IV

Usted, Ángela, escribió algo que el uso y la costumbre, llaman carta. Por un buen gusto elemental, y por razones que no mencionaré, me abstengo de compartir la designación que el uso y la costumbre hacen de lo que acabo de leer, y que lleva la firma de Ángela Castelli: Leo: padre, yo le quiero. (Usted, Ángela, escribió padre, yo le quiero: no lo olvide). Leo: por azar, por quimera, por un error que nace de un difícil, casi insostenible amor filial, le acompaño en esta historia.

Yo nací para cuidar gallinas. Necesito, padre, un hombre, no un Dios, que crea en mí; que crea, pura y sencillamente, en Ángela Castelli que cree que nació para cuidar gallinas, gansos, pavos, las verduras de una huerta, y no busque otra mujer destinada a recibir la versión espúrea, a veces, de sus sueños, y, a veces, desvalida, y, a veces, increíble.

Necesito un hombre que crea que Ángela Castelli, que cree que nació para criar gallinas, se encerró en un cuarto, una tarde de mayo, con el coronel Cornelio Saavedra, y le dijo que, en Buenos Aires, le escupirían en la cara, donde pusiera los pies, si los soldados del Regimiento Patricios, que él mandaba, acicaladitos ellos, y muy brillosas sus coletas, no se plegaban a la revolución, y obedecían a la revolución en todo aquello que la revolución se dignase ordenar, sea lo que fuere que la revolución ordenase.

Necesito, padre, un hombre que crea que la Ángela Castelli, nacida para cuidar gallinas, puede desdoblarse, y ser, por momentos, la Ángela Castelli que expone a un coronel al desprecio de una ciudad, de sus gentes, de sus piedras, de sus sombras, de sus anales. Y la Ángela Castelli, que cree que nació para cuidar gallinas, que estuvo allí; en ese cuarto, esa tarde triste y gris de mayo, con un coronel afecto a reincidir en las pomposas expectoraciones que el idioma español destina a los inevitables papamoscas que congrega el brillo de las bayonetas, y estuvo allí, le digo, impulsada por la palabra persuasiva, salvajemente exacta, implacable, amorosa, de su padre.

Y allí, en ese cuarto, en esa triste y gris tarde de mayo, Ángela Castelli cumplió con la misión que le asignó su padre, y fue, alternativamente, desdeñosa y seductora, y amenazó al coronel Saavedra con el desprecio de una ciudad, y con el recuerdo de ese desprecio, que seria, en 1810, tan vivo y cruel como en el instante que la Revolución dividiese las aguas, y tomase el nombre de guerra civil.

Eso le dijo la Ángela Castelli que, por azar, por quimera, por un pasado que no le pertenece del todo, acompaña a su padre en esta historia, al coronel Saavedra, mirándole a la cara, encerrados los dos en un cuarto del Fuerte, mirándole la madera blanda y porosa y blanca que tiene por cara, como si le hubieran pasado garlopa y lija a un tronco que el mar abandonó en una orilla cualquiera, y escuchándole, encantada, reincidir, balbuceante, en las pomposas expectoraciones que el idioma español destina a la exaltación de los fastos del pasado, la tradición, los deberes y las virtudes de las armas cristianas.

Ángela Castelli volvió a preguntarse, padre, mientras miraba, encantada, una madera blanda y blanca y balbuceante qué hacía allí, en un cuarto del Fuerte, esa tarde triste y gris de mayo, y no en un gallinero, no en los brazos de un hombre, de su hombre, Francisco Javier de Igarzábal que cree en ella, que cree que ella cree que nació para cuidar gansos.

Usted, Ángela, enuncia sus aspiraciones y creencias con una crudeza guaranga. No la seguiré por esa vía: me limitaré a parafrasear algunos de los excesos que pueblan eso que llama carta, para que, cuando los relea, comprenda, quizá, los espejismos a los que se rinde, inexplicablemente, su corazón, y, más inexplicablemente aún, su razonamiento.

Me dice que pretende acostarse (¿o contraer nupcias?) con un hombre que cree en usted, en la Ángela Castelli que supone nació para la filantrópica labor de cuidadora de gallineros. No opinaré sobre las gallinas: mi relación con esos bichos fue, hasta hoy, ocasional, salvo en los pucheros, y sé, de ellos, que son piojosos, sucios, asustadizos, circunstancialmente, obscenos.

En cambio, conozco al caballero que cree en una Ángela Castelli que sueña, para sí, con el neutro, pacífico destino de guardiana de gansos. (Déjeme decirle, Ángela, de paso, que desconfío de los neutrales). Conozco a ese caballero: no se ríe, relincha; y es, no por casualidad, como usted lo sabe, y bien que lo sabe, edecán y secuaz incondicional de Saavedra, y ambos, como Álzaga; realistas solapados. Frente a nosotros, militantes del desorden, son los partidarios del orden. De qué orden, preguntémosnos. Del orden que perpetúa la desigualdad, como si el orden que perpetúa la desigualdad fuese un mandato divino. Sin monarca —y la Revolución no terminará, nunca, de agradecerle a Napoleón el destronamiento de Fernandito— son, ahora, los restauradores del orden monárquico. Conciben, lo escribí en algún papel, un vasallaje de vasallos sobre vasallos. Mi primo, Belgrano, no descubrió nada nuevo cuando dijo que no conocen más patria, ni más rey, ni más religión que su interés. Veamos, entonces, cuál es el interés de esos señores.

