II

María Rosa me pide que le hable. Hablame, escribe Castelli, la letra angulosa, frágil, de viejo, en la segunda hoja de un cuaderno de tapas duras.

Castelli mira la hoja de cuaderno que cubre con una letra angulosa, frágil, de viejo. Mira su mano, y la pluma que sostiene su mano, en la pieza sin ventanas, y mira el catre que Ángela tendió, y el tablero de ajedrez, y las treinta y dos piezas de peltre en el catre que Ángela tendió, y las indigencias que Cufré le recetó en el catre que Ángela acaba de tender. Castelli acaricia el lomo del CD, con una mano que tiembla, y sabe que, cuando Monteagudo se siente del otro lado del tablero, volverá a acariciar el lomo del CD, con una mano que tiembla, y moverá el CD a CD2D, y Monteagudo, cuyas manos no tiemblan, incurrirá en un error fatal.

Esta mano que tiembla, escribe Castelli, mató. ¿Por qué tiembla esta mano que mató? Me pregunto por qué tiembla esta mano que mató. Castelli se pregunta por qué tiembla esa mano que mató. ¿Es loco Castelli? ¿Es idiota? ¿O a Castelli se le asigna, en una tragedia que no escribió, el papel de loco y de idiota que se pregunta por qué su mano, que mató, tiembla? ¿No leí esto, antes, en una letra apretada y aún firme?

Hablame, dijo María Rosa, y los dedos de su mano se cerraron sobre mi miembro. Mi miembro soltó sangre. Me cortaron la lengua y mi miembro gotea sangre. Sus dedos acarician mi miembro y mi miembro gotea sangre. Mi miembro, que los dedos de María Rosa acarician, habla. Habla en los dedos de tu mano. ¿Me escuchás, escuchás el gusto a sal de mis palabras?

María Rosa movió la cabeza de un lado a otro de la almohada, y murmuró hablame más, la mano cerrada, caliente, sobre el miembro de Castelli. ¿Qué puedo decir, que no te haya dicho en algunas ficticias tardes porteñas; en alguna inadmisible noche altoperuana; en las profusas sodomizaciones que me adjudicaron los obispos de Salta, Oruro, La Paz, Potosí?

Las manos de Castelli bajaron hacia la mano cerrada de María Rosa —hablame, hablame más, murmuró María Rosa, los ojos cerrados a la verdad en la cara que era una mancha fugaz y pálida en la funda de la almohada—, y en la mano de María Rosa, cerrada, caliente, Castelli se escuchó hablar, escuchó el gusto a sal de sus palabras. Mi corazón está ahí, mi vida está ahí, la leche que la Biblia maldijo está ahí, la fatigada alegría del vencedor está ahí.

Castelli escribe, la letra angulosa, frágil, de viejo, que María Rosa abrió los ojos, y su cara, que era una mancha fugaz y pálida en la almohada y en la noche, sonrió a la verdad. ¿Querés a Ángela? ¿Querés a Ángela aquí?

Me cortaron la lengua, y mi miembro, que gotea sangre, habla. Y mi miembro, que habla, habló: se arrugó y encogió en la mano de María Rosa, cerrada, caliente, diestra. Los dedos de María Rosa se abrieron, se alejaron silenciosamente de ese montoncito de carne fláccida y encogida que gotea en la nada, pero mi vida habla ahí, todavía, contra la nada, y el latido de mi corazón está ahí, y la leche que la Biblia maldijo y la fatigada alegría del vencedor estuvieron ahí. Las uvas verdes de la razón no están ahí.