I

¿Cuándo escribe uno al amigo? Cuando las palabras que escribe no delatan su sufrimiento y su orgullo. Cuando ni los blancos de la escritura traducen su sufrimiento y su orgullo. (Hasta ahí el código que identifica, dicen, a los escritores perdurables. Pretendo no transgredirlo; sin embargo, prefiero que no me consideres miembro de esa raza de desatinados).

Te escribo, entonces, desarmado, y me acojo al sueño eterno de la revolución para resistir a lo que no resiste en mí. Te escribo, y el sueño eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice al papel y sea, en el papel, una invectiva pomposa, una interpelación pedante o, para complacer a los flojos, un estertor nostálgico. Te escribo para que no confundas lo real con la verdad.

Ángela llamó al doctor Cufré. El doctor Cufré me revisó. Me palpó el cuerpo (y yo cerré los ojos, y odié eso, que me palpara el cuerpo, y el odio me fue útil: se anticipó al previsible diagnóstico, y estaba allí cuando el previsible diagnóstico llegó. Y yo sonreí). Me palpó el cuerpo, te digo, me obligó a abrir y cerrar los ojos, puso su oído en mi pecho y espalda, y me recetó más indigencias de las que podría consignar en estas líneas urgentes.

Harto, desasido de mis penurias, me dediqué a observarlo. (Observar a los otros, distanciado de los otros: he ahí el remedio puntual para olvidar las injurias del cuerpo). Conocí a Cufré en el Norte, alto, pesado, impasible en las horas de desastre. Suturaba heridas, cortaba piernas, velaba moribundos. Trabajó con esa aterradora eficacia que le vi desplegar en las efímeras horas del triunfo. Quizá con un mayor ensimismamiento; con una precisión que imponía silencio a los quejosos, y algo de pudor a los pusilánimes. Ese hombre obstinado se mostró impasible ante el desastre, como si del otro lado del campamento el enemigo no engrasase las sogas que ajustarían a nuestros cuellos, como si no llegase, al campamento, el tufo de la borrachera del enemigo, los suplicios que el tufo de la borrachera del enemigo nos prometía, como si no estuviese rodeado, en la hora desesperada del desastre, de pusilánimes, de quejosos, de súbitos caballeros que, subrepticiamente, olían el cambio de viento y se avenían a conciliar con el enemigo y a abjurar de sus vaticinios infalibles y de la infalibilidad de la revolución que exaltaron en las horas efímeras y tempestuosas y frágiles del triunfo.

Contemplé su cara, otra vez, cuando los pusilánimes anunciaron que me llevarían a juicio, a mí, engendro perverso de una revolución por cuyo mandato escribí a indios y esclavos somos iguales somos hermanos, y que testimoniarían contra mí los que concilian con el enemigo, y abjuran, despiertos o dormidos, desde que se consumió la hora efímera y tempestuosa y frágil de la revolución, de los horrores de la revolución, como si la revolución los hubiese defraudado, como si en alguna Sagrada Escritura se les hubiese asegurado que la revolución es un tratado de urbanidad, como si los que abjuran ignorasen que las buenas maneras no coexisten con la revolución bajo un mismo cielo, si hay un mismo cielo para las buenas maneras y la revolución.

En el tribunal se levantó, pesado, impávido, la cara en la que nada se leía, los ojos fríos que miraban algo que no estaba en el tribunal, y su voz, fría, dejó caer unas pocas y frías y simples palabras: Exijo que se me acuse de aquello que se acusa al doctor Castelli. Y se sentó, pesado, impávido, los ojos fríos que miraban algo que no estaba en el tribunal, y sus pocas palabras, frías y simples, quedaron ahí, sobre nosotros, suspendidas en el aire rancio del tribunal, y ahí, sobre nosotros, suspendidas en el aire rancio del tribunal, empezaron a ser otras, a hablar, acaso, de un hombre y de la incorruptibilidad de un hombre, del valor y la incorruptibilidad de un hombre que no se somete a los dictámenes de la realidad. Ése es el hombre a quien me permití observar, y que me permitió olvidar las injurias del cuerpo.

