17

El maldito puto silencio roía a Rooster como una enfermedad necrótica. La espera le estaba pasando factura. Había tenido con Riggi la conversación de «Ten paciencia» varias veces en el transcurso de los últimos cuatro o cinco meses.

Simplemente no es un negocio constante, muchacho. Y tampoco conviene forzar las cosas cuando no salen de manera natural.

Lo sé, lo sé.

Tengo que encontrarte un nuevo socio, y ha de ser el tío correcto.

Lo sé, lo sé.

Deja que las cosas fluyan por sí solas. He aprendido que es la mejor manera.

Lo sé, lo sé.

Si necesitas algo, no hay problema. Todo el efectivo que necesites para mantenerte a flote, solo tienes que pedírselo a tu capitán.

Lo sé, lo sé.

Pero la paciencia no era el punto fuerte de Rooster. Durante el último par de semanas había comenzado a ver su apartamento como una jaula. Era un piso de soltero en una calle regularmente transitada por camiones y putas, de camino hacia los terrenos de la feria. Tenía una cama de matrimonio, una estantería metálica en la que descansaban un televisor y un loro, y una barra para dominadas en la puerta del cuarto de baño. Se suponía que iba a ser provisional, hasta que Riggi lo metiera en una nueva casa con quienquiera que fuese su nuevo compañero. Pero las semanas seguían pasando y Rooster se subía por las paredes. Durante el último par de días había comenzado a hablar en voz alta consigo mismo.

Por otra parte, la ociosidad había tenido un resultado positivo en su persona: la corpulencia. Once kilos de músculo sólido como ladrillo. Horas en el gimnasio, suplementos que proporcionaban cientos de gramos de proteínas de suero lácteo, creatina, ATP y un ciclo de anabólicos, habían convertido a Rooster en algo distinto a cualquier otra cosa que hubiera sido hasta entonces. A pesar de su estatura de uno sesenta y cinco, ahora tenía la musculatura de un primer bateador de la liga de béisbol. Podía levantar más kilos en tandas más largas y recuperarse con más rapidez que nunca. Había incorporado a su rutina un sistema de ejercicios pliométricos tras leer al respecto en una revista de culturistas. En el gimnasio apilaba steps aeróbicos en una torre que le llegaba al pecho y después saltaba sobre ella desde una posición estacionaria. Repetía aquel ejercicio hasta que le temblaban las piernas y sentía los pulmones a punto de estallar, después se arrojaba al suelo y sumaba flexiones hasta que le fallaban los brazos. Tras el entrenamiento, se despojaba de la camiseta empapada en sudor y desfilaba frente a los espejos, de camino a su taquilla, admirando sus pectorales cada vez más hinchados y las nudosas venas que le acordonaban el cuello. Notaba la mandíbula prominente tras haberla mantenido apretada durante dos horas debido al esfuerzo y le gruñía a cualquier marica de vestuario que lo mirase durante demasiado tiempo.

Pero el programa tenía una desventaja: acumulaba tanta condenada energía, cercana a la agresividad, que se encontraba a disgusto dentro de su cuerpo. «Ten fe, guapo —se decía Rooster—, se avecina un cambio».

Entonces sonó el teléfono como un dulce alivio.

—¿Diga?

—Oscar.

—¿Qué hay, jefe?

—Necesito que hagas una cosa por mí.

—Lo que sea —dijo Rooster completamente en serio, pues «lo que sea» le sacaría del apartamento.

—Tad.

—¿Quiere que me encargue de él?

Rooster no experimentó dudas, solo sorpresa. El mariconazo de Tad les había dejado tirados porque había perdido el gusto por el trabajo y se había encoñado de una puta bailarina. Eso por no hablar de las anfetas. Primero se cargaba la operación y ahora les había puesto a Riggi y a él en una posición de vulnerabilidad.

Se produjo un momento de estática en la línea cuando su pregunta no obtuvo respuesta.

—¿Sabes dónde vive actualmente?

—Sí —dijo Rooster, visualizando el cutrísimo edificio de apartamentos situado justo detrás de Broad Ripple.

Al contrario que su vertedero, que al menos no pretendía ser nada más que lo que era, el edificio de Tad estaba supuestamente reservado para jóvenes profesionales al alza.

—Solo un yuppie jodido de la cabeza viviría en un lugar como este —le había dicho Rooster a Tad cuando este le hizo la visita guiada.

El moñas de Tad pareció a punto de echarse a llorar ante el comentario.

—¿De qué plazo estamos hablando?

—Ayer —respondió Riggi—. De hecho, ayer habría sido lo ideal. Antes de que lo encontrara el tipo que ha aparecido haciendo preguntas.

