Las mañanas eran el peor momento del día para los Gabriel y, de no ser por el café, Carol estaba segura de que se habría hecho un ovillo, se habría resecado y habría salido volando arrastrada por el viento. Nunca había sido madrugadora. En la universidad, se afanaba escrupulosamente para organizarse de manera que todas sus clases comenzaran después de las diez. Después, cuando se casó y Paul debía levantarse a las seis menos cuarto todos los días para ir a trabajar, pasó a sentirse tan culpable por dormir más que él que se obligaba a levantarse para preparar café y el desayuno mientras él salía a correr. Después se sentaba a la mesa de la cocina y fingía conversar, a pesar de que lo único que le apetecía era volver a meterse en la cama.
Todo aquello cambió con Jamie. En el momento en que nació, Carol se vio colmada de energía, de un propósito hasta entonces tan desconocido para ella que no habría sido capaz ni de esperarlo. Cuando aún era un bebé y sus lloros llenaban el apartamento y, posteriormente, su primera y pequeña casa, Carol se levantaba para cuidar de él, sin amargura ni negro cansancio en el porte al dirigirse hacia la cuna. Cuando Jamie creció y empezó a dormir toda la noche sin interrupciones para saltar como un resorte a las seis con ganas de jugar, Carol sintió que apenas si necesitaba ya el sueño. Y cuando Jamie alcanzó la edad de ir al colegio, Carol se levantaba antes que él. Afrontaba la mañana como un sargento chusquero, con energía y ganas, casi con agresividad. Levantaba a Jamie, lo acorralaba en el cuarto de baño para que se quitara las legañas y se cepillase los dientes, le preparaba la ropa apropiada, lo azuzaba escaleras abajo para que desayunase, le preguntaba qué quería para almorzar y se lo preparaba en un tris, guardándoselo en la fiambrera antes de que él se hubiera terminado el zumo. Lo acompañaba caminando hasta la escuela con paso alegre. Lloviera o hiciera sol, cada día le parecía un regalo.
Pero ahora… Ahora Carol sospechaba la verdad: que toda aquella energía había sido en realidad de Jamie. Su juventud, aquel espíritu incesante propio de los muchachos, era lo que le había otorgado a Carol su poder. Porque ahora que Jamie no estaba, permanecía sentada frente a la mesa de la cocina incapaz de hacer nada salvo rodear con los dedos una jarra de café negro como la tinta. Su vida tenía un aura de estancamiento peor que cualquier resaca que hubiera sufrido durante sus días de juerguista. Sobrevivir a las mañanas era una tarea urticante, un muro que no sabía si sería capaz de escalar. Esperar a que Paul se marchase al trabajo la ponía de los nervios.
Carol se amonestó a sí misma por sentirse irritada con Paul aquella mañana en concreto. No hacía más que revolverlo todo en busca de algo. Sabía, a un nivel racional, que debía ser más paciente con él. Paul había encontrado un modo de seguir yendo a trabajar, de seguir vendiendo pólizas para que pudieran continuar cumpliendo con los pagos de la casa. Durante varios meses, Carol creyó que aquello era lo más importante de todo, porque si alguna vez Jamie regresaba, sabría dónde encontrarles. Si hubiera dependido de ella, vivirían en la calle detrás de un contenedor debido a su inactividad. Pero aquello había dejado de tener importancia, porque Jamie nunca iba a regresar. Y aquella mañana su contención se estaba desmoronando como un jersey mal hilvanado.
—¿Qué estás buscando? —preguntó, reconociendo el timbre de impaciencia en su voz.
Paul se detuvo y la miró sorprendiéndose de que le hubiera dirigido la palabra antes de volver del trabajo o de que hubiera oscurecido en el exterior.
—Los juguetes de las cajas de cereales. Tenía una docena. Los estaba guardando —dijo, de pie en medio de la cocina con el juguete más reciente (una pequeña perindola) en una mano y un cuenco de copos azucarados en la otra.
—Ah, eso. Los tiré el otro día cuando limpié los cajones —dijo Carol, y tuvo la extraña impresión de que su marido se iba a echar a llorar.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho eso, joder? —dijo Paul, y ella nunca lo había visto tan enfadado.
Aquello le hizo recordar: había estado guardando los premios para su hijo. Su hijo, que nunca iba a regresar. Hacía semanas que Carol tenía una idea en mente y aquel pareció un momento tan bueno como cualquier otro para mencionarla.
