IX

Belgrano, mi primo, galopó no sé cuántas leguas para verme. Entró a la ciudad de noche para que nadie lo reconociera. Dijo, sentado allí, frente a mí, que galopó no sé cuántas leguas para verme y despedirse. Dijo: En Tacuarí, antes de entrar en batalla, entregué mis papeles a un asistente y le ordené que los quemara. Cuando uno quema sus papeles, lo mismo da morir a los cuarenta que a los sesenta. Qué vida ésta, primo, que nos toca vivir: uno quema sus papeles y es como si nunca hubiera nacido.

Belgrano alzó su vaso de aguardiente, la pierna derecha cruzada sobre el muslo izquierdo, hidrópico, la cara de un hombre que galopó no sé cuántas leguas para sentarse allí, frente a mí y dijo salud. Dijo salud, y se rió, como si gozara de la posesión de un secreto, y dijo, cuando terminó de reír, cuando olvidó que era dueño exclusivo de un secreto: Tengo a los oficialitos de mi Estado Mayor, yo, un abogado, a caballo buena parte del día. Les saco callos en el traste. Y los escucho rezongar: chico majadero, me llaman. ¿Qué hago yo, primo, un abogado, arrestándolos, formándoles consejo de guerra por ladrones, por insubordinación, por amotinamiento, a ellos, que se guían por los reglamentos españoles del siglo de maricastaña, para que no me hagan, amotinados, lo que le hicieron a usted y a Balcarce, sabiendo que aun a los más miserables les sobran padrinos, aquí, en Buenos Aires?

Dijo: Arresto a los miserables, que andan, todo el santo día, con el rosario en las manos; castigo a los cobardes; reparto charqui y maíz en las poblaciones que no nos dan bola, que nos miran con recelo, que ven que no hay mano que ponga freno a la iniquidad de españoles y criollos, que ven que se me ordena guardar cualquier bandera que no sea la del rey; y que yo, que soy un hombre bueno, como usted me escribió, primo, obedezco. Entonces, para darme ánimo, grito a mis soldaditos, fumemos, muchachos, que nos sobra tabaco, y recuerdo la luz de Buenos Aires, la de su cielo, porque quemé mis papeles, y da lo mismo, cuando uno quemó sus papeles, no haber nacido que morir a los cuarenta o a los sesenta.

Dijo que la noche del día que sus soldaditos batieron al malparido de Tristán, leyó, toda la noche, la nómina de los vecinos expectables que colaboraron con el malparido de Tristán, y mientras leía recordó que, entre los papeles que ordenó quemar en Tacuarí, figuraba la traducción de Agrelo del dictum de Marat, que reconstruyó, palabra por palabra, toda esa noche, mientras leía la nómina de vecinos expectables que, en el Norte, enviaron armas, dinero, alimentos y hombres al criollo de Tristán, y mientras leía, toda la noche, la nómina de vecinos expectables que, en el Norte, enviaron armas, dinero, alimentos y hombres al criollo de Tristán, y reconstruía, palabra por palabra, el dictum de Marat (¡ay de la revolución que no tenga suficiente valor para decapitar el símbolo del antiguo régimen!), se preguntó en nombre de quién y de qué iba a empuñar el hacha de la decapitación, él, que en otros tiempos, cuando lo imposible era posible, aplastó el levantamiento del regimiento Patricios, que se había negado a que le raparan la coleta, y fusiló a los que, en la coleta que les golpeaba la nuca, databan el privilegio de pasarle por encima a la República y a los republicanos. Eso se preguntó él, el chico majadero, el bomberito de la patria, un hombre bueno para el doctor Juan José Castelli, toda aquella noche, y muchas de las noches que siguieron a aquella noche. Salud, primo.

Dijo que, toda esa noche, leyó la nómina de vecinos expectables que, en el Norte, son el símbolo del antiguo régimen, y en respuesta al ofrecimiento de rendición del malparido de Tristán, se comprometió a respetar la propiedad y la vida de los símbolos del antiguo régimen, y la vida y la seguridad del malparido de Tristán y de sus oficiales, si prestaban juramento de no volver a tomar las armas contra las Provincias Unidas del Río de la Plata, sabiendo, como sabían él y el malparido de Tristán, y los oficiales carniceros de Tristán, que al minuto siguiente del juramento, mandarían al carajo el juramento, la palabra empeñada de un soldado cristiano, y del rey, y la mar en pelotas.

Leo lo que escribí: Nadie es inocente hasta que se pruebe lo contrario.

Dijo, echado hacia atrás, en la silla, rubio e hidrópico, el vaso vacío en la mano, sin molestarse en leer lo que creo que escribí, si es que fui yo el que escribí, que moría más rápido de lo que jamás sospechó. Dijo: Me muero de a poco o, si lo prefiere, primo, más rápido de lo que jamás llegué a sospechar. Salud, primo.