Las palabras de Riggi fueron como una puñalada de miedo que atravesó el pecho de Rooster, rápidamente amortiguada por una repentina oleada de furia. Oh, desde luego que se iba a ocupar del hijoputa de Tad.

—¿Qué clase de preguntas? ¿Qué clase de tipo?

—No lo sé. Ni quiero saberlo. Hablaremos más tarde, en persona… si eres capaz de hacer esto.

—¿Capaz, tío? —dijo Rooster, notando una lujuriosa sensación de poder descontrolado que le recorría los miembros como jarabe—. Está hecho.

Rooster se sintió medio avergonzado ante el rubor que sabía que había coloreado sus mejillas al ver que Riggi le encargaba aquella importante tarea. Le emocionaba profundamente, no podía negarlo. Era un trabajo que no se le podía encargar a cualquiera. Tampoco cualquiera sería capaz de hacerlo. En cualquier caso, con emoción o sin ella, era algo que debía hacerse, de aquello no cabía duda, pues la opción de regresar a la cárcel durante una larga temporada era simplemente inaceptable. De repente a Rooster no le irritó tanto su pequeño apartamento en comparación con la alternativa. Se encaramó a un pequeño espacio hueco que había encima del armario. El piso ya no era tanto una jaula como una base secreta, un centro de operaciones. Por mala que hubiera sido la espera, las cosas podían ser muchísimo peores, pero Rooster no pensaba dar lugar a ello. Encontró a tientas la caja de plástico que había dejado allí escondida y la bajó. Dentro de la caja, envuelta en un viejo calcetín de lana, tenía una Taurus 38 de acero inoxidable. La cargó con balas de punta blanda, preparó dos cargadores rápidos, hizo setenta flexiones y cincuenta sentadillas, meó y se miró en el espejo durante un largo momento, mentalizándose. Después se puso un anorak demasiado ligero para el tiempo que hacía pero con buenos bolsillos, apagó las luces y salió.

Tad se apretó una bolsa de patatas congeladas contra la palpitante espinilla e intentó controlar su respiración. Pretendía dejar escapar el aire con un siseo calmante, tal como había aprendido en la única clase de Pilates a la que había acudido hacía tres meses. Se había inscrito tras enterarse de que Michelle se ejercitaba allí. Pero Michelle no había ido aquel día y Tad terminó la sesión empapado en sudor y sintiéndose torpe y estúpido. Su respiración surgió como un gorjeo temeroso. Estaba asustado. Echó un vistazo a su piso y se planteó huir. Tenía varios cientos de dólares en el banco, pero solo podía sacar trescientos del cajero. El director de su sucursal, un capullo hindú, le había convencido de que pusiera aquel límite diario cuando abrió la cuenta.

—Así, si pierde la tarjeta, nadie podrá sacar más de trescientos dólares antes de que la cancelemos —había dicho aquel cabrón amante de las vacas.

Tad lamentaba incluso haberse abierto la cuenta y no tener el dinero a mano, pero no le había quedado otro remedio si quería una nómina en el Lady. En un par de días recibiría un talón, quinientos cincuenta dólares una vez descontadas las retenciones. El momento no podía haber sido más inoportuno. Si tuviera aquel dinero en su poder podría llegar mucho más lejos y aguantar más tiempo. Se levantó y recorrió nerviosamente la habitación con una ligera cojera, arrepintiéndose de haberse fumado los últimos restos de su alijo antes de ir a trabajar. Cogió una botella de Wild Turkey del armario de la cocina y le dio tal trago que terminó estremecido. Regresó cojeando al salón, se sentó en el sofá y se quedó mirando el teléfono, pensando en llamar a Michelle. Las cosas habían progresado bien con ella, pasito a pasito, una pequeña charla por aquí, una miradita por allá, y odiaba apresurar las cosas, pero a lo mejor debería llamarla y pedirle que se marchase con él. Buscó en su bolsillo el llavero de madera tallado y pintado a mano de Ciudad del Sol, La Frontera. Le había regalado uno idéntico a Michelle. Ella no lo sabía, pero Tad sentía cierta intimidad en el hecho de que ambos tuvieran el mismo llavero. Levantó el auricular y marcó el número de Michelle. Rudy el del club, en un raro momento de generosidad, le había pasado a Tad el número de su casa hacía varias semanas.

