Reno Remsen salió al escenario al ritmo de la segunda canción de su número de tres piezas: «Round and Round», de Ratt. Los focos azules iluminaron su suave piel. Resplandecía. Se aferró al poste y esquivó los billetes de dólar y de cinco que le lanzaban hechos una pelota desde el otro lado de la barandilla. Su verdadero nombre era Meredith. Sus muslos lucían lisos y plenos bajo la luz escasa y el humo de la máquina. Sus pechos operados parecían agradables y tenía una larga melena de pelo negro. Era todo lo que uno iba a ver en un lugar como aquel. Pero no era Michelle Ginelle, que era de quien estaba enamorado Tad. Aquello resultaba evidente incluso desde el palco de la primera planta en el que se hallaba sentado. Michelle se hacía llamar Brandi, con i latina, y siempre salía al escenario al compás de «Cherry Pie». Resultó que Michelle se había tomado inesperadamente la noche libre. Tampoco pasaba nada, teniendo en cuenta que en aquel momento Tad se veía incapaz de resplandecer para ella. Le gustaba mostrar una gran sonrisa y un destello de conocimiento en la mirada único y exclusivo para Michelle. Pero para ello necesitaba energía y se sentía demasiado agotado. Había estado fumando un montón sin apenas descansar. El cristal le encantaba cuando estaba colocado, pero cuando intentaba dormir se convertía en un dragón en su cabeza, rugiendo en la oscuridad. También llegaba acompañado de su banda sonora particular. Escalofriantes óperas que brotaban con sonido metálico de un altavoz como los que llevaban los helicópteros de Apocalypse Now mientras ametrallaban el pueblo. Había intentado dejar de fumar una temporada, tomárselo con calma, pero seguía despertándose en mitad de la noche. Fue entonces cuando empezó a sospechar a qué se debía realmente su inquietud y volvió a recurrir a la pipa. Con ánimo redoblado.
Había herido a personas. Había robado. Había transportado una carga preciosa e ilegal. Era un chico malo, de eso no cabía duda. Y a Michelle le iba a gustar ese rasgo de su personalidad cuando realmente se percatara de ello. Pero de entre todas las cosas que había hecho que le despertaban en mitad de la noche ahuyentando el sueño, de las más graves a las menos, la más recurrente era la más extraña: haber vendido aquellas condenadas bicicletas. Su sucio secreto. Seis en total, antes de retirarse, a cambio de las cuales había recibido mil doscientos dólares. Habían pasado once meses desde que vendiera la última, aunque a Tad le parecía toda una vida. Básicamente se había olvidado de ellas hasta hacía seis meses, cuando, después de conocer a Michelle, habían comenzado a insinuarse en su inconsciente, casi como un cosquilleo. Había quemado las direcciones, se había deshecho de las furgonetas, nunca le había contado nada sobre todo aquello a nadie, pero las bicicletas eran un cabo suelto, el único maldito cabo suelto que quedaba de la temporada que había pasado trabajando con Rooster para el señor Riggi. Al final, se sintió incapaz de seguir soportando el trabajo que habían estado haciendo y, a pesar de que estaba lo suficientemente bien pagado como para convertirle en un generoso patrocinador del Golden Lady, en última instancia Tad prefirió dejarlo. Necesitaba poner tierra de por medio con Rooster y el señor Riggi le dijo que lo entendía. Había tenido un par de conversaciones al respecto con Michelle, por supuesto enmascarando hasta el último detalle, y ella parecía haberse mostrado de acuerdo en que si el trabajo se lo hacía pasar mal, Tad había hecho bien en renunciar.