Trata de ser paciente, dijo, y dominar su rabia italiana que, a veces, lo desborda, y desbordado por su rabia italiana, ordena cortarles la cabeza a algunos oficiales carniceros del rey también cristianos, pero un día de éstos, para consternación de las mujeres que amó con galanura y apetito, el corazón lo dejará seco de un solo golpe. Dijo que, paciente, nombró generala del ejército a la Virgen de las Mercedes; dispuso, solemne y paciente, que le rindieran honores los mismos oficiales que, en el Alto Perú, yo no sancioné cuando se orinaban en los portales de las iglesias, y que, en solemne procesión, fuese llevada, Nuestra Señora de las Mercedes, a visitar las casas de Dios, para que peticionase a Su Hijo, en las casas de Dios, en favor de los fierros de la patria. Trata, paciente y solemne, de borrar la apostasía y el descreimiento que los vecinos expectables imputan al ejército del Alto Perú, filtrados, gota a gota, en el ejército del Alto Perú, por el impío doctor Juan José Castelli. Y pese a que es paciente y solemne, para consternación de las mujeres que amó con galanura y apetito, oye murmurar que la Virgen entra, las mejillas encendidas como una colegiala, a las casas de Dios, y que, luego de hablar con Su Hijo, o lo que fuera que hiciese con Su Hijo en las casas de Dios, sale llorosa y descolorida.

Soy una bestia asediada por el fuego: la ración normal de leche de ángeles no aleja de mí eso que los médicos llaman dolor, pero me acuerdo que, bestia asediada por el fuego, alcé mi vaso frente a Belgrano, y moví la cabeza como si le escuchara, como si de lo que decía el buen hombre dependiese mi vida, como si le hubiese escuchado lo que transcribo ahora, aturdido, después de tragar una ración doble o triple de opio y alcohol, preguntándome para qué transcribo, ahora, lo que imagino dijo mi primo, que galopó no sé cuántas leguas para verme.

Escribí, bestia asediada por el fuego: Déjeme que le cuente algo acerca de vecinos expectables. Escribí que, en 1485, los vecinos expectables de Venecia, horrorizados por las pestes que el tráfico con Oriente descargó sobre la ciudad, y el temor a un irracional levantamiento del bajo pueblo, enviaron a un grupo de mercenarios, cuidadosamente seleccionado y severamente instruido, vestido con hábitos de peregrinos, a Montpellier, Francia para que robara las reliquias de San Roque, abogado de los pestíferos. Los mercenarios, cuidadosamente seleccionados, severamente instruidos y generosamente pagados, robaron las reliquias de San Roque, abogado de los pestíferos. El dux, el Senado, los sacerdotes, las monjas, los vecinos expectables que abrieron sus bolsas a los mercenarios, y el bajo pueblo, recibieron en triunfo las reliquias de San Roque, abogado de los pestíferos. Las crónicas abundan en información del tráfico con Oriente, a cargo de los vecinos expectables: el tráfico con Oriente, a cargo de los vecinos expectables, prosiguió y se expandió, la riqueza de los vecinos expectables aumentó y se consolidó, y la ciudad que se levanta sobre el agua vio cómo crecían nuevos, bellos y sombríos palacios, pagados con los beneficios del tráfico con Oriente. Curiosamente, las minuciosas crónicas omiten la mención de los milagros del abogado de los pestíferos. Sea paciente, primo, y la generala y los vecinos expectables harán el resto.

Belgrano me miró, en silencio, un largo rato, recto el torso en la silla. Después se inclinó hacia mí —de eso me acuerdo— y dijo:

—Me pareció…

¿Qué?, escribí.

¿Qué?, leyó él, y dijo enciendo una vela.

—Me pareció… —repitió Belgrano, que había inclinado su torso hacia mí.

¿Qué?, volví a escribir.

—Me pareció que sus ojos eran dos agujeros negros.

Belgrano me abrazó, los brazos blandos, su torso voluminoso y cálido echado sobre el mío, y me preguntó, despacio, en el oído:

—¿Y Ángela?

En un convento, escribí, la letra firme y apretada. Una muestra de consideración, hacia el doctor Juan José Castelli, de los señores del Triunvirato.

—¿Y ese mozo con el que se casó? —preguntó mi primo, abranzándome, el tibio aliento de su boca en mi cuello.

Esperan, escribí, ese mozo y los señores del Triunvirato, que me muera.

—¿Por qué, primo, por qué? —preguntó Belgrano, que galopó no sé cuántas leguas para verme, medio cuerpo echado sobre mí, incómodo en esa postura, la casaca desabrochada, el inútil sable de los desfiles colgándole de la voluminosa cintura, el pelo rubio ceniciento, sudado, sobre la frente blanca, y los labios que mintieron amor a las mujeres que amó, con galanura y apetito, en mi oído, y su tibio aliento en mi oído, por qué, primo, por qué.

Ellos o nosotros, escribí, bestia asediada por el fuego. Y que el Dios que invocan se apiade de ellos, porque nunca tendrán paz, escribí, la letra apretada y firme.

El general se irguió, se abrochó la casaca, se encajó lo que sea que llevan los generales en la cabeza sobre el pelo rubio ceniciento, sudado, y con el tono abstraído de voz que usó para decir tres veces salud, dijo:

—Castelli, no queme sus papeles. Buenas noches para usted, primo.