Behr se sentía estúpido de cojones mientras conducía por la 65 de camino al vertedero municipal de Southern County bajo la lluvia menguante. Los palos a ciegas nunca habían sido su estilo, pero allí estaba, esperando que le tocase la lotería. Aun así, siguió avanzando hasta que la verja del vertedero apareció en la distancia. Unas catorce hectáreas dedicadas por el condado a la eliminación de residuos sólidos; el reino de Terry Cottrell. Cottrell había sido ladrón e intermediario de bienes robados cuando Behr lo conoció hacía una docena de años mientras investigaba un caso de mercancías sustraídas. Behr lo arrestó y, de camino a la comisaría, se dejó conquistar por la labia del tipo. Muchos criminales a los que había detenido le presionaban en el coche patrulla, pretendiendo lograr un trato especial en aquel último viaje a chirona, pero Behr nunca había compartido una conversación tan objetiva, casi filosófica, como la que mantuvo con Cottrell.
Cottrell era entonces un muchacho delgado y desgarbado. Parecía preocupado por su destino pero, como si estuviera atado por un código de honor tácito pero tangible, se negaba a cuestionar, lamentar o especular sobre lo que podría ser de él. En cambio, habló con Behr sobre cuestiones policiales, casos recientes que habían aparecido en los titulares. Parecía tener un conocimiento profundo de la vida policial.
Después, durante el juicio, el día que debía testificar, Behr se encontró en una cafetería durante la pausa para el almuerzo sentado a la barra a escasos metros de distancia de Cottrell y su madre. Nunca era agradable para la familia de un tipo que la policía pretendiese encerrarlo. Normalmente había miradas de odio, palabras desagradables, a menudo amenazas. Pero aquel no fue el caso. La madre de Cottrell, Lana, era una atractiva mujer de mediana edad.
—Buenos días —dijo educadamente—. No hace falta que se sienta incómodo por vernos obligados a compartir el almuerzo. No estaríamos aquí de no ser por él.
—Mamá… —empezó a decir Cottrell, solo para verse silenciado por una mirada de su madre.
Cottrell tuvo un abogado excelente y fue sentenciado a dos años de libertad condicional, a pesar de que Behr lo había cazado con las manos en la masa en un almacén repleto de equipos audiovisuales de gama alta. Entonces Behr era todavía un policía joven y susceptible aún a los caprichos del sistema, de modo que se sintió personalmente agraviado por tan ligera sentencia. Tras haber visto a Cottrell salir del juzgado con una enorme sonrisa en la cara, fue incapaz de dejarlo estar. Un par de días más tarde, se presentó en su casa con la intención de amenazarlo para que no se le ocurriera volver a joder la marrana en el barrio en un futuro cercano. Pero Cottrell no estaba en casa y Behr acabó sentándose a charlar con Lana. Afligida por los problemas legales de su hijo, esta temía que, tras haberse ido de rositas, Cottrell se internase aún más en la senda del crimen. También le comentó lo mucho que le gustaba leer y le mostró a Behr el cuarto del muchacho, que estaba limpio, ordenado y prácticamente repleto a rebosar de libros. Behr se conmovió lo suficiente como para reflexionar acerca de la cuestión y, con el tiempo, encontró una manera de asegurarle un empleo fijo y tranquilo como funcionario del condado en el vertedero.
Cottrell y Behr habían acabado por trabar lentamente una especie de amistad, y si el primero había seguido contrabandeando con objetos robados o se había involucrado en algún crimen durante los últimos años, ninguno había sido de la relevancia suficiente como para llamar la atención del detective.
Behr cruzó las puertas y captó el acre aroma del vertedero. Enterrados bajo enormes montículos se acumulaban millones de metros cúbicos de desperdicios. Además de los coches y los electrodomésticos que se oxidaban en silencio hasta desaparecer, había desechos industriales como alquitrán de hulla, óxido de hierro y pintura, sellados en tanques y enterrados. Supervisar el reparto de tierra sobre la escoria y encargarse del mantenimiento general del vertedero no era probablemente el trabajo más saludable del mundo, pensó Behr, pero tenía muchas más ventajas que la anterior ocupación de Cottrell. Behr aparcó no demasiado lejos de la casa prefabricada que hacía las veces de oficina de Cottrell.
—Hostias, ahí llega el Sueño Eterno —saludó Cottrell mientras Behr salía pesadamente del coche.
—¿Cómo va eso, Terry? —preguntó Behr, estrechándole la mano.
—¿Qué hay, Philly? —replicó Cottrell, chocando su pecho contra el de Behr. Le gustaba llamarle «Philly» por Philip Marlowe, mitad en broma, mitad por respeto—. Joder.
Cottrell pareció calcular por un momento la masa de Behr tras su brusco abrazo, antes de volver a lo que había estado haciendo, que era echarles palomitas de maíz a los cuervos. Los feos pajarracos, irritados por la pausa, comenzaron a graznarle escandalosamente. Sus llamadas cortaron el aire como un cuchillo. Cottrell extrajo un par de grandes puñados de palomitas de una lata que tenía entre los pies y los arrojó hacia las aves.
—La mayoría de las personas sensatas ni siquiera soportan a esos bichos —dijo Behr, masajeándose las orejas para protegerse de los penetrantes graznidos—, y sin embargo aquí estás tú, dándoles de comer.
Cottrell se encogió de hombros y arrojó otro puñado.
—Para eso inventamos una cosa llamada espantapájaros, ¿sabes? Para mantenerlos alejados —dijo Behr, meneando la cabeza.
—¿Sabes una cosa, colega? Siempre me han encantado estos pájaros. Porque son negros y escandalosos, igual que yo… —Después Cottrell obsequió a Behr con su característica y explosiva risa—. Ja, je-je, je-je-je.
Behr sonrió y después guardó silencio un rato, deseando demorar, por el momento, lo que sabía que se avecinaba. Cottrell alzó la lata y les echó a los cuervos las últimas palomitas. Behr suspiró y dijo:
—Si pretendiese comprar o vender una bicicleta robada, ¿quién sería el principal intermediario en esta zona?
Cottrell se sintió genuinamente sorprendido por un instante ante la pregunta, después aprovechó para hacer teatro, añadiendo una gruesa capa de exagerada incredulidad a sus rasgos.
—Oh, ya lo pillo, ya lo pillo. Ahora sí que lo he visto todo, míster Los-líos-son-mi-puto-negocio. Philly ha pasado a encargarse de los grandes casos. Ja, je-je, je-je-je.
Behr se limitó a negar con la cabeza y esperó a que el cacareo amainara. Al rato lo hizo.
—Bueno, bueno, veamos —dijo Cottrell, limpiándose los ojos—. Entra en mi batcueva.
Behr lo siguió al interior de la casa prefabricada.
Una vez dentro, Cottrell se sirvió la cantidad de Old Grandad justa para cubrir el fondo de su taza de café y llenó el resto con Pepsi. Sabía que no hacía falta ofrecerle un trago a Behr, ya que este lo rechazaría. En otros tiempos solían beber juntos de vez en cuando, pero aquello fue cuando ambos eran una docena de años más jóvenes y diez kilos más ligeros, cuando Behr aún seguía en el cuerpo, antes de que muriera su hijo.
Cottrell observó a Behr recostarse en una vieja tumbona y escudriñar la casa. Las paredes, igual que su cuarto en casa de su madre, estaban cubiertas de estanterías. Las estanterías estaban llenas de novelas de crímenes y literarias. Podría haber abierto una librería especializada de segunda mano si los volúmenes no estuvieran tan desgastados por el uso y él no estuviera tan interesado en conservarlos. Cottrell había sido todo un fanático de la novela negra cuando era joven. Creía, o al menos esperaba, que un conocimiento riguroso de los métodos de los grandes detectives de ficción aseguraría su éxito como intermediario de bienes robados. En cualquier caso, se pasó a la literatura seria tras descubrir que había estado equivocado.
—Bueno, colega, ¿qué es lo que quieres?
