Anoto:
¿Qué leo cuando proclamo, ante el Triunvirato, el derecho que la naturaleza da al padre? ¿Leo que lo que emana del corrupto cuerpo del rey, amo, propietario o padre, es la ley? ¿Leo que soy el amo, el propietario de lo que nació por la fortuita circunstancia de que una madrugada o una noche o una tarde mi leche se unió a la leche de una mujer que quise, y que aún quiero —y que el Diablo responda, por mí, qué es lo que quise, y quiero, en esa mujer—, y de la unión de las dos leches, nació Ángela?
¿Soy yo el rey de Ángela, yo, que un día de mayo declaré caducos los poderes de los reyes, cualquiera fuese su identidad y origen, sobre las mujeres y hombres, animales, tierras, aguas, cielos, bosques y montañas de esta parte de América? ¿Quién capituló cuando la mano de Castelli escribió derechos del padre, y los ojos de los partidarios del orden leyeron derechos del padre? ¿El que habló a las paredes de Tiahuanaco, y dijo que el indio es un hombre, igual en derechos y oportunidades, por ser hombre, a los derechos y oportunidades de otro hombre, y nadie, se haya llamado rey, cacique, propietario, prevalecerá sobre la libertad que le ganaron las armas de la patria nueva? ¿Capituló el que no se suicida? ¿El robesperriano que resiste en una ciudad de comerciantes y banqueros, y no abjura de la utopía? ¿O el Castelli que confía al papel aquello que, hombres como él, que fueron más lejos de su propia sombra, confían al papel?
Es cierto, escribe Castelli, la letra apretada y firme: hay un cuerpo que se llama Francisco Javier de Igarzábal. Y está del otro lado. Maldito sea ese cuerpo que está del otro lado.
Es cierto, escribe Castelli, la letra apretada y firme: Abraham Hunguer le habló de Montescos y Capuletos, y de Verona, maldito sea el nombre de Venecia. Y Castelli rió. Abrió su boca lacerada, y su boca lacerada rió.
Es cierto, escribe Castelli, la letra apretada y firme, que Castelli sabe, ahora, que desea a Ángela.
Es cierto: por un momento, él, que lee lo que escribió, escribe que, por un momento, es un hombre desligado de los vínculos de la sangre, de hábitos, prohibiciones y culpas, un hombre que desea a una mujer, y que mira, en la penumbra de una habitación sin ventanas, la carne joven, dorada, sana, que desea, y que sabe, como nunca lo supo antes, que él, que desea a una mujer que no tendrá, no es un hombre desamparado.
Calmo, hunde en la cueva que se pudre, un cigarro. Calmo y lento, lo enciende. Y fuma.