Tad intentó volver a controlar su respiración. Fracasó. Se preguntó qué debería decir en caso de que Michelle respondiera. «Hola, 'Chelle, soy Tad… Sé que solo nos conocemos del trabajo, pero ¿quieres hacer un viaje por carretera conmigo?» Sonaba jodidamente patético incluso a sus oídos. Al cuarto timbrazo saltó el contestador automático de Michelle. Su voz grave y sensual solicitó que dejase un mensaje mientras Ryan Adams sonaba de fondo. Tad casi se sintió aliviado de no tener que hablar con ella. Colgó, acunó el Wild Turkey y se preguntó qué hacer a continuación.

Sentarse a vigilar era un ejercicio mental que requería de calma, concentración y paciencia, y apalear a un tipo no era la mejor manera de prepararse. Behr estaba sentado al volante, observando inmóvil la ventana encendida del apartamento de Ford, experimentando la flaqueza que había reemplazado a la excitación provocada por la confrontación. Le resultaba imposible —lo tenía comprobado— experimentar violencia física sin acusar posteriormente la reducción de adrenalina que él llamaba «el bajón». Para combatirla, se estiró por encima del asiento y sacó un Red Bull de la neverita portátil que siempre llevaba llena de latas. Estaba caliente y parecía jarabe, pero lo engulló y se predispuso a concentrarse en la tarea: observar.

Behr encendió el escáner policial que tenía instalado en su coche. Le traía recuerdos de los viejos tiempos y le ayudaba a combatir el aburrimiento. Siguió mirando hacia la ventana mientras escuchaba las alertas.

«No importa cuántas veces lo hagas —se dijo Behr en voz alta (era otra de las cosas que hacía para concentrarse y pasar el rato cuando estaba apostado)—, uno nunca termina de acostumbrarse del todo». Lo mismo sucedía con la muerte, pensó, pero no lo dijo en voz alta. No importaba cuántas veces se hubiera visto expuesto a ella ni durante cuánto tiempo; nunca había llegado a ser completamente inmune al vacío en la boca del estómago que le suscitaba la visión de un cadáver. Recordó su primera semana en el cuerpo, cuando solo era un muchacho. En aquel entonces hacía la ronda por Meridian Park, un sector tranquilo en el que raras veces sucedía nada. Pero ya durante aquella primera semana encontró dos cadáveres. Su segunda noche allí, fue el de un fallecido en una colisión entre una motocicleta y un tráiler de dieciocho ruedas. Behr y su agente al cargo, Gene Sasso, un orondo veterano cercano a la jubilación, fueron los primeros en presentarse en el lugar de los hechos. Cuando llegaron el motorista ya estaba muerto. Su cabeza y sus piernas habían quedado retorcidas en ángulos imposibles y estaba descalzo, pues sus botas habían salido despedidas, desperdigándose sobre la calzada. El camionero se encontraba sentado en el arcén, con la cabeza entre las manos, sollozando.

—Regístralo a ver si encuentras algún documento de identidad —ordenó Sasso.

Behr tragó con fuerza y metió la mano en el bolsillo trasero del motorista. Por un momento tuvo la sensación de que el hombre se iba a reanimar para agarrarlo de la mano y detener la invasión. Pero el motorista no volvería a moverse. Era un peso muerto que apenas vibró cuando Behr liberó la cartera. «Carne» fue la palabra que cruzó por su joven mente, así como la descorazonadora sensación de que aquel era el estado que le aguardaba a toda la humanidad, él incluido.

Durante su quinto día, recibieron el aviso de una mujer muy preocupada: su novio llevaba tres días sin dar señales de vida. Behr y Sasso fueron enviados a forzar la entrada de su apartamento en un tercer piso y encontraron al tipo, un muchacho de veintiséis años, doblado sobre el brazo de su sofá. Había sufrido una sobredosis, algo no demasiado habitual en un barrio agradable y supuestamente alejado de las drogas duras como aquel. El joven agente Behr aprendió aquel día que todos los fluidos abandonan el cadáver creando un inmundo charco. El cuerpo había adoptado el rígor mortis en aquella extraña posición y a ninguno de los dos se les ocurrió cómo podrían bajarlo por las estrechas escaleras.

—Rómpanlo —dijo el juez de instrucción de setenta años cuando llegó al lugar de los hechos—. Enderécenlo.

—¿Señor? —preguntó Behr.

—Salten sobre las articulaciones hasta que cedan.

Behr tendió el cadáver sobre el suelo e hizo lo que se le ordenaba como solo un joven habría podido hacerlo. Fue como aplastar cajas de cartón de neveras. Sasso ni siquiera le echó una mano. La veteranía era un grado. Cuanto mayor te hacías, más te acercabas a la muerte y más querías evitarla, supuso Behr.

Ocho meses más tarde, Behr fue trasladado a Haughville, donde la muerte era un suceso mucho más frecuente. En cualquier caso, nunca llegó a sentirse cómodo con ella. Simplemente aprendió a apartar de sí la idea en el momento en el que subía la cremallera de la bolsa de cadáveres.

Rooster llegó a la calle de Tad y la recorrió de un extremo a otro sin detenerse. Su El Camino granate no llamaría la atención en aquella parte de la ciudad. Aun así, tras haber ojeado el edificio, Rooster prefirió aparcar a un par de manzanas de distancia y ocultarse entre las sombras para que nadie pudiera ver su matrícula. No estaba seguro de cómo acometer su tarea. A lo mejor podía forzar la puerta del edificio y luego llamar a la del apartamento de Tad. Tad no le esperaba y, con la sorpresa, teniendo en cuenta que Rooster no era un extraño, probablemente le abriría la puerta. O Rooster podía llamar al telefonillo y pedirle a Tad que bajara con alguna excusa. Incluso podía llamarle con el móvil clonado que había comprado hacía una semana. Pero antes quiso asegurarse de que tenía controlado el terreno e incluso circulando frente al edificio de Tad a unos cuarenta o cuarenta y cinco kilómetros por hora percibió algo que le había dado mala espina. No sabía exactamente por qué. A lo mejor simplemente estaba nervioso. Giró tres veces consecutivas a la derecha y volvió a salir al inicio de la calle. Apagó las luces justo antes de doblar la última esquina y avanzó lentamente, pegado al bordillo, hasta apagar el motor. Desde su posición, Rooster podía ver a duras penas el edificio de Tad, a unos doscientos metros de distancia. Una docena de coches aparcados moteaban la calle entre su vehículo y la entrada. Ninguno de ellos era un coche patrulla ni parecía un vehículo policial de incógnito. No había nadie en la calle. Sin embargo, cierto instinto mantuvo a Rooster en su coche, bien hundido en el asiento del conductor, tamborileando suavemente con los dedos en el volante. Esperó. Quince minutos. Cuarenta y cinco. No sabía qué estaba esperando, pero tampoco quería apresurarse. Entrar sin más en aquel edificio con un arma entre las manos sería un acto de ego extraordinario, y el ego, Rooster lo sabía, era peligroso. «Mejor ser inteligente», pensó.

Habían pasado cinco horas y media y Behr ya estaba pensando en su siguiente jugada. Nadie iba a llegar para reunirse con Ford. Tampoco parecía probable que Ford fuese a salir para reunirse con nadie. La táctica de presión de Behr no había obtenido resultados. También había sido una noche aburrida para el departamento de policía de Indiana. Un par de arrestos por conducción temeraria; un aviso de alarma en un Hooters, aunque no se habían producido detenciones; un exceso de velocidad con resistencia al arresto; riñas domésticas; las típicas denuncias por ebriedad y escándalo público frente a los bares de Lafayette. Hasta que la estática del escáner se vio interrumpida por un aviso.

«Llamamiento a las unidades. Eagle Creek Park». Se trataba de una zona de recreo situada a unos quince kilómetros al norte de la ciudad, con campo de golf, un lago para navegar, campo de tiro con arco y senderos para practicar el jogging.

«Restos humanos descubiertos por un paseante con perro. Descomposición avanzada. Parece tratarse de un adolescente de raza blanca. Unidad forense en camino».

Behr notó una serie de pinchazos helados en los brazos. Encendió el motor del coche y metió la primera.

«Hijo de puta». Rooster dio un brinco al oír el motor. Puede que hubiese estado ligeramente adormilado y se le hubiera pasado por alto, pero estaba casi seguro de que nadie se acababa de subir a un vehículo. No había oído el ruido de ninguna puerta al cerrarse. No, el conductor que acababa de poner en marcha el viejo Olds aparcado cerca del edificio de Tad había estado en su interior. Durante mucho rato. No parecía una coincidencia. El hijo de puta había estado vigilando a Tad. Rooster sintió la tentación de seguirlo a toda velocidad, cortarle el camino con su coche y cargárselo. Pero consiguió resistirse. Después el vehículo se apartó del bordillo y la calle quedó una vez más en silencio. Tras varias horas de agarrotante espera, Rooster notó que una enérgica agilidad retornaba a sus miembros de manera instantánea. Su respiración surgía en salvajes punzadas y se esforzó por ralentizarla. Tocó el mango de la pistola en el bolsillo derecho de la chaqueta y palpó el contorno de los cargadores rápidos en el izquierdo. Se planteó llevarse el coche lejos de allí y regresar andando hasta el edificio de Tad.

