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Behr recorrió a la inversa el camino hasta alcanzar el extremo sur de la ciudad y se incorporó a la 40 en dirección oeste. Dejó atrás Six Points y condujo hasta Plainfield. De camino, llamó a Stan Brookings, un antiguo conocido del cuerpo que ahora era supervisor en el centro de detención para adultos de Plainfield. Pidió y obtuvo un contacto en el «recinto» juvenil.

—Haz una parada para almorzar —le dijo Brookings—. Para cuando hayas terminado tendrás un pase de visitante esperándote.

—¿Alguna recomendación?

—Prueba Gulliver’s, está cerca, en North Carr.

Behr entró en Gulliver’s y se adueñó de un reservado. Vendían antiácidos justo al lado de la caja registradora, lo cual no era buena señal, e incluso suponiendo que el lugar tuviese hora punta, para entonces ya pasaban de las tres y estaba completamente vacío. Behr estudió el menú y examinó sus opciones. Tampoco es que comer le pareciese una buena idea, teniendo en cuenta que su apetito había desaparecido por completo desde la noche en la que estuvo navegando por las páginas de porno infantil. Normalmente tenía un estómago de hierro y era capaz de deglutir igual que una cabra doméstica. Cuando aún llevaba el uniforme, sus compañeros solían bromear sobre su habilidad para beber café en la escena de un accidente de tráfico o darle bocados a un sándwich en pleno escrutinio de un tiroteo. Pero aquella investigación le había vuelto el estómago del revés y convertía su voluntad de alimentarse en una proposición dudosa en el mejor de los casos.

—¿Desea algo? —preguntó la camarera, en sintonía con la indecisión que vio en su rostro.

Vestía un uniforme oscuro y su chapa anunciaba que se llamaba «Darla».

—Creo que podría apañármelas con un cuenco de chili —respondió Behr—. Si es bueno.

—Buenísimo —le aseguró Darla, y Behr asintió para indicar que tomaría uno.

«Cuanto más tardes —pensó Behr—, menor es la probabilidad de hallarlos». En tan solo doce horas, las probabilidades empezaban a irse al carajo. En aquel caso, habían pasado más de doce meses, circunstancia que lo carcomía como ratas afilándose los dientes en las tuberías de un desagüe.

Behr se había criado en una pequeña granja del noroeste, donde la comida era algo básico, cuando no escaso. La familia criaba pollos a los que ir sacrificando en caso de necesidad y también cerdos cuando llegaba la temporada. Pero los pollos habían pasado a ser su trabajo tan pronto como cumplió los ocho años. ¿Cuántos cientos de ellos habría colocado sobre el tronco y acogotado de un hachazo, echando todo su peso sobre las crispadas aves para que no salieran correteando por el patio? Para cuando cumplió los diez, se limitaba a agarrarlos de la cabeza y a girar despreocupadamente la muñeca con un movimiento circular.

Después, por supuesto, había que recoger paletadas de abono, vaciar las pocilgas, supervisar el nacimiento de los becerros y su capado, todas las tareas que constituyen la vida del granjero. Mientras crecía, Behr se había acostumbrado de tal manera al trabajo y a la muerte que fue solo más tarde, durante sus primeros años en el cuerpo, cuando se dio cuenta de que poseía una resistencia casi bovina a lo desagradable. Aprendió a depender de ella para llevar a cabo los trabajos más odiosos, aburridos e incluso inútiles. Ahora iba a necesitar conjurarla de nuevo si pretendía seguir adelante con aquel caso.

Tras haber terminado su almuerzo, que al final consistió únicamente en los biscotes que le sirvieron para acompañar el chili, Behr regresó al coche. Nada más salir de la calle principal de Plainfield vio el «recinto», un conjunto de bajos edificios de hormigón rodeados por una alta valla rematada con alambre de espino. Los edificios alojaban e intentaban rehabilitar a unos trescientos delincuentes juveniles. Para la mayoría de ellos, la institución no era más que una parada intermedia antes de dar el salto a la penitenciaría de máxima seguridad más cercana.

Behr entró en el edificio administrativo y pasó por el detector de metales de camino a recoger el pase. Brookings había cumplido su palabra y ya se lo tenían preparado. Behr recibió instrucciones de encaminarse hacia el bloque seis, donde fue registrado y sometido a una paleta de cacheo antes de ser conducido hasta el interior de una sala de entrevistas. No le ofrecieron café ni ninguna otra cosa. Los pasillos estaban abarrotados con cajas de embalaje y un vaivén de secretarias que las iban llenando con expedientes e incrementando su número. Behr recordó que en apenas un par de semanas toda la instalación sería trasladada a un nuevo emplazamiento en Girls School Road. Diez minutos más tarde, un guardia vestido con un uniforme de color masilla llegó escoltando a un joven con el pelo cortado al rape que parecía tener unos diecisiete años.

