XXIV

El hombre es bajo, calvo, de brazos largos y delgados, y tórax ancho. Una orla de pelo, color cobre pálido, le corre desde las patillas a la nuca. La piel de la cara es rosada, como la de un bebé. Lee el papel prendido en la capa de Castelli, y sonríe: los colmillos de su boca están envueltos en láminas de oro.

—Pase, doctor Castelli —dice el hombre que sonríe—. Lo esperaba.

Castelli entra a una habitación pintada de blanco. En el hogar de la chimenea, crepitan unos leños. Hay, en la habitación, pintada de blanco, una mesa, y alrededor de la mesa, tres sillas. En el centro de la mesa, dos hojas de papel en blanco, una pluma, un frasco de tinta, un botellón y dos copas.

—Siéntese, por favor —dice el hombre que sonríe. Castelli se sienta frente a las dos hojas de papel en blanco, la pluma, el frasco de tinta, el botellón, lleno hasta la mitad, y las dos copas.

Castelli se desprende de la capa, que huele a bosta y sangre, y deja que caiga sobre el respaldo de la silla en la que se sentó. Castelli escribe, en la primera hoja de papel en blanco, con una letra apretada y aún firme, Quiero a Belén, y empuja la hoja hacia el hombre que sonríe. El hombre que sonríe lee Quiero a Belén, y pregunta:

—¿Brandy?

Castelli mueve la cabeza de arriba para abajo.

El hombre que sonríe alza el botellón, sirve brandy en las dos copas y, con las manos tomadas a la espalda, dice:

—Mi nombre es Abraham Hunguer. Nací en Pinter, un barrio bajo de Londres. Mis padres eran judíos. Llegaron los padres de los padres de mis padres, a Londres, con documentos fraguados. Falsificar documentos y hacerlos pasar por auténticos no es difícil: eso se sabe. Las caras, los cuerpos, el terror a la execración que el judío incorpora a su carne, el mandamiento de pueblo elegido que sobrelleva, contra toda lógica, y que narra, en la celebración furtiva del sábado, no se adulteran: Esos dos hechos —haber nacido en un barrio de ratas miserables, hambrientas y feroces, y descubrir, en cuanto me destetaron, que la identidad la da el cuerpo me llevaron, como de la mano, a comprar, por unos pocos peniques, a alguien más miserable y hambriento que yo, un cuchillo. Fue el primer negocio que emprendí. Y el más exitoso de mi vida.

Castelli escribe Quiero a Belén en la segunda hoja de papel en blanco. Abraham Hunguer, que no sonríe, las manos tomadas a la espalda, camina por la habitación pintada de blanco.

—Puedo contarle historias ridículas y horribles del mundo de ratas miserables, hambrientas y feroces, en el que creció alguien que compró un cuchillo por unos pocos peniques —dice Abraham Hunguer, que no sonríe, y que camina, veloz y silencioso, por la habitación pintada de blanco, las manos tomadas a la espalda, y que ensalcen, como si el relato de esas historias ridículas y horribles no se lo propusiera, el valor casual, la inteligencia y la astucia casuales de alguien que compró un cuchillo por unos pocos peniques. Pero usted y yo no somos hombres de perder el tiempo en complacencias nostálgicas.

Abraham Hunguer, el paso veloz, silencioso y continuo, sirve brandy en la copa de Castelli y sonríe.

—Soy un traficante de armas —dice Abraham Hunguer, que sonríe—, yo, que compré un cuchillo por unos pocos peniques. Vendí armas al general Washington; a los polacos para sus sublevaciones, siempre fallidas, contra el zar; a los españoles, sin mayor entusiasmo, para que molesten a Napoleón; a los criollos que, como usted sabe, no cesan de matarse entre sí, para que expulsen a los españoles de América. Las guerras me hicieron rico; el negocio de la guerra me trajo a Buenos Aires.

El paso de Abraham Hunguer es veloz y silencioso, y Castelli, que no oye ni oirá el paso veloz, silencioso y continuo de Abraham Hunguer, como si Abraham Hunguer fuese un recipiente inmóvil, olvidado en un rincón familiar y cuya forma deshace, menoscaba, la luz de la tarde, vacía su copa, los ojos desteñidos y helados en la cara flaca, quieto y rígido en la silla, a la espera de lo que intuye que vendrá de quien compró un cuchillo para sobrevivir al miedo, la miseria, la doblez.

—Unos compatriotas míos —dice Abraham Hunguer, que sirve brandy en su copa y en la de Castelli— me comentaron, a poco de llegar yo a esta ciudad, que vendieron una muchacha mulata, y que en pago recibieron unas barricas de yerba suave remitidas desde el Paraguay. Abraham Hunguer, me dije, he aquí un país barato. Un país para que te quedes a vivir. Estás viejo, Abraham Hunguer, me dije. Dormirás tranquilo, Abraham, sin pensar en el joven forzosamente astuto y osado, y suficientemente idiota, cualquiera haya sido su cuna, como para saltar sobre tu cuchillo porque cree que es un salmo de alabanza al Señor. El país me gusta, creo que lo dije, y me gusta el invierno de Buenos Aires. Los ingleses, aquí, son respetados; como si vivieran, cada uno de ellos, en el West End —ése no es mi problema—, yo soy inglés —ése es mi problema—, y moriré mucho antes de agotar la fortuna que obtuve en el mejor negocio de todos los tiempos. Pensé: las mujeres buenas van al cielo, las malas se casan con ingleses. Entonces, compré a la señorita Belén.

Castelli, que espera que el alcohol amortigüe los tirones que le abrasan la boca y afloje esa mano que le acaricia el corazón, escribe, por tercera vez, en la segunda hoja de papel, la letra apretada y aún firme, Quiero a Belén.

—Descubrí, para mi felicidad —dice Abraham Hunguer, que se sienta frente a Castelli, y se rasca, sonriente, el manojo de pelo, color cobre pálido, que le cubre la nuca—, que no hay nada que la porteña cuide con mayor escrupulosidad que sus pies. La señorita Belén tiene hermosos pies; y su calzado es perfecto. A decir verdad, pagué a la señora Irene Orellano Stark lo que me pidió, contraviniendo la ética de mi profesión, por el placer de contemplar, a cualquier hora del día, los pies calzados de la señorita Belén. Los ingleses, no todos, claro, somos, ¿cómo decirlo?, algo fetichistas. Prolijos. Sobrios. A nuestros príncipes se les azota el trasero, y en público, por tocar, en un arrebato que se repite, Dios sabrá por qué, abominable y desesperado, las nalgas y los pechos de las camareras cuando visitan, de incógnito, ciertas tabernas de Londres. La reprimenda es invariable: doce latigazos, que abren verdugones nuevos sobre las cicatrices de los verdugones viejos. A los príncipes se les arruga, prematuramente, la carne de sus traseros, pero los que no somos príncipes aprendemos a ser discretos.

Abraham Hunguer, que sonríe, sale de la habitación pintada de blanco, y regresa, veloz y silencioso, antes que Castelli se aperciba de su regreso, como si nunca se hubiera movido de su silla, como si nunca hubiera recorrido, con un paso veloz e inaudible, el piso de la habitación pintada de blanco, como si aún hablara, sentado frente a Castelli, del éxito, acaso demencial, de Under the blade, canción que glosa, en letra chabacana y estridente, las intensas peripecias que afrontó un cuchillo adquirido en el callejón de Bitterflesh, en el barrio de Pinter, y cuyo autor la entona, con voz ajada, en las tabernas que, de incógnito, frecuentan los príncipes de la corte británica para explorar las redondeces de las camareras, y que tararean, entre dientes, al bajarse los pantalones y recibir, con un placer sobriamente perverso, los fustazos de la reprimenda.