«A la mierda», decidió. Llevaba allí tiempo de sobra como para haber sido identificado por cualquiera que hubiera querido fijarse. Alargó el brazo por detrás del asiento para coger una descolorida gorra de béisbol y se la caló cubriéndose los ojos. Suspiró con fuerza y salió al fresco aire de la mañana. Sus pies apenas hicieron ruido al recorrer la acera. Cuando estuvo cerca del edificio miró a su alrededor. Ni un alma a la vista. Se pegó a la puerta de entrada y probó. Se abrió de inmediato con un ligero traqueteo. El cerrojo se había oxidado de tal manera que se había atascado en la posición de abierto. Buena suerte para Rooster, mala suerte para Tad.

Rooster subió las escaleras hacia el apartamento de Tad. Solo había estado allí una vez, pero la distribución del edificio, todo, le resultaba familiar, como si hubiera vivido allí toda la vida. Pensó en quien fuese que se hubiera presentado en el Lady para interrogar a Tad y se preguntó si habría sido el mismo tipo que había estado fuera. «Es lo más probable», supuso. Rooster era consciente de que incluso el gilipollas de Tad estaría en guardia después de haberse visto asaltado, por lo que decidió que lo mejor sería entrar en el apartamento furtivamente. Recorrió silenciosamente el pasillo y llegó junto a su puerta. Era contrachapado barato, pintado de blanco con ribetes para simular seis falsos entrepaños. Tenía un simple pomo de latón y ningún cerrojo extra. «No se puede ser tan agarrado, Tad», pensó Rooster mientras contenía el aliento y escuchaba con la oreja pegada a la puerta. Oyó unos ruidos amortiguados, como de roce. Centró toda su atención en un espacio situado a un par de centímetros a la derecha del pomo. Flexionó las rodillas y se palpó los muslos, gruesos con nuevo músculo.

Tad había apurado la botella de Wild Turkey hasta las heces y en algún momento, una vez superada la parte inferior de la etiqueta, había comenzado a llorar, unos sollozos silenciosos que no tenían un propósito real. La atmósfera del apartamento estaba cargada y maloliente. Inseguro de qué ponerse y qué guardar en la maleta, Tad se quitó la camiseta y los vaqueros y se quedó en ropa interior y calcetines. Se tocó el estómago, que asomaba por encima del elástico de los calzoncillos, se sintió desgraciado y lloró un poco más. Estaba perdido. Todas sus decisiones del último año le habían conducido hasta aquel punto. Quizá su mala cabeza viniera de mucho antes. Había hecho cosas terribles a cambio de dinero y no lo había dejado a tiempo. Vender las bicicletas había sido una completa estupidez y ni siquiera demasiado provechosa. Las anfetas no habían mejorado la situación y tampoco había intentado dejarlas a tiempo. Ahora que se veía obligado a marcharse, podía reconocer ante sí mismo que las cosas en el club (con Michelle) no iban a tener un mejor desenlace que todo lo anterior.

—Necesito ayuda —dijo Tad en voz alta.

Su voz sonó extraña y patética a sus propios oídos. No era religioso. No iba a la iglesia como el señor Riggi y no sabía rezar. Pero algo en el hecho de hablar en voz alta hizo que se sintiera mejor. No estaba hablando solo. Percibía que alguien más, Jesús, le estaba escuchando. Soltó la botella y se bajó del sofá para arrodillarse. Gimió cuando su dolorida espinilla tocó el suelo y sufrió bajo el peso de su cuerpo.

—Necesito ayuda —dijo de nuevo—. Por favor. Quiero cambiar de vida. Sé que puedo ser bueno.

Pensó un momento, inseguro de cómo continuar, qué palabras decir. No estaba esperando exactamente una señal, solo un hilo a seguir. Entonces oyó un fuerte retumbo y vio que la puerta de su casa se combaba. Una corriente de miedo atenazó el pecho de Tad. Se produjo otro estampido. Un brillante pedazo de latón, parte de la cerradura, salió volando por los aires. La puerta se abrió completando el arco de su recorrido a cámara lenta y revelando a un hombre fornido con gorra de béisbol y anorak.

«Rooster», identificó Tad al cabo de un segundo. Completamente cachas. En aquel momento se vio a sí mismo en el suelo, en calzoncillos y con la cara manchada de lagrimones. La vergüenza se extendió sobre su piel como agua caliente.

—Rooster —dijo en voz alta, viendo que el labio de su antiguo socio se curvaba en una sonrisa burlona.

Entonces Rooster hundió la mano en el bolsillo, sacó un par de tijeras y apuntó a Tad con ellas. «No son tijeras», interpretó apresuradamente la mente de Tad. «Pistola». Vio un destello.