—Mickey, gracias por recibirme.

—Llámeme Mike —dijo este con voz tranquila, tendiéndole una pequeña mano—. ¿De qué se trata?

—Bienes robados. Bicicletas.

—Ya no me dedico a eso. Evidentemente —dijo Handley gesticulando en dirección a su entorno—. Me soltarán dentro de ocho semanas, y a partir de ahora pienso mantenerme alejado del crimen.

Habló con sinceridad, sin denotar que estuviera esforzándose por parecer convincente. Después de lo que le había contado Cottrell, Behr había supuesto que se las iba a tener que ver con un golfo callejero con dentadura de oro cuya resistencia se habría visto obligado a quebrantar. Le sorprendió encontrarse con Mickey Handley, pulcro y bien hablado. Behr había comprobado que, ocasionalmente, la primera encarcelación podía tener aquel efecto sobre algunos jóvenes. La única alusión a su reputación anterior era la sudadera que llevaba puesta. Era demasiado grande, gruesa, azul eléctrico, con la palabra ABERCROMBIE impresa en el pecho. Los pantalones eran de color azul marino, institucionales.

—¿Cómo solía funcionar entonces?

—Un momento. ¿Cómo ha dado conmigo?

Behr clavó sus ojos en el muchacho como si fueran puñales.

—Yo haré las preguntas.

El muchacho agachó la cabeza y habló:

—Había una tienda de bicicletas nuevas y usadas en Range Line, cerca de Carmel, de donde soy yo, así que revenderlas era fácil. Reuní algo de dinero e hice correr la voz de que estaba dispuesto a comprar. —Handley alzó la mirada—. Empezaron a llegar de inmediato. El negocio de las bicis siempre va sobre ruedas —dijo sin cambiar de expresión.

El rostro de Behr permaneció inalterable, demostrándole al muchacho que no contaba con público para sus juegos de palabras. Handley asintió y continuó:

—La mayoría de los tipos a los que les compraba eran chavales o drogotas que necesitaban pasta para colocarse. Esos idiotas solían andar por ahí con cizallas, cortaban el candado, se montaban y pedaleaban directamente hasta mi puerta. Algunos de ellos eran padres, que también tenían problemas con las drogas o deudas de juego y venían para venderme las bicis de sus propios hijos.

—¿Sabes si alguna vez compraste o vendiste una Mongoose BMX azul prácticamente nueva?

Handley alzó las palmas.

—Oh, tío, lo siento. Movía cantidad. Imposible recordar un detalle como ese. Probablemente sí.

—Voy a hacerte una pregunta importante, Mike, y quiero que te lo pienses bien antes de responder. Vas a decirme un nombre y después me voy a marchar y podrás continuar con tu vida alejado del crimen y aquí habrá acabado todo. —Behr se echó hacia atrás y cruzó los brazos antes de hablar—. ¿Quién fue el cabronazo más sospechoso que acudió a ti para venderte una bicicleta?

Handley apenas hizo una pausa antes de responder:

—Hubo un espídico que me vendió como media docena de unidades, en una ocasión hasta dos de golpe. Venía en coche y las sacaba del maletero.

—¿Cómo sabes que le daba a las anfetas?

—Tenía los cráteres —dijo Handley, señalándose la cara, donde se forman las delatoras llagas de los fumadores de metanfetamina.

—¿Qué clase de coche?

—Varios.

—¿Un Lincoln?

Handley se encogió de hombros.

—Puede. En cualquier caso, lo imposible habría sido que llegara montado en ellas, debido a su tamaño. A su lado todas parecían bicicletas de payaso. —Handley hizo una pausa, recordando la corpulencia de su interlocutor, y miró a Behr para comprobar si este se había ofendido. No había sido así y Handley continuó—: El tipo se daba muchos aires, ¿sabe? Como si fuera don criminati. —Un destello de su vieja jerga callejera; Handley se corrigió de inmediato—. Quiero decir que actuaba como si tuviera cosas mejores que hacer.

—Entiendo. ¿Cómo se llamaba? —preguntó Behr con calma, notando el amortiguado trueno de su corazón.

—Ted. Ted Ford, me parece.

—¿Te parece?

—Estoy bastante seguro. En cualquier caso, no le costará comprobarlo.

—¿Cómo?

—Tenía relación con un local de alterne. Quizá trabajaba allí o algo. Ah, ¿cómo se llamaba? Siempre me daba tarjetas, una especie de octavillas de publicidad de esas que ofrecen la primera copa gratis. Como si fuese un verdadero empresario. Se llamaba… se llamaba el Golden Lady. Ted Ford.