15

El sol se estaba poniendo cuando Paul aparcó en el camino de entrada. Carol agarró las llaves y su bolso, salió a la calle y cerró la puerta. Habían quedado para cenar con el investigador privado. Carol se negaba a hacerse esperanzas, asumiendo que si hubiera descubierto alguna pista ya habrían recibido una llamada.

—Hola —dijo, subiendo al coche.

Mientras Paul salía marcha atrás, Carol observó la casa. No había cambiado demasiado desde que se mudaron a ella. En aquel momento estaba recién pintada, y todavía se conservaba en buen estado. Aquella última primavera no se había molestado en poner geranios en las ventanas. En cualquier caso, ahora odiaba la vivienda. La odiaba por todos los motivos por los que en otro tiempo la había adorado y por lo que había acabado representando: un sueño de vida feliz y segura que se había agriado. En cualquier caso sabía que nunca podría dejarla. Que Paul tampoco podría. No hasta que hubieran recibido una constatación definitiva de la muerte de Jamie.

—Será interesante ver qué tiene que decirnos Behr —dijo Paul.

—Sí —respondió Carol, aunque no estaba de acuerdo.

Los informes repletos de nula información eran un insulto para ellos y para su dolor, pero eso era lo único que habían obtenido de los anteriores investigadores.

El coche quedó en silencio mientras Paul conducía hacia Curley’s, donde se reunían siempre con los investigadores. Miró de reojo a su esposa y notó que se le encogía el estómago ante la turbulenta sensación que le asaltó al hacerlo. Bajó la ventanilla una rendija para permitir que entrase un poco de aire fresco de la noche y liberara parte de la cargada atmósfera que oprimía el interior del vehículo. Para él, cada día había pasado a ser una serie de tareas: levantarse, ir a trabajar, vender pólizas, comer, pagar facturas, conversar con Carol, comprobar las actualizaciones en las páginas web de niños desaparecidos, ocuparse de la casa. Las tareas eran pequeñas tuercas que aseguraban la tapa que contenía todo cuanto bullía en su interior. Rabia. Indignación. Indefensión. Sensaciones que por momentos lo agarraban del pescuezo y lo fustigaban hasta que se obligaba a realizar una nueva tarea que le permitiese volver a encerrarlas. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, cuando Paul consideraba la perspectiva de pasar cuarenta o cincuenta años junto a Carol, siempre le había parecido un lapso demasiado breve. Ahora los días se eternizaban frente a él como un terrorífico monstruo serpentino al que nunca conseguiría domar. No había tareas suficientes en el mundo para controlarlo.

Behr había llegado temprano a Curley’s y estaba allí sentado ante una cesta de pan sin tocar. Era un local con paredes de azulejos blancos con lámparas de pantalla verde que colgaban a escasa altura sobre las mesas de madera rústica. Tenían un menú de comida casera que incluía el postre. Curley’s era una anomalía en estos tiempos por el simple hecho de no pertenecer a una cadena. Aunque bien podría haber sido así, pensó Behr, mirando impacientemente a su alrededor. Había regresado directamente a casa tras salir de Plainfield para ponerse a buscar direcciones, números de teléfono y los historiales de todos los Ted Ford conocidos. Aunque había varios, pudo eliminar rápidamente a la mayoría a partir de sus edades y sus descripciones físicas. Tenía la impresión de que la pista no le conduciría demasiado lejos. Sabía perfectamente que no debía dar demasiada importancia a lo revelado por Handley. Obtener información en una penitenciaría era el equivalente de jugar frente a un lanzador de las grandes ligas. Incluso los bateadores del Salón de la Fama únicamente eran capaces de darle a la pelota una de cada tres veces. Aun así, le hubiera gustado ir de inmediato al Golden Lady para ver si podía encontrar a Ford en persona. En cambio, debía esperar.

Los Gabriel no tardaron mucho en entrar. Callado y dubitativo, Paul sostuvo la puerta abierta para su esposa y ambos se dirigieron hacia Behr. Este no se levantó ni les estrechó las manos al sentarse, y notó que recorrían con la mirada la mesa y el taburete vacío que tenía a su lado, como buscando algo.

—Señores —dijo Behr antes de pudieran perder demasiado tiempo.

—Pidamos primero y después podremos hablar —dijo Paul, suscitando una mirada de dolorida paciencia por parte de Carol, pero ninguna protesta.

Paul pidió un bistec Salisbury, Carol escogió una ensalada César. Behr no quiso nada.

