sabía que estaban ahí fuera, que podría encontrarlas si me esforzaba lo suficiente. —Guardó silencio y Paul caviló sobre lo que acababa de oír—. Ahora me doy cuenta de que nunca llegaré a saber nada, no con un conocimiento real. Especialmente el porqué. Ahora me doy cuenta.

Behr apoyó la espalda contra el coche de Paul y levantó la vista hacia las nubes.

Paul se puso en pie. Le costaba hablar, pero quería hacerlo.

—Fue culpa mía, ¿sabe? Siempre he creído en la ética laboral. Que no habría sido bueno para Jamie dárselo todo hecho. Fue idea mía, lo de que trabajara repartiendo periódicos.

Al fin lo había dicho, lo que siempre había creído pero había sido incapaz de pronunciar en voz alta desde el primer momento en el que Jamie desapareció.

Paul miró de soslayo a Behr y vio dolor en sus ojos, y también una comprensión del sentimiento de culpa quizá más profunda incluso que la suya.

—No puedo decirle gran cosa sobre la paternidad. Solo tuve unos pocos años de experiencia —dijo Behr, filoso como un bloque de piedra caliza recién sacado de la cantera—. Lo único que sé es que uno los hace y los educa. Los ama con todas sus fuerzas. Pero en cualquier caso han de vivir en un mundo que les va arrebatando pedazos día a día. Hasta que a veces no queda nada.

El paisaje creado por las palabras de Behr era demasiado desolador para Paul.

—Pero somos sus padres. Se supone que deberíamos protegerlos.

Behr sabía que tenía razón. Asintió como un antiguo residente dándole la bienvenida a un recién llegado al barrio. Los dos padres sin hijos descansaron un momento en su derrota. Finalmente Paul rompió el silencio.

—¿Ha venido en busca de más pistas? —preguntó con precavida esperanza.

Behr se encogió de hombros.

—Muchas cosas han cambiado desde ayer.

Paul lo miró.

—Usted quiere un desenlace —dijo Behr, en un tono de voz más duro—. Pero no hay desenlace posible, no en un caso como este —y añadió el resto, puede que con crueldad, pero lo consideró necesario—, vinculado a un asesinato.

Paul ya se había estado intentando hacer a la idea, por lo que las palabras de Behr no lo detuvieron.

—¿Es eso lo que le sucedió a su hijo? —preguntó.

—No.

Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Paul se subió el cuello de la chaqueta para protegerse de ellas. Behr no hizo nada.

—Dije muy en serio lo de que quería formar parte de esta investigación. Si para conseguirlo debo contratar a otro, eso es lo que haré.

Las palabras de Paul no eran una amenaza. En aquel momento pasaron a ser una sobria realidad. Y Behr reconoció en aquel mismo instante que no quería abandonar el caso.

—Me está poniendo entre la espada y la pared —dijo Behr, acariciándose el mentón.

No llevar nunca a los clientes consigo era uno de sus axiomas. Las interminables guardias, las pistas que no conducían a ninguna parte. No quería que confundieran una vigilancia con simplemente sentarse a perder el tiempo. Un viento helado se unió a las gotas cada vez más rápidas que ahora tamborileaban sobre el asfalto entre los dos.

—No espero nada, si eso es lo que le preocupa.

Behr miró a Paul y asintió, como si lo que le preocupara fuera aquello y no lo que había visto en las páginas web. Behr sabía que aquellas imágenes destruirían a aquel hombre.

—¿Por qué se empeña en ponerse en esta posición?

—Ya no puedo seguir dándole mi amor. Lo único que me queda es mi esfuerzo.

Paul sonó como un predicador al pronunciar estas palabras, y a pesar de que Behr no tenía constancia de que fuese un hombre religioso comprendía el ardor de la pérdida y los cambios que traía esta consigo.

La lluvia comenzó a arreciar, pero no fue aquello lo que le convenció.

—No se ponga aftershave. No puedo pasarme todo el día metido en el coche con ese olor.

—No uso.

—Bien. Lo recogeré mañana cuando salga de trabajar.

Paul asintió y ambos hombres se dirigieron a sus respectivos coches para guarecerse de la lluvia.