—Se le enfría el té, doctor Castelli —dice Abraham Hunguer, que sonríe y abusa de los adjetivos, los colmillos envueltos en láminas de oro, sentado frente a Castelli, y a la taza de té que humea junto a la pluma, el frasco de tinta, el botellón de brandy y los dos papeles en los que Castelli escribió Quiero a Belén—. En los Estados Unidos tuve oportunidad, gracias a mi antigua relación con el general Washington, de acceder al informe de un agente de la Secretaría de Estado que pasó por Buenos Aires. En ese documento —redactado por un misionero que desciende del Mayflower y de la mano de Dios— se lo menciona, doctor Castelli. ¿No es un milagro que yo leyera que el 22 de mayo de 1810, el doctor Castelli, hombre de destacado talento y audaz intrepidez, que fue en todo momento el principal instigador de la revolución, expuso en una réplica fogosa el proceder tiránico y la conducta venal del virrey depuesto y de sus corrompidos ministros, hizo ver enérgicamente la necesidad de un cambio y ridiculizó los principios expuestos por aquel ilustre hipócrita (volviéndose hacia el obispo de Buenos Aires), de que los reyes derivaban su poder del cielo. Prorrumpió entonces en un torrente de invectivas tales contra el obispo que éste se vio obligado a retirarse de la asamblea? Ese distinguido agente de la Secretaría de Estado no omitió subrayar en su informe que el doctor Castelli es el más capaz el más elocuente, el más corrompido y el más carente de principios de los cabecillas de la revolución. ¿Cómo se dice, aquí, nonsense? Bah: los misioneros norteamericanos no saben de qué hablan cuando hablan de principios… En fin, ¿no es una casualidad excepcional que yo haya copiado ese informe, sin conocerlo a usted, y que, hoy, usted y yo tomemos té como si fuéramos, en verdad, dos caballeros?

Abraham Hunguer, que no sonríe, guarda, sentado frente a Castelli, en un bolsillo de su chaleco de seda azul, lo que dijo era la copia del informe de un agente de la Secretaría de Estado de los Estados Unidos de Norteamérica.

Castelli, la cara rígida y flaca, echa un chorro de leche de ángeles en su boca. Descargas de hielo estallan en los bordes tumefactos de la lengua cortada. Una mano de hielo le acaricia, dulcemente, el corazón. Largo día el suyo, Castelli. Emporcó las mejillas de una dama. Vio bailar, colgado de una soga, a un hombre de coraje. Recordó a Agrelo que, con la voz que usa en sus peores momentos, le escribió: En individuos de la clase de Álzaga, el coraje es una costumbre. Ésos, de los nuestros, que fueron más lejos que su propia sombra, ésos, ésos tienen coraje. Después, un oficial del ejército del Alto Perú le contó que vende pescado. Y, ahora, Castelli sabe que va a oír lo que un viejo judío, que compra un cuchillo todas las noches de su vida, en el callejón más sórdido de su memoria, dice ya. Y lo que dice ya es inevitable como el verano, el otoño, la casualidad.

Abraham Hunguer, que no sonríe, que se masajea las manos, sentado frente a Castelli, le pregunta a Castelli si él, Castelli, le dará, a Belén, la libertad: ¿Usted, doctor Castelli, que es como Cromwell, se irá a vivir con Belén, una mulata, a la luz del día, Belén igual a Cromwell, Belén igual a usted, que es tan inflexible e indomable como Oliver Cromwell, Belén igual a usted, que es Cromwell, si Buenos Aires fuera Londres y si el Támesis fuera el Río de la Plata? La era de la revolución terminó: usted lo sabe, mister Cromwell: ¿Proclamará, mister Cromwell, en la era que puso fin a la revolución y sus hechizos, que una mulata es su igual, y que vivirá con ella, a la luz del día, él igual a ella?

Castelli escribe en la hoja de papel donde escribió, dos veces, Quiero a Belén, con una letra apretada y aún firme: Un hombre solo no va más lejos que su propia sombra.