—¿Dónde está su informe? —preguntó Carol antes de que la camarera se hubiera alejado dos pasos.

Behr le mostró las palmas de las manos vacías y después sacó su libreta.

A Carol la sorprendió —aunque no podría decir que la hubiera decepcionado— que Behr no hubiese traído un informe impreso con el que aplacarles; lo mismo pensaba sobre su decisión de no ir vestido de traje. O bien aquel tipo era otro sacacuartos o puede que fuese algo mejor. En cualquier caso era distinto, pensó.

—¿Ha averiguado algo? —preguntó Carol.

—Avenida Tibbs. Nada más entrar en ella. Creo que estaba siguiendo su ruta y que no pudo llegar a terminarla. Y que no fue un accidente.

Las palabras de Behr golpearon a los Gabriel como un estallido. Ninguno de los dos se movió ni respiró.

—Creo que fue cosa de dos hombres, y probablemente no fuesen los únicos implicados…

—¿Sabe quién…? —dijo Carol, casi abalanzándose sobre la mesa.

—No —la interrumpió Behr—. Mire, debemos seguir manteniendo la misma premisa con la que empezamos: que no vamos a obtener mucha más información, y mucho menos buenas noticias.

Carol asintió.

—Tengo una pista. Al menos un nombre sobre el que indagar.

—¿Quién?

—Les diré más cuando lo haya averiguado.

Se impuso un silencio pétreo. Trajeron la ensalada de aperitivo de Paul, pequeña y birriosa, ahogada en un aliño de color rojo.

—¿Cómo va a…?

Las palabras de Carol murieron en su boca al darse cuenta de que Behr no estaba allí para darle un cursillo de investigación.

Ustedes han pedido esta reunión, amigos. A mí no me parecía pertinente, pero ha sido decisión suya —saltó Behr, irritado ante la presión.

Carol parpadeó, su único movimiento. Los sonidos del local llenándose a su alrededor zumbaron en sus oídos un momento.

El corazón de Paul llevaba palpitando sordamente desde que habían entrado en el restaurante para encontrarse a Behr allí sentado, visiblemente molesto por tener que perder el tiempo poniéndoles al día. Estaba demasiado ocupado trabajando como para andar besando culos. Aquello resultaba evidente tanto por la expresión en su rostro como por el modo en que iba vestido. Cuando Behr les contó lo que había averiguado, confirmó la fría y viscosa sospecha que Paul había mantenido enterrada en lo más profundo de su ser. Cuando Behr pronunció el nombre de la avenida en la que creía que había tenido lugar el crimen, Paul reconoció que su vida había cambiado, su peor temor se había hecho realidad. El mundo ya no podía castigarle más.

—Yo… —empezó Paul, pero la palabra se le atascó en la garganta—. Quiero participar. Trabajar con usted en el caso.

Carol lo miró con los ojos como platos, verdaderamente sorprendida. Paul parecía tan decidido que, por un momento, su esposa se preguntó realmente cuál sería el resultado.

—No —dijo Behr. Lo tajante de su respuesta dejó a Paul sin aliento. Pareció que Behr estuviera pensando añadir algo, para suavizar su respuesta o al menos para dejar claras sus razones para ello—. No —repitió al fin.

—¿Cómo que no? —preguntó Paul—. Somos nosotros quienes…

—Me han contratado para que haga mi trabajo. El cual no incluye llevarles a usted ni a ningún otro de acompañante.

—Solo quiero saber que estoy haciendo todo lo humanamente posible para ayudar a averiguar lo que le sucedió a Jamie —replicó el padre.

—No. No siga por ahí, Paul. No le conducirá a nada bueno. Puede despedirme si quiere, pero…

—No —fue la primera palabra de Carol en un buen rato.

—Era nuestro hijo. Mi hijo —continuó Paul—. ¿Cómo se sentiría usted?

Behr golpeó la mesa con ambas palmas de la mano, haciendo saltar y resonar los cubiertos. El cuenco de la ensalada de Paul se volcó y el restaurante quedó en silencio por un momento. Behr notó que el pulso le palpitaba en el cuello. Luchó por recuperar el control y el aliento. Mi hijo. El rostro de Tim había destellado en la mente de Behr al oír aquellas palabras. Era algo que le había sucedido a cada minuto de cada día cuando la herida aún estaba reciente. La frecuencia fue decreciendo con el tiempo, pero más que disminuir su intensidad, lo que sucedió fue que Behr había perdido aguante ante sus apariciones. Meneó la cabeza, esperando sacudirse de encima la imagen. Miró a Paul, al otro lado de la mesa, y vio una expresión rota y acosada en sus ojos. Behr la conocía bien. Se preguntó si también su mirada sería la misma en aquel momento.

