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A veces un caso discurría con rapidez, otras no tanto. Normalmente era como golpear una losa con una almádena. Saltan astillas, pero el trabajo parece no avanzar hacia ninguna parte hasta que de repente, clunk, toda la piedra se desmorona. A Behr aún le faltaba mucho para alcanzar aquel momento cuando se sentó a oscuras e intentó cobrar valor para buscar en rincones de internet que no deberían existir, que no existirían en un mundo decente. Las noches anteriores le habían dado las tantas comprobando las páginas del Centro Nacional para Menores Desaparecidos y Explotados y otras webs similares. Encontró la foto de Jamie colgada junto a las de otros miles, una más entre las caras extrañamente seráficas de los desaparecidos, pero nadie había añadido ninguna pista. Aquella noche Behr iba a internarse en un lugar mucho peor. Como un depredador acechando en el ciberespacio, comenzó a localizar los sitios dedicados a la pornografía infantil. Aunque eran relativamente escasos y difíciles de encontrar, seguía habiendo demasiados. Algunos ofrecían miniaturas censuradas, con la esperanza de incitar a los compradores para que llevaran a cabo el elaborado proceso de contraseñas y descargas privadas. La revulsión y el sudor bañaron la nuca de Behr mientras este iba pinchando en las fotos de muestra. Habían sido tomadas en habitaciones mal iluminadas, donde hombres anónimos penetraban a jóvenes muchachas y muchachos, drogados y frágiles. Los círculos negros y los difuminados digitales hacían poco por enmascarar lo que estaba sucediendo. Behr se notó invadido por una oleada de repugnancia, pero se esforzó por continuar en la medida de sus posibilidades, intentando determinar si alguno de los jóvenes de ojos vacíos era Jamie. Una furia fría y febril creció en su interior. Necesitó hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para contenerse de destrozar todos los objetos de la casa. Deseaba matar con las manos desnudas hasta al último de los hombres pálidos y de cuerpos fofos que aparecían en su monitor. Como policía había conocido a todo tipo de escoria callejera, degenerados y psicópatas. Había visto cadáveres que habían sufrido infaustos destinos y víctimas aún con vida en un estado aún más horripilante, pero nada de eso le había otorgado la capacidad para distanciarle ante aquello. Continuó hasta avanzadas horas de la madrugada, descubriendo sociedades que promulgaban el «amor» —esa era la palabra que usaban— físico entre adultos y niños, hasta que notó los ojos llorosos. Tras haberse forzado a seguir, a las cuatro de la mañana sucedió lo inimaginable. Su propio hijo se le apareció como un espectro. Empezó a ver el rostro de Tim sobrepuesto sobre el de las jóvenes víctimas. Notó que se le ponía la piel de gallina, que se le erizaba el cuero cabelludo y la sangre palpitaba en sus sienes. Se sintió debilitado por la rabia. Un vómito amargo se agolpó en el fondo de su garganta y apenas fue capaz de llegar al cuarto de baño a tiempo.

A la mañana siguiente, Behr estaba de regreso en la avenida Tibbs antes de las seis, esperando al corredor. Con el pelo todavía húmedo tras la ducha hirviendo con la que había esperado desinfectarse, aguardaba sentado en su coche dándole tragos a una botella de Maalox y rezando por que bastara para apaciguar su revuelto estómago. Era sábado y cuando dieron las diez supuso que el corredor ya no iba a aparecer, pero en cualquier caso permaneció allí sentado hasta las cinco de la tarde. Repitió el proceso el domingo, intentando mantener alejada de su cabeza la idea de que el tipo podría haber sido de un barrio cercano y haber pasado por Tibbs de manera casual, no por costumbre. Podría incluso haber sido un visitante de paso por la ciudad. El domingo también resultó ser infructuoso.

El lunes, sin embargo, a las seis y diez de la mañana, apareció, resoplando avenida arriba. Cuarenta y pocos años, barriga cervecera y piernas larguiruchas. Behr salió pesadamente del coche y corrió hasta ponerse a la par del hombre.

—Siento molestarle —dijo Behr sin atisbo alguno de verdadera disculpa en la voz, mientras trotaba junto a él como un edificio de ladrillos móvil—. Estoy investigando una desaparición.

El hombre dejó de avanzar, pero siguió subiendo y bajando las piernas sin moverse del sitio, limpiándose el sudor de las empapadas patillas, resollando.

—Un niño desapareció justo aquí el pasado 24 de octubre. ¿Sabe algo al respecto?

—No, la verdad es que no —jadeó el hombre.

—¿Me puede decir su nombre?

—Brad Figgis.

Aquel tipo no sabía nada al respecto.

—De vez en cuando me cruzaba con un chaval en bicicleta que pasaba volando —ofreció.

—¿Alguna vez fue interrogado por la policía sobre este caso?

—No. No soy del barrio.

Behr estudió a Figgis. No parecía ser capaz de cubrir demasiado terreno.

—¿Cuántos kilómetros suele correr?

—Lo habitual son unos siete kilómetros. Esto queda más o menos a la mitad.

—¿Recuerda haber visto algo inusual por aquella época?

Figgis sudó, pensó y asintió lentamente.

—Recuerdo un coche grande y viejo aparcado durante un par de días seguidos. Aparcado justo ahí, encima de la acera, por lo que me vi obligado a rodearlo. Luego no volví a verlo más. Era un Pontiac o un Lincoln. Grande y gris.

—¿Matrícula?

—No. No me fijé.

—¿Por qué le llamó la atención?

—Había dos tipos dentro. No sería capaz de describirles, pero sí recuerdo que estaban comiendo. Pensé que debían de ser jardineros o pintores, esperando a empezar la jornada, pero el coche no me pareció el indicado. Ese tipo de gente suele conducir camionetas o pequeños Corolla. Sin embargo, aquel coche era enorme. Con grandes parachoques grises. De los que devoran gasolina.

Behr anotó la dirección y el número de teléfono de Figgis y lo vio alejarse jadeando hacia el amanecer. Después regresó a casa para consultar la base de datos del Departamento de Vehículos Motorizados.