Saavedra, que escribe a Feliciano Chiclana, que el sistema robesperriano y la Revolución Francesa, postulados como modelos, «gracias a Dios han desaparecido» con la renuncia de Moreno al cargo de secretario de la Primera Junta, ¿en qué piensa? ¿No piensa Saavedra, acaso, cuando conjetura que el sistema robesperriano y la Revolución Francesa, postulados como modelos, «gracias a Dios han desaparecido» con la renuncia de Moreno, en su condición de propietario, en sus tierras del Norte, en su hacienda, que el sistema robesperriano y la Revolución Francesa, postulados como modelos, y que «gracias a Dios han desaparecido», ponían en cuestión? ¿En qué pensaba José María Romero, el tesorero del Ejército, que escribió que el 22 de mayo de 1810, «se discutió y votó al gusto de la chusma»; en qué pensaba ese fray Manuel Azcurra que, al partir Moreno para la Gran Bretaña, exclama, lascivo, como si le acabaran de regalar un lupanar de monjitas vírgenes, que «ya está embarcado y va a morir»? ¿En qué piensan esos individuos, de los que el hombre que cree que Ángela Castelli cree que nació para velar el engorde de un tropel de gallinas cloqueantes, es secuaz incondicional?

Yo sé qué piensan esos individuos, de los que el hombre que cree que Ángela Castelli cree que nació para tutelar un zoológico de aves de corral, es secuaz y cómplice incondicional. Sé qué defienden y cómo obran. ¿Sabe usted qué piensan y qué defienden y cómo obran esos individuos y sus secuaces y cómplices incondicionales? Lo sepa usted o no, y decida lo que decida, no me llame padre: llámeme Castelli.

Hombres como yo han sido derrotados, más de una vez, por irrumpir en el escenario de la historia antes de que suene su turno. Esos hombres, que fueron más lejos que nadie, en menos tiempo que nadie, ingresaron al mundo del silencio y la clandestinidad: esperan que el apuntador les anuncie, por fin, que sus relojes están en hora. Pero hombres como yo, cualquiera sea la hora de sus relojes, no tienen la malsana costumbre de olvidar a sus enemigos.

Y de dos, una: o usted, Ángela, quiere a Castelli, el impío, el afrancesado, el portavoz de un sistema de «herejía y desorden» (así se lee en un mensaje que se le secuestró al ciudadano Videla del Pino, obispo de Salta), el robesperriano[2], y quiere lo que Castelli quiere, o contrae nupcias con el partido de la contrarrevolución.

Recuérdelo, y vuelva en sí, mi Ángela, y yo seré, para siempre, su Castelli.

Lo que escribí suena a la trepidación de un batallón que marcha, y no cesa de marchar, a paso de carga. Lo siento, Ángela: soy un hombre en guerra.

Castelli, escribió esa maldita carta a Ángela, y Castelli, que escribió una carta maldita a Ángela, con una letra angulosa, frágil, de viejo, se levantó de su silla, y las piernas flacas, que soportaban el cuerpo flaco de Castelli y los dientes apretados y los ojos desteñidos y la podredumbre que diseminaba la lengua mocha, se movieron en dirección al fondo de la casa, como si corrieran, como si simularan sostener el torso, la cabeza, los brazos de un hombre que corre, agazapado, sombra móvil contra la sombra de la noche.

Castelli, con la pluma que escribió esa carta maldita entre los dedos temblorosos de la mano derecha, la mano izquierda apretando el vientre, llegó al fondo de la casa, como si parodiase a un hombre que corre, solo y desatinado, la boca cerrada, un ronquido flemoso retumbándole en la boca cerrada, y abrió la puerta de una caseta, y se arrodilló ante un pozo negro, y vomitó.

¿Qué era lo que vomitaba? ¿Qué era esa baba sanguinolenta que despedía su boca, y que se deslizaba, viscosa, por la negra pared del pozo negro? ¿La risa de su padre, que reía tan despacio? ¿Las pesadillas de la Revolución? Ni risa de padre ni pesadillas de la Revolución, escribe Castelli, los labios secos, la letra angulosa, frágil, de viejo. Veneno, Castelli. Una envenenada mierda verdosa y putrefacta, que se estira por una pared negra, de tierra, de un pozo negro, escribe Castelli, los labios secos, la letra angulosa, frágil, de viejo. ¿Nada más que eso, Castelli?

Llámelo veneno, Castelli, si quiere, para no tachar, en el papel, porque le falta coraje, aquello que hombres como usted, que no hablan, confían al papel.