No leí nada en su cara, te digo. Preparó su flaca valija, y marchó a Buenos Aires junto a los pocos que no creemos que Mayo haya sido el ôtez vous de là que je m’y mette que circula en inciertos papeles americanos como el perfil ponderado de nuestros antagonismos, y del que me habló, una tarde de julio, un judío discreto y paciente.

En el tribunal se levantó, pesado, impávido, la cara en la que nada se leía, los ojos fríos que miraban algo que no estaba en el tribunal, y su voz, fría, dejó caer unas pocas y frías y simples palabras: Exijo que se me acuse de aquello que se acusa al doctor Castelli. Y se sentó, pesado, impávido, los ojos fríos que miraban algo que no estaba en el tribunal, y sus pocas palabras, frías y simples, quedaron ahí, sobre nosotros, suspendidas en el aire rancio del tribunal, y ahí, sobre nosotros, suspendidas en el aire rancio del tribunal, empezaron a ser otras, a hablar, acaso, de un hombre y de la incorruptibilidad de un hombre, del valor y la incorruptibilidad de un hombre que no se somete a los dictámenes de la realidad. Ése es el hombre a quien me permití observar, y que me permitió olvidar las injurias del cuerpo.

Cufré —¿te lo dije o no?— pronuncia una palabra por hora. Me tapizó la boca con no sé qué menjunje del diablo, limpió sus herramientas, lavó sus manos, y alto, pesado, impávido, me dijo: Hizo lo que no debía. Le escuché y escribí en una hoja de cuaderno: Recuerdos de mi oficio. Cufré leyó lo que escribí con una letra angulosa, frágil, de viejo, y dijo, alto, pesado, impávido: Hizo lo que no debía. Escribí: ¿Me lo reprocha? Cufré recogió su flaca valija de médico, y dijo, la cara en la que nada se leía: Es una comprobación. Le escuché y sonreí. Hacía mucho tiempo que yo no sonreía.

Me veo, en alguna de las desveladas noches en que recupero al orador de la revolución, al representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, montando a caballo y largándome sin rumbo, el sol en la cara. (Ocurre en la mañana —¿te lo dije ya?—, y el río yace tenso, inmóvil y violáceo contra el horizonte). Cansado y joven, hundo la mano en el bolsillo de la chaqueta, y alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura de mi corazón. (Toco, ahora, ese bulto duro, lustroso y aceitado que reposa en el bolsillo de la chaqueta que visto, junto a papeles arrugados en los que, todavía, se lee SOY CASTELLI y PAPEL PLUMA TINTA). Veo, cuando alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura del corazón, el río, inmóvil y tenso y violáceo contra el horizonte, y el sol, quizá, al este del horizonte, y a Moreno, pequeño y enjuto, de pie sobre el piso de ladrillos de su despacho en el Cabildo, la cara lunar, opaca, que no fosforece, bajo el alto techo encalado, que me dice, con esa como exhausta suavidad que destilaba su lengua e impregnaba lo que su lengua no repetiría, vaya y acabe con Liniers. Escuche, Castelli, a Maquiavelo: Quien quiera fundar una República en un país donde existen muchos nobles, sólo podrá hacerlo después de exterminarlos a todos. Extermine a Liniers y a los que se alzaron con Liniers. Extermínelos, Castelli. Veo, la boca de la pistola apoyada contra la carne y los huesos que cubren mi corazón, a Moreno, la cara lunar, opaca, que no fosforece, como si flotase en los girones de sombra que la noche de julio instala en su despacho, y que dice, suave la voz y exhausta: Si vencemos, se hablará, por boca de amigos y enemigos, todo el tiempo que exista el hombre sobre la tierra, de nuestra audacia o de nuestra inhumana astucia. Si nos derrotan, ¿qué importa lo que se diga de nosotros? No estaremos aquí, Castelli, para escucharlos, ni en ningún otro lado que no sea dos metros debajo de donde crece el pastito de Dios.

Sin precipitarme, la luz del sol y de la mañana en mi cara, aprieto el gatillo. El caballo tal vez se sobresalte por la detonación —no demasiado: viene de la guerra—, pero, luego, cuando se serene, paseará un cuerpo, caliente aún, que ya no pertenece a nadie, por la ciudad que ese cuerpo amó.

En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad.