18

Behr pasó frente a la cabina de entrada, todavía desatendida debido a lo temprano de la hora, y se internó en Eagle Creek Park. Condujo siguiendo la carretera que rodeaba el lago hasta que vio una hilera de vehículos oficiales, coches patrulla, ambulancias y la furgoneta del forense. Un joven agente de uniforme le hizo señas a Behr para que se detuviera. Behr bajó la ventanilla.

—Agente.

—¿Cómo está usted? —preguntó el muchacho.

Nunca se habían visto, pero adivinó de inmediato que Behr pertenecía o había pertenecido al cuerpo.

—Frank Behr —dijo este, asomando la mano por la ventanilla y estrechando la del agente—. ¿Quién está al cargo?

—Por ahora el inspector Petrie.

—No lo conozco. ¿Anda Cale por aquí?

Cale era teniente, un veterano con el que Behr tenía buena relación desde hacía mucho.

—Creo que está de vacaciones.

—¿Quién ha venido por parte del forense?

—Gannon.

Behr sonrió.

—Bien. Ella responderá por mí.

El muchacho se encogió de hombros, mostrando fatiga, y señaló hacia un lado.

—Aparque su vehículo en ese recodo.

Behr lo hizo y salió del coche.

—Asegúrese de que alguien me avisa por radio de que está usted autorizado o tendré que ir a buscarle.

Behr asintió y a continuación intentó que su última pregunta sonase despreocupada.

—Imagino que el capitán Pomeroy estará de camino, ¿no?

—Sí.

Behr se dirigió hacia el lugar de los hechos a un ritmo nada despreocupado.

Había un semicírculo de espaldas entre las altas hierbas a unos veinte metros de la carretera. Estaban rodeando lo que Behr sabía que era el cadáver. Oyó los ruidos habituales en una escena del crimen: la estática de las radios, botas pisando gravilla, llaveros y linternas golpeando contra cinturones, café caliente siendo sorbido con cautela, el roce continuo de las chaquetas de nailon. Los equipos de recolección de pruebas, similares a cajas de pesca de color naranja, descansaban abiertos aplastando la amarillenta hierba invernal. A un par de metros de distancia, hablando por teléfono móvil, estaba la doctora Jean Gannon, una mujer robusta recién entrada en los cincuenta, vestida con pantalones de campaña y un forro polar. En cuanto vio a Behr comenzó a menear la cabeza.

—Ajá, y envía también los registros dentales. Hasta ahora. —Cerró el teléfono—. Oh, mierda, dime que no estás aquí. No estás aquí.

—Lo estoy, cariño, ve acostumbrándote —dijo Behr. Gannon sonrió a su pesar—. ¿Puedes autorizar mi presencia?

—Hal, haz saber al perímetro que mi invitado ha dado conmigo —le gritó Jean a un policía cercano.

Behr había trabajado repetidas veces con Gannon cuando esta acababa de entrar en la unidad forense. Había sido ama de casa y madre antes de retomar los estudios y ponerse a trabajar a los cuarenta. Su marido la abandonó al cabo de un año debido a la naturaleza del trabajo y las largas horas que le ocupaba.

—Me iba a dejar de cualquier manera, el trabajo solo le dio una excusa —dijo ella cuando Behr intentó consolarla.

Adoraba su trabajo y entablaron amistad en el transcurso de prolongadas charlas sobre ciencia forense.

—Entonces ¿qué, has salido a dar una vuelta con la bicicleta y se te ha ocurrido pasar a saludar?

—Sí, algo parecido. Estoy investigando un caso y tu alarma mañanera podría estar relacionada.

—No me digas que estás investigando un caso —dijo Gannon juntando las cejas en una mueca de remordimiento—. Sabes que eres persona non grata y vitella piccata.

—Vale, entonces no estoy investigando un caso. ¿Puedes contarme que tenéis?

Jean miró preocupada la carretera, escudriñando el despliegue de uniformes.

—Aún no ha llegado —dijo Behr, refiriéndose a Pomeroy.

—Oh, de acuerdo. Ven.

Behr la siguió hasta donde estaba el cadáver y Jean alejó a los policías, los fotógrafos y asistentes médicos.

«Cadáver» no era exactamente la palabra precisa para describir lo que tenían a sus pies. Era más bien un esqueleto con jirones marrones de carne aún aferrados a las tibias y las costillas, como pieles de plátano ennegrecidas. El pelo y la piel del rostro estaban completamente erosionados. Los ojos habían desaparecido, también la nariz. La mandíbula sobresalía y los dientes sonreían en un grito silencioso. El cadáver estaba vuelto sobre su costado derecho y en posición fetal, por lo que Behr no pudo adivinar su talla, pero no podría haber estado muy por encima del metro cincuenta. Una oleada de temor lo recorrió ante la posibilidad de que aquel pudiera ser Jamie Gabriel. Temor que rivalizaba con un destello de esperanza —que Behr intentó rechazar— de que efectivamente pudiera ser Jamie, lo cual habría dado una respuesta a sus pesquisas.

—¿Sucedió aquí?

—No, no lo creo. La postura sugiere que fue desplazado y la hierba ha crecido alrededor del cuerpo, así que lleva aquí algún tiempo.

—¿Varón? —Behr se preparó para recibir la respuesta.

—Sí. Varón blanco. El hueso hioides muestra algunos daños, por lo que pudo ser estrangulado.

—¿Edad?

—Unos veinte.

Behr volvió a respirar.

—¿Estás segura de eso?

Jean se encogió de hombros, un gesto cargado de información que hablaba de sus miles de horas de estudio y experiencia desentrañando los secretos de los muertos. Un gesto comprometido y seguro, que en cualquier caso se rendía al completo misterio de su oficio.

—¿Cuál calculas que sería el mínimo posible?

—Es difícil decirlo. El clima ha provocado una gran degradación. Diecisiete, dieciséis como muy joven.

Vivo o muerto, aún faltaba un año para que Jamie Gabriel celebrase su decimoquinto cumpleaños.

—Gracias, Jean.

—Bueno, espero que fuese lo que necesitabas saber.

—Debería irme.

—Sí.

Aunque no estaba más cerca de resolver su caso, pero alegrándose por ello, Behr echó un último vistazo a los restos humanos tendidos en el suelo y se volvió para marcharse.

Mientras se dirigía hacia la salida del parque, vio que un resplandeciente Crown Vic se acercaba por la carretera de un solo carril. Lo conducía un hombre que sostenía una taza de aluminio de acampada frente a sus labios. Behr y el otro conductor se observaron mutuamente a través de las ventanillas de sus vehículos al cruzarse en el estrecho camino. El hombre que conducía el Crown Vic era el capitán Pomeroy.

La mente de Carol Gabriel se vio inundada de números mientras sacaba sus zapatillas de correr de la parte trasera del armario, se las ponía y se ataba los cordones. Espantosas estadísticas que había terminado por aprenderse de memoria. Más de ochocientas mil personas listadas como desaparecidas en todo el país; entre un ochenta y cinco y un noventa por ciento de las mismas, niños. El Centro Nacional para la Información Criminal registraba dos mil casos al día. La mayoría de ellos estaban relacionados con la familia (padres divorciados que violaban los términos de la custodia) y un noventa por ciento terminaban resolviéndose sin incidentes. Pero seguían quedando gran cantidad de ellos pendientes, demasiados críos realmente desaparecidos. De ellos, un cuarenta por ciento acababan siendo dados por muertos. Uno era el número total de desaparecidos que le preocupaban a Carol. Y cuatrocientos cincuenta y seis eran los días que Jamie llevaba ausente, una cifra mareante que consiguió que se sintiera débil incluso mientras hacía los estiramientos para su carrera de tres kilómetros.

Carol comenzó con un trote ligero, a un ritmo de unos seis kilómetros por hora, viendo el asfalto moteado deslizarse bajo sus pies. Su aliento creaba vaho en el frío. Dos mil era el número de carteles que había pegado con la foto de su hijo y una descripción de su altura, peso, rasgos físicos y lo que Carol creía que había llevado puesto aquella mañana. Un total de quinientas setenta y seis las chapas distribuidas con el rostro de Jamie y el número de teléfono de los Gabriel. Cero el número de llamadas que habían recibido a cambio de sus esfuerzos. Carol empezó a sudar, a pesar del aire fresco. Las gotas se deslizaban por su pecho, juntándose y derramándose por encima de su ceño. Quería parar, doblarse y jadear, pero siguió adelante por pura fuerza de voluntad. Nunca le había gustado correr. Para Paul siempre había sido una manera de divertirse, de relajarse, de purgarse. Para ella era un sacrificio.

Dos tercios era el porcentaje de parejas que se divorciaban tras haber perdido a un hijo. Aquel número siguió dando vueltas en su mente mientras ponía un pie delante del otro. El fracaso compartido, el recuerdo constante de la desgracia que despertaba la presencia del otro. Era demasiado como para que un matrimonio pudiera soportarlo. Carol sabía que había pasado a formar parte de aquella mayoría condenada. El cariño que había existido entre Paul y ella había quedado conmocionado y congelado en un solo instante para luego ir descomponiéndose lentamente. Finalmente acabó por fosilizarse.

