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Miré a María Rosa, y escribí: Fumaría un cigarro. Nada me hará menos daño que fumar un cigarro.

Escribí: Para cuando el verano —que anuncian seco, duradero y maligno— caiga sobre esta ciudad, quedarás eximida, amiga mía, de tus preocupaciones por las indigencias que me recetó el doctor Cufré. Es una buena noticia para los dos: Cufré es su garante. Llamá, por favor, a un escribano.

María Rosa levantó la vista del cuaderno, y me miró. Y me besó. Y no lloró, la más leal de mis amigas. Salió del cuarto, y cerré los ojos, y esperé.

En la causa que me fue promovida por los señores del Triunvirato, los jueces, abogados y consejeros del contrarrevolucionario Liniers, preguntaron, a los testigos, si recibí regalos, obsequios en dinero o de otra especie, desde agosto de 1810 a octubre de 1811, en mi condición de representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú. Los testigos declararon, hasta donde recuerda el doctor Castelli, que el doctor Castelli rechazó, en La Paz, un caballo con arneses de oro y otros obsequios de valor, y en Potosí veinte mil pesos, a cambio de la libertad de Indalecio González de Sosaca, un vecino expectable. El doctor Castelli, declararon los testigos, salió tan pobre como entró al ejército del Alto Perú. O más.

Lo dicho: no tengo un centavo en mis bolsillos, en los bancos, y donde se le ocurra a nadie que pueda guardar un centavo. De los gastos que mi enfermedad aún ocasiona, se encarga —no por patriotismo— el doctor Cufré. De los otros, los de casa, no son un misterio, todavía, que se preste al rumor malévolo: corren por cuenta de la paciencia de los acreedores, y de las pocas joyas de María Rosa, que María Rosa empeñó.

Aclarado que no soy dueño de moneda alguna —sea de cobre, plata u oro—, ni de objetos de valor, cotizables en mercado alguno, ni de tierras, detallo lo que circunstancialmente poseo:

Salvo los dos cuadernos de tapas rojas, todo lo que aparece en este inventario, sin excepción alguna, deberá repartirse entre los miembros de mi familia, mis amigos (que no nombro para evitarles nuevas persecuciones), y el capitán Segundo Reyes, que vende pescado, al gusto y preferencia de cada uno de ellos.