Aquello sucedió cuando aún era cliente en el Lady, antes de quedarse sin dinero y aceptar un trabajo de segurata y portero en el club. Pensó que de aquel modo podría trabajar cerca de Michelle, dedicarle el tiempo que una mujer de su calibre requería. Así también podía asegurarse de que no se acercase demasiado a ningún otro y que ningún otro se acercase demasiado a ella. Nunca se perdía su número. Michelle salía a por todas con Warrant, después bajaba un poco el ritmo con «Mr. Brownstone» y acababa con una nota sentimental, normalmente «Home Sweet Home» o el «Don’t Know What You Got» de Cinderella. El modo que tenía de bailar, como si la música emanase de algún lugar desde dentro de su vientre, conmovía a Tad. Y su cuerpo… era magnético. Conseguía que le entrasen unas ganas terribles de tocarla. No estaba demasiado delgada, como tantas chicas de hoy día. Cuando acababa su número, Tad experimentaba verdadero dolor físico y era incapaz de oír la chillona voz de Tom Keifer sin empalmarse con aflicción. Rápidamente se aseguró de que ninguno de los clientes significase nada para ella. Michelle establecía contacto visual con aquellos tipos durante los bailes privados, lo cual bastaba para convencer a algunos de que se pirraba por sus huesos, pero Tad sabía la verdad.
—Miro a través de ellos —le había confiado Michelle una noche al salir de la sala VIP, guardando un fajo de billetes de veinte en su pequeño monedero de plástico.
Mientras caminaba a su lado, alzó la mano y le tocó la mejilla. Tad lo sintió como un beso. Como un relámpago.
—Pareces pálido —dijo Michelle con tristeza en la voz, como si conociera su sucio secreto.
Trabajando en el club, Tad había desarrollado la idea de que, de algún modo, Michelle era la respuesta a sus desvelos. Que podría calmar su soliviantada mente. Que le traería paz. Tad soñaba despierto con ella. Después de haber gozado el uno del otro, Michelle colocaría una refrescante mano sobre su frente y él se quedaría dormido. Con el tiempo, dejaría por completo el speed y comenzaría a cuidarse. Sería un hombre grande, fuerte y en forma.
El último verso de «Don’t Close Your Eyes», de Kix, se alargó monótonamente. Tad bajó la mirada hacia Reno, que ondulaba junto al borde del escenario con las piernas completamente abiertas y la cabeza echada hacia atrás. Por un momento, Tad la vio casi como a otra Michelle y se apretó la polla con fuerza contra el muslo. La canción terminó y Reno cerró las piernas, se levantó y recorrió el escenario recogiendo los billetes. Tad se impulsó sobre los brazos de la silla para levantarse. Su pausa para el descanso había terminado.
«Malditos sean», pensó Behr a propósito de los Gabriel, sentado en su coche aparcado junto a la acera opuesta al edificio sin ventanas que albergaba el Golden Lady. Era una estructura monolítica pintada de negro. Una torpe franja de neón morado a modo de letrero simulaba el contorno de una bailarina hundiendo el trasero en una copa de martini. Behr se esforzó por recuperar la compostura y consiguió dejar de culpar a los Gabriel por lo que estaba sintiendo. Sabía que era una ira antigua, anterior a ellos. Se dispuso a entrar en el local. Estaba en las afueras, cerca de los terrenos de la feria, y Behr no llevaba pistola. Raras veces usaba una. El corazón le latía con rapidez debido al subidón de adrenalina que le asomaba por la garganta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que investigara un caso realmente serio. Se inclinó por encima del asiento, abrió la guantera y sacó su seguro de vida: una cachiporra de piel rellena con perdigones. Solo por si acaso. Se la ajustó en la cintura y se dirigió al club. Llevaba siete años trabajando como independiente y todavía no se había acostumbrado a entrar solo en un recinto. Aunque durante los trece años que había estado en el cuerpo tampoco se había acostumbrado del todo a entrar acompañado de un refuerzo.
Behr penetró en un pequeño vestíbulo dominado por una cabina de cristal en cuyo interior se sentaba un tipo. Deslizó un billete de veinte a través de la ventanilla y obtuvo un vale por una consumición. Pasó por un torniquete, abrió otra puerta de acceso al club y se vio asaltado por el estruendo del heavy metal y una maraña de luces giratorias que seccionaban la oscuridad. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y vio que se trataba de un local cutre y lóbrego, dos circunstancias que el neón y las luces estroboscópicas únicamente contribuían a acentuar. Una joven semidesnuda se arrastraba sobre el escenario como una especie de felino con botas rojas de plataforma. Behr examinó a los espectadores —aunque todavía era pronto y el local no estaba ni a la mitad de su capacidad— y respiró el tufo a esperma, lejía, cerveza y perfume barato, mezclado con una ligera pero pertinaz peste producida por la máquina de humo que amenazaba con cerrarle la garganta.
Se sentó a una pequeña mesa redonda, no muy lejos del escenario, y su mirada volvió a verse arrastrada por la bailarina. Tenía el pelo tan rojo que casi hacía juego con las botas, y a pesar de su juventud era ágil y dominante. No podía tener más de diecinueve años. Behr notó que el deseo y la tristeza batallaban en su interior. La muchacha parecía tener experiencia y mundo, cortesana por voluntad propia. Pero Behr era incapaz de imaginar que las circunstancias de la vida que la habían llevado hasta allí pudieran haber sido buenas. Entre canción y canción, la voz del maestro de ceremonias exhortaba a través del sistema de sonido a los clientes a ser generosos con Lexi. Aprovechando que en determinado momento le daba la espalda, Behr se echó hacia delante y dejó un billete de cinco dólares al borde del escenario. Empezó a sonar otro tema guitarrero y una camarera con minifalda y una bandeja pegada a la mano se paró junto a la mesa.
—¿Qué desea tomar?
—Vodka con tónica.
Behr le entregó su vale de consumición. Aunque la camarera debía de ser únicamente cinco años mayor que la bailarina, la diferencia era notable. Si tenía unas piernas decentes era gracias a unas medias de comprensión y parecía contar con la ayuda de un push up en la parte superior.
—El mínimo son dos consumiciones. La segunda ronda cuesta ocho dólares. ¿Las quiere las dos a la vez?
—De acuerdo.
—¿Necesita billetes de dólar?
Behr asintió y dejó uno de veinte sobre la bandeja, después se recostó sobre el respaldo y fingió ser un tipo que fingía hacerse el interesante, paseando despreocupadamente la mirada por todo el club en vez de observar servilmente a la bailarina.
—Basta con que me devuelvas cinco —dijo Behr cuando la camarera le trajo sus combinados.
La mujer sonrió y contó cinco billetes de dólar.
—Estoy buscando a un tipo que solía venir por aquí…
—¿Le trae una notificación judicial o es que le debe dinero? —preguntó la camarera, refugiándose bajo la fachada distante que había perfeccionado durante sus días de bailarina.
—No —tosió Behr, haciéndose el avergonzado—. Soy yo quien le debe dinero a él. —Vio que aquello cambiaba las cosas y prosiguió—: En realidad, es mi primo quien se lo debe. Solía trabajar para él hasta que se mudó hace un tiempo. Mi primo me ha pedido que si pasaba por el barrio aprovechara para pagarle. Son solo doscientos cuarenta. Pero aquí los traigo. —Behr se palmeó el bolsillo—. Ted Ford. ¿Anda por aquí?
—Tad.
—Eso.
Behr se quedó con el nombre del tipo y entendió por qué no había sido capaz de encontrarlo en las bases de datos. La camarera escudriñó la sala oscura y se mordió el labio en una mueca de frustración.
—Ahora mismo no lo veo… Pero esta noche está de guardia.
Behr asimiló el hecho de que Ford trabajaba allí. Después se preguntó si no le habría visto entrar, identificando los manierismos de policía que todavía arrastraba consigo, y se habría marchado por la puerta trasera. Después notó que las uñas pintadas de acrílico de la camarera le apretaban el antebrazo.