Carol se detuvo en seco. Le palpitaban las sienes. No conseguía respirar. Sus piernas eran incapaces de dar un solo paso más. Le faltaba el impulso para llevar a cabo todo el proceso de separación y divorcio. No conseguía imaginarse reuniendo las energías necesarias para mantener aquella discusión. Siguió allí parada, doblada sobre sí misma. Los únicos ruidos eran sus jadeos y los silbidos de un viento frío que soplaba por todo el barrio.

Behr dejó las bolsas de la compra sobre la barra de la cocina y se dispuso a prepararse el desayuno. Necesitó seis huevos, un cuarto de kilo de beicon, cuatro rebanadas de pan de molde y un litro de zumo de naranja para poder aplacar su apetito, que al fin había regresado. Mientras comía, intentó decidir en qué dirección apuntaba la decepción que había sentido tras haber visto aquellos restos humanos en el parque. Tal como les dijo a los Gabriel nada más empezar, hallar una respuesta era lo mejor que podían esperar. Aun así, a medida que la fatiga se iba cobrando factura tras aquella larga noche, no pudo evitar alegrarse de que no fuese Jamie aquel a quien habían dejado pudriéndose en Eagle Creek.

Se dio una ducha larga e hirviente y luego se metió en la cama, programando la alarma del despertador para que sonase seis horas más tarde. Suponiendo que fuese capaz de dormir tanto, serían entonces las tres, momento en el que volvería a intentarlo con Tad o con alguno de sus compañeros de trabajo en el Golden Lady. Behr cerró los ojos, deseando que el sueño llegara con rapidez y que, cuando lo hiciese, no trajera consigo las oscuras furias de su pasado. Meneó la cabeza sobre la almohada para desprenderse del recuerdo de aquella calavera tirada en el parque y de la imagen del aspecto que tendría ahora su hijo acurrucado en el interior de su féretro de caoba en el cementerio de St. John’s.

Algunas horas más tarde, pasado el mediodía, pero antes de que sonara la alarma, lo oyó: alguien se había colado en su casa. El sueño había llegado, negro e informe, pero de repente se disipó por completo. De su sala de estar surgió ruido de pasos y un ligero carraspeo. Behr sacó poco a poco los pies de debajo de las sábanas y los apoyó en el suelo. Abrió con cuidado el cajón de su mesita de noche y apartó un par de papeles bajo los que se ocultaba un pedazo de metal chato: su Charter Arms Bulldog calibre 44. Behr había utilizado un 38 durante casi diez años como policía y después probó con una 9 mm atraído por su mayor capacidad; comprobó de primera mano lo que ambos calibres eran capaces de hacer y también lo que dejaban pendiente. Ahora prefería usar munición más pesada. El Bulldog solo tenía capacidad para cinco disparos, pero la mayoría de los tiroteos terminaban con el segundo, y si Behr no había sido capaz de solucionar sus problemas para entonces, se merecía lo que le pasara. Aferró la empuñadura y recorrió silenciosamente el pasillo hacia la sala de estar.

Eran dos. Blancos. Treinta y pico. Bajos y robustos, vestidos con jerséis holgados y vaqueros. Ambos tenían parecido vello facial: perilla y bigote. Se notaba que tenían práctica en el arte de no hacer ruido y eso que ni siquiera se estaban esforzando demasiado. Uno, con el pelo cortado al rape, se hallaba sentado a la mesa de Behr, mirando la pantalla del ordenador y pulsando de vez en cuando el ratón. El otro se había recostado en la butaca de ver la tele con varias carpetas de expedientes en el regazo. Correspondían a varios casos de Behr, pero el tipo ni siquiera los estaba hojeando, simplemente parecía aburrido.

Behr salió del pasillo y apuntó con su arma al que estaba sentado en la butaca, aunque se dirigió al del escritorio.

—¿Qué hacéis aquí y quién os envía?

Behr habló con tranquilidad, a pesar de que sabía que iban armados. En realidad solo estaba montando el número; incluso a cien metros de distancia habría adivinado que eran polis.

El de la mesa se echó hacia atrás, se llevó las manos a la nuca y se estiró, como si la conversación estuviera teniendo lugar en la sala central de la comisaría.

—Yo soy Nye, ese es Feeley —dijo señalando a su compañero con la barbilla—. ¿Buena siesta?

Feeley soltó una risita desde la butaca.

—Tendrás permiso de armas para ese trasto, ¿verdad? —preguntó Nye.

«Burros de paisano», pensó Behr y bajó el Bulldog, aunque no se molestó en responder.

—¿Me habéis forzado la cerradura? —preguntó Behr, sorprendido ante lo profundamente que había estado durmiendo.

—Estaba abierto —intervino Feeley con voz aflautada.