—¿Paul? —dijo—. Paul, olvídate de todo eso. —Su marido la miró—. Paul, quiero hablar contigo. Hay una cosa que quiero hacer. —Paul la miraba expectante, pero no dijo nada—. Quiero comprar… quiero que compremos una parcela. En la que poner una lápida para Jamie. Quiero celebrar un funeral y tener un lugar al que poder ir a llorarle. Para recordarle.
Todo en su vida de casada le indicaba que su esposo asentiría y consentiría su deseo, de modo que recibió conmocionada la visión de Paul golpeando el cuenco de cerámica que llevaba en la mano contra la encimera de la cocina. El cuenco explotó en una lluvia de cerámica y copos de cereales.
—No —dijo Paul—. No. No. No. No.
Después su cara se contorsionó en una sucesión de sollozos sin lágrimas.
Llovía a cántaros y las canaletas habían comenzado a rebosar mientras Behr bebía café y revisaba bases de datos del Departamento de Vehículos Motorizados. Leer los números y direcciones —información árida y disecada— resultaba un alivio tras su anterior pesquisa con el ordenador. El sonido de la lluvia lo llevó de regreso al lugar donde se había criado, a las afueras de Everett, donde aquello no sería considerado ni siquiera una llovizna, sino más bien una ligera neblina. Tras haberse sacado el graduado en criminología gracias a una beca para jugar al fútbol americano, Behr había averiguado que el departamento de policía de Indianápolis buscaba nuevos agentes y que la ciudad solo tenía cincuenta días de lluvia al año, lo cual eran unos doscientos menos que a los que estaba acostumbrado. Lo curioso era que ahora echaba de menos la lluvia la mayor parte del tiempo.
Lo que había averiguado gracias a Figgis, el corredor, había incrementado la aprensión por su misión, de modo que Behr se enterró en los detalles más minuciosos de su tarea con la intención de evitarla. Un degenerado solitario en busca de críos ya sería algo lo suficientemente terrible. Pero la presencia de dos hombres, si es que era para aquello para lo que habían estado allí, apuntaba hacia algo más siniestro aún: una organización. Lo más probable era que el coche mencionado por Figgis hubiese sido robado y Behr esperaba toparse con alguna denuncia de un modelo que encajase con su descripción en las listas de vehículos sustraídos. En cualquier caso no se hizo demasiadas ilusiones mientras peinaba las bases de datos de Indiana, Illinois, Kentucky y Ohio occidental. Ningún viejo Lincoln y solo un Pontiac —un Sunfire del 84 a las afueras de Chicago— habían sido denunciados como robados en los días anteriores al suceso. El Sunfire era un modelo pequeño de dos puertas, Behr lo sabía. En el mismo período de tiempo se habían realizado docenas de denuncias de robo de matrículas. Aquello le llevó a considerar mucho más probable que el coche hubiera sido comprado, no robado, pero con las matrículas cambiadas. Incluso si un testigo como Figgis hubiera anotado el número de la matrícula, no habría conducido a ninguna parte. En nombre de la meticulosidad, Behr comprobó todos los cambios de titularidad cercanos al 24 de octubre. No eran pocos los sedanes usados vendidos en aquella semana. Y los impresos rosa registrados en el Departamento de Vehículos Motorizados solo representaban una fracción de los coches que habían cambiado de mano a cambio de efectivo, eso también lo sabía.
En cuanto a los dos individuos se refería —hombres sin descripción—, era consciente de que nunca conseguiría averiguar cómo habían llegado a entrar en posesión del coche. Los datos de los vehículos comenzaron a superponerse hasta que los ojos le dieron vueltas como las ruedas de una máquina tragaperras. El ejercicio había sido en vano. Behr se recostó contra el respaldo de la silla y dejó que los datos del monitor se desdibujaran igual que la lluvia más allá de la ventana. A pesar de que le había dado un breve momento de impulso, a efectos prácticos el coche era un callejón sin salida.
«Con lo mucho que se ha sofisticado el robo de coches —reflexionó Behr—, probablemente tendría más suerte intentando hallar la bici del chaval».
—La bici —dijo en voz alta.
Se obligó a pensar. ¿Por qué no intentar encontrar la condenada bici? Behr cogió las llaves de su coche.