—Oh, ahí está. Junto a la barra.
Behr miró hacia allí y vio a un tipo que arrastraba un barril de cerveza. A continuación se arrodilló para engancharlo al grifo, desapareciendo momentáneamente de su campo visual. Tad era joven, de unos veinticinco años, con pobladas patillas y el pelo oscuro peinado con gran cuidado en una especie de tupé. Debía de haberse untado algún tipo de brillantina, ya que el cabello lanzaba destellos bajo las luces estroboscópicas. Y era grande, pero por su manera esforzada de arrastrar el barril Behr adivinó que era blando.
—Eh, deberías darme una comisión —dijo la camarera como si se le acabase de ocurrir la idea, bromeando pero en cierto modo esperanzada.
—Me parece justo —replicó Behr, entregándole los cinco billetes de dólar y frustrando sus esperanzas.
Tad Ford volvió a salir por la misma puerta lateral por la que había entrado. Behr esperó un momento y a continuación se levantó para seguirlo.
Tad flexionó los dorsales mientras salía y se dirigió hacia la cámara frigorífica en busca de un barril de Busch Light. Si seguía trabajando allí el tiempo suficiente, los barriles pasarían a parecerle tan ligeros como botellas de cuarto. Alargó la mano hacia la manija plateada y sintió que perdía el equilibrio al verse arrojado de cara contra la puerta de la cámara.
—¿Qué coño…? —dijo Tad, rebotando contra la puerta sin hacerse daño, dándose la vuelta y lanzando un perezoso gancho con la derecha en dirección a su atacante.
En principio había supuesto que alguien (probablemente Rudy) le estaba gastando una broma, pero se quedó boquiabierto al comprobar que se trataba de un corpulento desconocido.
Behr esquivó el derechazo doblando las rodillas. Sacó la cachiporra y golpeó a Ford en la cadera con un revés al tiempo que volvía a enderezarse. Ford chilló y se dobló sobre la cintura.
—Joder. Lo siento. Pensaba que era Rudy gastándome una broma.
—No soy Rudy —dijo Behr, clavándole una mirada malhumorada.
—Eso ya lo veo —gimoteó Ford, enderezándose y frotándose la cadera—. ¿Qué quieres, tío?
—Lo que quiero saber, Tad, es por qué vendías bicis robadas.
Behr vio que el rostro de Ford se volvía marfileño por el miedo. Había dado en el blanco. A Behr se le aceleró el pulso ante semejante éxito.
—¿Qué?
—Cállate. —Behr le dio un empellón contra la puerta, agarrándolo de la pechera de la camisa—. Mentiroso de mierda.
A continuación le asestó un porrazo en la parte exterior del muslo izquierdo, en el nervio perineal que recorre la pierna. Notó que Ford desfallecía y lo alzó como si fuese una vela.
—Se las vendiste a Mickey Handley. Quiero saber de dónde las sacaste.
Tad se estremeció, dolorido y atemorizado.
—Las robé.
—Sé que las robaste. ¿A quién?
—Críos. Las dejan por cualquier parte…
Tad vio un destello blanco y notó que la parte inferior de su pierna derecha ardía como si le hubieran prendido fuego. El tipo corpulento le había clavado la puntera de su pesada bota en la espinilla, que ahora le palpitaba con tanta violencia como el corazón.
—Maldita sea, voy a llamar a la policía —amenazó Tad con un sollozo.
—No, no vas a hacer eso. ¿Con quién estabas trabajando?
—Con nadie —espetó Tad.
Lo de las bicicletas había sido cosa exclusivamente suya. Era la verdad y Behr la interpretó como tal, por mucho que le confundiese. No fue hasta más tarde cuando a Tad se le ocurrió que quizás el hombre no se había referido únicamente a las bicicletas. Su respuesta en ese caso habría sido otra, a pesar de que nunca habría delatado a Rooster ni a Riggi. Behr giró la muñeca, preparándose para asestar un nuevo golpe, cuando oyó que la puerta del club se abría bruscamente. Usó su cuerpo para ocultar la cachiporra y después miró por encima del hombro derecho a tiempo de ver a un hombre con cuello de toro, vestido con una ajustada camiseta a pesar del frío, que salía acompañado de una bailarina de pelo ingobernable. Desprendía cierto aire de autoridad y caminaba con la relajada chulería de un tipo al que le van a hacer una mamada.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —gritó el tipo, viendo que alguien había ocupado el lugar de su cita, al tiempo que las puntas de sus orejas enrojecían al contacto con el aire fresco—. Más te vale no estar vendiendo en mi club, Ford.
—No —gorgoteó Tad.
Parecía a punto de echarse a gritar para pedir ayuda, pero Behr lo acuchilló con la mirada, advirtiéndole que guardase silencio, cosa que hizo.
—¿Vendiendo qué? Solo estaba buscando el servicio de caballeros… —dijo Behr, intentando llenar el silencio y relajar la atmósfera de violencia.
—Y una mierda —gritó Cuello de Toro.
Behr notó que el hombre lo escudriñaba intentando hacerse una impresión. Se preguntó si debía abalanzarse sobre él y abrirle la cabeza de camino a la puerta. En cambio, mantuvo su posición junto a Ford y conservó la calma.
—¿Cuánto te debe el puto gordo? —dijo al fin Cuello de Toro.
Behr asintió y repitió la cifra que le había dicho a la camarera:
—Doscientos cuarenta. Debería saber que los Vikings nunca ganan.
—Hazme un favor y soluciona tus mierdas en otro sitio. Este no es el lugar.
Era tanto una petición como una exigencia, pero parecía la mejor salida a la que Behr podía aspirar teniendo en cuenta la situación. Se maldijo, notando que acababa de perder una oportunidad genuina de averiguar algo, pero asintió conciliador y pasó junto a Cuello de Toro y su chica para regresar al interior del club.
Tad sentía las piernas doloridas y vacilantes, pero tampoco tenía otro lugar al que dirigirse salvo adentro.
—Pareces pálido, Tad —le dijo Reno cuando pasó junto a ella.
—Deberías pagar tus deudas —añadió Rudy.
Tad oyó las risas de la pareja.
Behr se había visto obligado a apartarse de Ford, pero aún no estaba preparado para volver a casa con las manos vacías. Aquel tipo estaba relacionado con algo pestilente, Behr estaba convencido de ello. Sentía que había estado a punto de conseguir algunos nombres cuando se habían visto interrumpidos y la idea de marcharse y seguir otro día lo estaba matando. Suponía que, por muy sofisticados que fueran los encantos de la muchacha, dispondría de al menos unos minutos antes de que Cuello de Toro regresara al interior para echarlo del club, así que atravesó el local en dirección al rincón más alejado e intentó ocultarse entre las sombras. Un momento más tarde vio que Ford entraba cojeando, miraba a su alrededor, pasaba por alto su escondite y se encaminaba hacia el vestíbulo del servicio de caballeros. Una vez allí, sacó un móvil, marcó un número y se pegó el aparato a la oreja. Incluso a aquella distancia y a pesar de la oscuridad, Behr pudo ver que se trataba de un teléfono de prepago. No habría posibilidad de rastrear la llamada. Ford se tapó la otra oreja con un dedo para protegerse del ruido.
Era como una pesadilla hecha realidad. Incluso peor de lo que había imaginado. Tad casi se había cagado encima cuando el tipo comenzó a interrogarle. ¿Quién coño era y cómo podía saberlo? Parecía policía, pero no había dicho que lo fuera. ¿Qué otra explicación podía haber? Lo único que Tad sabía con seguridad era que estaba jodido. Lo tenía pero que bien jodido. Tal como él lo veía, solo podía hacer dos cosas: limitarse a cerrar los ojos, pretender que aquello nunca había sucedido, terminar su turno y esperar no volver a encontrarse en la vida con aquel tipo corpulento; o llamar al señor Riggi. Era horrible, pero de algún modo sabía que la situación no iba a desaparecer por sí sola y que debía llamar. Supuso que no tenía sentido esperar y que bien podía arrancarse la tirita de un tirón.
—Sí —dijo la voz fría e irritada de Riggi al otro lado de la línea.
—Soy Tad Ford.
—Tad —respondió Riggi—. Sé que no se te habrá ocurrido llamarme para recuperar tu trabajo ni para pedir ningún favor. No después de haberme dejado tirado.
Tad cerró los ojos frente al tono diamantino, el odio que surgía del teléfono. Se imaginó a Riggi en una casa grande y moderna (en realidad no sabía dónde vivía, ya que este nunca lo había invitado a visitarle), vestido con una bata de seda, la calva resplandeciente, el sonido de unos cubitos de hielo tintineando en un vaso de escocés destilado durante mil años. Probablemente acompañado de un par de orientales buenorras que aguardaban para satisfacer hasta el último de sus deseos. Y precisamente ahora el estúpido de Tad Ford tenía que llamar para arruinarle la noche.
—¿Bien? ¿De qué se trata?
—Señor Riggi, un tipo ha venido a verme. Me ha golpeado. Me ha jodido la pierna…
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
Tad pudo sentir que Riggi apretaba su teléfono con fuerza.
—A lo mejor nada, pero… Me ha hecho preguntas sobre una bicicleta…
—Una condenada…
—Sé que no debería haberlo hecho, pero vendí un par. Ya sabe, de cuando las recogidas, hace tiempo.
Tad oyó un par de jadeos de furia, después una voz tranquila.
—¿Desde dónde me llamas?
—Desde el trabajo, por un desechable.
—Gracias a Dios. —Oyó un suspiro de alivio—. No hay más que hablar por ahora. Sal de ahí. No le digas ni una sola palabra a nadie. ¿Me has entendido, estúpido de los cojones? Te llamaré mañana. Nos reuniremos y solucionaremos esto.
—Lo siento, señor R., pero le juro que no he dicho su nombre…
Tad podría haber continuado, pero habría estado hablando solo.
Behr salió discretamente del club cuando vio que Ford se guardaba el teléfono, suponiendo que estaba a punto de quedarse sin tiempo. Echó un último vistazo de reojo antes de salir y vio a Ford asomarse a la cabina del pinchadiscos por encima de la barandilla. Behr se sentó en su coche a vigilar la puerta, preguntándose si aparecería alguien para mantener una charla de emergencia con Ford. En cambio, fue el mismo Ford el que, en apenas tres minutos, salió apresuradamente. Behr le vio apretujarse en un viejo pero bien cuidado ZX 300 y ponerse en marcha. Anotó el número de la matrícula y empezó a seguirlo a una distancia prudencial. Tras conducir doce minutos en dirección nordeste, llegaron a una zona de la ciudad en la que se aglomeraban varias manzanas de edificios chatos cuyos apartamentos se alquilaban por meses. Los edificios habían comenzado a desmoronarse recién construidos y no volverían a tener mejor aspecto antes de su cita con el martillo de demolición. Behr se pegó al bordillo a media manzana de distancia y observó a Ford caminar hasta la puerta de su edificio lanzando una mirada de desesperación a su espalda. Behr le dio dos minutos, vio una luz encenderse en una ventana del segundo piso que daba a la calle, cubierta por una fina y andrajosa cortina, y luego se acercó a inspeccionar los buzones del vestíbulo. Ford vivía en el 2-H, lo cual coincidía con la luz que acababa de encenderse. Behr regresó a su coche, alivió su vejiga en el arcén junto al vehículo y después se puso a esperar, dispuesto a ver quién llegaba de visita.