—Ya te lo he dicho.
—¿En serio?
—En serio.
Terry Cottrell miró fijamente a aquel individuo que tanto había hecho por él sin esperar demasiado a cambio. Había conocido a Behr cuando era policía y se encargaba de investigar crímenes violentos, casos importantes, y no sabía por qué diablos ahora andaba tras unas bicicletas robadas. Pero la expresión en la jeta del grandullón le aseguró que debía tener un motivo condenadamente bueno.
—Tío, sabes lo mucho que odio delatar a alguien —dijo.
Behr solo le había pedido que lo hiciese en un par de ocasiones y nunca había tenido que sufrir consecuencias por haberle proporcionado información. Pero aun así.
—Y tú ya sabes lo mucho que odio pedírtelo, Terry —dijo Behr, inmóvil, descansando las manos sobre los brazos de la tumbona.
Parecía lo suficientemente fuerte para arrancarlos de cuajo si quisiera.
Terry dio un traguito de whisky y repasó mentalmente los nombres que conocía.
—A los treinta y tantos empiezo a hacerme viejo para seguir estando al loro de lo que pasa en la calle. Sobre todo con la de tiempo que llevo retirado.
—Ajá.
—Pero estoy retirado igual que MJ, todavía me quedan unos cuantos pasos de baile. El problema es que la mayoría de los intermediarios que conozco manejan mercancía más importante que las bicicletas.
Sabía que Rally Cooper era la persona indicada si andabas buscando un Mercedes. Y Earl Powers si lo que querías era una pipa. El tío era capaz de conseguirte incluso una metralleta del calibre 30. Cottrell supuso que podría preguntarle a Behr por qué necesitaba saberlo y este probablemente se lo diría. Pero su relación con el gran Philly, decidió, estaba basada en la confianza, y ese es un vínculo que no se rompe así como así.
Behr siguió sentado pacientemente esperando a que Cottrell encontrase una respuesta. El muchacho no había nacido para hablar y eso era algo que Behr respetaba. Cuando entregaba un nombre o algo de información nunca era como mercadería a cambio de algo, era porque estaba ayudando, y Behr valoraba la diferencia.
Cottrell terminó sus cavilaciones con un chasquido de dientes y dijo:
—Mickey Handley. ¿Has oído hablar de él? Es un wigger de buena familia.
—¿Todavía hay quien hace eso?
—Sí, tío. Un chaval blanco de la zona norte con un grave caso de amor por la negritud. Escucha hip-hop, lleva los pantalones por debajo del culo, se cree uno de nosotros.
Behr asintió. Conocía a los de su clase. Intentaban parecer gangsta, a pesar de que por lo general únicamente parecían ridículos.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—En Plainfield.
Behr alzó las cejas.
—Oh, sí. El blanquito se subió al expreso, como yo. Empezó rápido y se ha dejado coger igual de rápido. Sin embargo no ha sabido encontrarse un Allen Rossum —dijo Cottrell, nombrando al abogado que le había librado de ir a la cárcel.
Behr asintió nuevamente.
—Te lo agradezco, Terry —dijo, poniéndose en pie. Cottrell asintió—. ¿Has leído algo bueno últimamente?
—Fiodor. Los rusos —respondió Cottrell—. Esa mierda aguanta varias relecturas. No esperes al próximo caso para hacerme una visita. —Sus ojos resplandecieron.
—Claro. Podríamos ver un partido de los Pacers.
—De acuerdo. Pero no puedo dejar que me vean en el campo con la bofia.
—Lo veremos en la tele entonces.
Ambos hombres se estrecharon la mano, se abrazaron y Behr se volvió para marcharse, bajo la atenta mirada de Cottrell. Behr llegó junto a su coche.
—¡Eh, grandullón! —gritó Cottrell. Behr se volvió hacia él—. ¿Sabes dónde estaba Moisés cuando se apagaron las luces?
Behr negó con la cabeza.
—Dando palos de ciego, igual que tú. Ja, je-je, je-je-je.
Behr se subió al coche y se marchó.