Behr reflexionó sobre el lugar ocupado por Paul en la escala de comportamiento civilizado. Por muy salvaje que hubiera sido su juventud, había pasado una década criando a su hijo. Había experimentado el atemperamiento y el respeto por la vida que aportan los niños. Eran dos cosas que no habían afectado a Behr. Desde el fallecimiento de Tim, se había ido adentrando sin pausa en la otra dirección. Finalmente, sintió que era capaz de volver a hablar.

—Si esto conduce a algún sitio, será un sitio horrible. Y no está usted preparado para ello.

—No soy policía, pero después de lo que he soportado… —dijo Paul, perdiendo el impulso que lo había sostenido hasta aquel momento en la discusión—. Y usted… usted es… parece…

Perdió por completo el fuelle y fue incapaz de decir nada más.

—Puede que parezca un tipo normal y corriente —dijo Behr sin alzar la voz—, pero es una máscara.

Siguió allí un momento, viendo cómo la pareja lo observaba, intentando recalibrar la impresión que tenían de él. Después dijo:

—Voy a seguir trabajando.

Behr se levantó y dejó a los Gabriel sentados a la mesa.

Behr se deslizó tras el volante y vislumbró su cara en el espejo retrovisor. ¿Cuánto de cierto acababa de contar? Más de lo que había pretendido, pero no todo. La tensión le había provocado tensión en los hombros. Notó que el sudor le bajaba por ambos costados. A aquello habían llegado. ¿De cuántos casos había sido despedido por clientes entrometidos? La mayoría habían sido de espionaje doméstico. Tan pronto como empezaba a pasarles información, querían acompañarle durante la vigilancia o enfrentarse a sus cónyuges infieles. Behr siempre dejaba claro, nada más aceptar los casos, que aquello nunca iba a suceder. Todos ellos se mostraban de acuerdo con su condición, después el noventa por ciento renegaba del trato cuando recibía la información. Aquello era distinto. Si el cliente habitual se sentía destrozado tras averiguar que su marido o esposa se acostaba con el vecino o tenía una aventura en el trabajo o en realidad era gay, aquel caso tenía un nivel de devastación nuclear. Lo que encontrase, al margen de lo vago que fuese, tenía el potencial de destruir lo poco que quedase de ambos padres. Pero lo cierto era que Behr no trabajaba solo únicamente para mantener a sus clientes lejos del peligro; para él era una penitencia. Su conciencia le reclamaba una deuda, que todavía distaba mucho de estar pagada, por lo que le había sucedido a su propio hijo.

Behr no solo se sentía mal por ello; se sentía hundido en la mierda. Una manera de mitigar tal sensación era mediante Jack Daniel’s, normalmente botella y media, pero había dejado de castigarse de aquel modo, por lo que ahora solía conducir hasta el City Club para levantar pesas hasta que los brazos le colgaban inertes a los costados y el ácido láctico le ardía en el pecho. Aquella noche condujo directamente hacia Crawfordsville Road. Al Golden Lady.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Carol cuando se montaron en el coche.

Era lo primero que cualquiera de los dos decía desde que Behr los había dejado en el restaurante.

—A nada —contestó Paul, manejando bruscamente el cambio de marchas.

Se sentía estúpido, expuesto delante de su mujer. Cuando lo había ensayado en su cabeza de camino a Curley’s y nuevamente después, segundos antes de pronunciar las palabras, los acontecimientos se habían desarrollado de otra manera. En la versión de Paul, Behr no lo aceptaba precisamente con los brazos abiertos como compañero, pero acababa asintiendo y accediendo. Pero el tipo había reaccionado como un bloque de granito, negándose incluso a dar sus razones. Paul se planteó llamarle y dejarle un mensaje en el contestador diciéndole que estaba despedido. Condujo con los ojos clavados en la carretera mientras en su mente se agolpaba un torbellino de información e ideas. ¿Sería capaz de conseguir que Pomeroy enviase a sus agentes a preguntar casa por casa en la avenida Tibbs, por si acaso alguien hubiera visto algo sospechoso? ¿Podría hacerlo él mismo? ¿Obligar a los vecinos a que le abrieran sus puertas para registrar desvanes y sótanos y armarios ocultos en busca de Jamie? Una castradora sensación de indefensión volvió a apoderarse lentamente de él. Notó que se le aflojaban los músculos y supo que no iba a despedir a Behr.