Su compañero le clavó una mirada de advertencia.

—La cerradura está perfectamente. Feeley tiene buena mano.

Behr asintió en señal de agradecimiento.

—Mirad, ya sé que Pomeroy me ha visto esta mañana en Eagle Creek, pero con una llamada habría bastado.

Ahora fue Nye el que se rió un poco. Behr sabía cómo trabajaba Pomeroy. No había manera de demostrar si era un corrupto o no y en realidad tampoco venía al caso. De lo que no cabía duda era de que le gustaba tener a dos o tres equipos encargados de hacerle trabajitos especiales. Tipos dispuestos a realizar las tareas que un capitán de la policía metropolitana necesitaba ver cumplidas para poder mantener su departamento en marcha. Transmitían mensajes, administraban palizas, hallaban pruebas o las hacían desaparecer. Todo lo cual formaba una parte tan integral de las fuerzas del orden norteamericanas como la banderita cosida a la manga del uniforme.

—No eres un amigo del departamento. Y lo mismo vale también para tus amigos.

Behr pensó en Jean Gannon, arrepintiéndose de haberla involucrado.

—¿Qué le ha hecho Pomeroy? —preguntó en voz alta.

—No demasiado. Simplemente echarle una buena bronca.

—¿Y a vosotros os ha enviado para decirme que me mantenga alejado?

Nye y Feeley se miraron el uno al otro a través de la estancia.

—Quiere saber en qué estás trabajando.

Behr se dio cuenta de que ninguno de ellos había mencionado a Pomeroy ni por nombre ni por rango. Tampoco habían parpadeado siquiera al verle armado. Como rottweilers, estaban bien entrenados.

—No estoy trabajando en nada. Solo era un viejo caso. Quería comprobar si habíais sido capaces de averiguar la identidad del cadáver.

Behr no estaba en el negocio de ayudar a otras personas a hacer su trabajo, y en lo que a Pomeroy se refería la ventanilla de atención al cliente estaba permanentemente cerrada.

—Na-ah —dijo Nye.

—¿No? —preguntó Behr, ligeramente sorprendido de que su respuesta no hubiera sido dada por buena.

—Olvídate del esqueleto en el parque. Tenemos un portero con las tripas desparramadas a tiros y te tenemos a ti en el Golden Lady poniendo nervioso a dicho portero un par de horas antes del suceso.

Behr tragó las palabras como una medicina amarga. Miró a Feeley, que se limitó a seguir sentado en silencio, asintiendo.

—¿A qué hora le dispararon?

—Poco antes del amanecer. En su piso —dijo Nye antes de volver la mirada con cierto interés hacia algo que había visto de reojo en el ordenador.

A Behr se le erizaron los pelos de la nuca. Debía de haber sucedido justo después de que él se fuera. El asesino probablemente había estado esperando y lo había visto marcharse.

—Así pues, ¿en qué estás trabajando, tío? —resolló Feeley desde la silla.

«Burros», pensó Behr sobre sus visitantes y no dijo ni mu.

—Vamos, Frank, tienes que estar investigando algún caso… a menos que te nos hayas vuelto un pervertido —dijo Nye, señalando el monitor.

Behr se dio cuenta de que el policía había estado revisando el historial de su navegador.

—No seas gilipollas —ladró Behr.

Sus palabras tuvieron el mismo efecto que una bofetada en la cara de Nye. El policía arrancó el enchufe del ordenador dándole un tirón al cable.

—Ya solo por visitar esas páginas pueden caerte quince años. Podemos reclamar el ordenador como prueba y llevárnoslo.

—Llamaré a mi abogado. Registro ilegal. Allanamiento de morada. Todo eso.

—Aun así, tardarás mucho tiempo en recuperarlo —dijo Nye, palmeando el ordenador.

Behr se encogió de hombros. Le daba igual. Ahora ya apenas lo necesitaba. El entendimiento y la consternación colisionaron en su pecho. A pesar de que su progreso debía de haber sido real y de que había conseguido levantar la liebre, todo se había desmoronado. Su caso se había venido abajo. Se sentía furioso y no estaba de humor para aguantar a aquel par que había ocupado su sala de estar.

—Estamos esperando —intentó nuevamente Nye.

—¿Creéis que yo me he cargado al portero?

—No. Pero nuestro hombre quiere saber qué tienes que ver en el asunto.

—He dicho todo lo que pensaba decir.

Feeley se levantó de la butaca y se plantó con los pies bien separados.

—Nos han dicho que si te portabas así debíamos llevarte a comisaría para mantener una charla.

Behr dejó la pistola sobre una estantería y adoptó una pose defensiva adelantando el pie izquierdo.

—Será mejor que pidáis refuerzos.