Castelli sujeta a su capa, con un alfiler o prendedor, o gancho o alambre o lo que sea que le alcanzó Segundo Reyes, el papel en el que se lee SOY CASTELLI. Monta en su caballo, de cara al muro amarillo de la Recova, a las puertas negras y cerradas de los comercios que venden pescado, fruta, telas, perfume, tasajo, peines, aretes y collares de vidrio, incrustadas en el muro amarillo de la Recova y, al tranco del caballo, el papel en el que se lee SOY CASTELLI sujeto a la capa, va al encuentro del hombre que compró a Belén. Masticó, despacio, la carne que Segundo Reyes desmenuzó en su plato, tomó vino, encendió un cigarro, ofreció un cigarro a Segundo Reyes, y fumaron. Vaciaron la botella de vino, y Segundo Reyes descorchó otra. Fumaron en silencio, y tomaron vino en silencio, Castelli de cara al río, a la tarde de invierno, y Segundo Reyes de espaldas al río, a la tarde de invierno.
Segundo Reyes, de espaldas al río, a la tarde de invierno, describió, con la exactitud, rapidez y frialdad de quien no desea que le hagan repetir los términos del mensaje que transmite, a la persona que compró a Belén, y dónde vivía, hasta ayer nomás, la persona que compró a Belén.
Castelli oyó a Segundo Reyes, y Segundo Reyes, de espaldas al río, el cigarro en la boca que susurraba, los ojos quietos en la cara oscura, repitió que recordar es peor que compadecerse de una puta que lamenta la pérdida de su inocencia, peor que Dios cuando se impacienta. Dijo que recordaba esa serranía cordobesa, a la que llegaron extenuados, hombres y caballos, envueltos en polvo hombres y caballos, y la mañana de agosto, helada como el infierno, los arbustos del monte y las piedras del monte helados como el infierno, y a Castelli que ordena atar a los alzados contra la Revolución a unos árboles desnudos y negros, y los hombres que galoparon sin parar, desde Buenos Aires, oyen, furiosos, callados, exhaustos, envueltos en polvo, el estómago revuelto, el llanto y las súplicas de los alzados contra la Revolución, sujetos con sogas y lazos a árboles desnudos y negros, de ramas negras y retorcidas como quejidos. Oyen —susurra Segundo Reyes, los ojos quietos en la cara oscura como si contemplasen fluir el susurro— a los alzados contra la Revolución, que se retuercen y claman al Dios misericordioso que les dio vida, familia, fortuna y títulos a unos y otros: a ellos, envueltos en una niebla helada como el infierno, atados a árboles negros y desnudos, y a los hombres que, furiosos y callados, galoparon desde Buenos Aires, sin parar, hasta que desmontaron, envueltos en polvo, en esa serranía cordobesa desolada como el infierno. Oyen a los condenados invocar los lazos de sangre, familia y fortuna que los ligan a los hombres que, furiosos y callados, galoparon desde Buenos Aires, sin parar, noche y noche, con la muerte oprimiéndoles el estómago. Oyen a Castelli, que lee una carta de Liniers, el jefe de los alzados contra la Revolución, en la que pide el ajusticiamiento de los hombres que, desde Buenos Aires, galoparon, furiosos y callados, hasta esa mañana helada como el infierno, con la muerte oprimiéndoles el estómago. Oyen a Liniers, que no llora, no gime, no suplica, que exige, de pie en la mañana helada como el infierno, a los hombres furiosos y callados y exhaustos, que le apunten al pecho, que no le venden los ojos. Oyen a Castelli, la voz helada como el infierno, dar la orden de fuego. Y Segundo Reyes furioso y callado y exhausto, tira del gatillo de su fusil, en la mañana helada como el infierno.
Segundo Reyes —los ojos en la cara oscura, quietos, como si acecharan, en el susurro, algo que, antes, no percibieron— susurra que el coronel French se inclina, en la mañana helada como el infierno, sobre el cuerpo ensangrentado de Liniers, la pistola en la mano temblorosa, y que él, que tiró del gatillo de su fusil, y que supuso que la bala que impulsó el gatillo del fusil se cobraba la cacería de carne en África, baja los ojos, en la mañana helada como el infierno.
Dijo que recordaba la luz de la mañana como un agua sucia, y a él que, en la mañana helada como el infierno, no se anima a mirar al coronel French, que es blanquito, sí, pero que ya no es el petimetre elegante, impetuoso, seductor, que reparte tiras escarlatas a lampiños bebedores de caña comprometidos a asaltar un poder que dura tres siglos, o que corteja, burlón, elegante, impetuoso, a muchachitas casaderas en los bailes con que Buenos Aires celebra sus victorias sobre los ingleses. Dijo que a él le contaron que el coronel French se irguió, envuelto en polvo, furioso y callado, y exhausto, los ojos en la cabeza destrozada de Liniers, y que la cara del coronel era como de yeso, que la pistola le humeaba en la mano temblorosa, y que el coronel French olía a caca. Dijo que él se desprendió de las sombras de su alma —y más vale que el doctor Castelli no le preguntara por qué— como de un sombrero gastado, como si no hubiesen sido el pan de hierro que alimentó su ira, sus abominaciones, la pesadilla de sus años de laucha asustada en la que, incesante, una mujer blanca, blanquísima, la cara gozosa entre las tetas rubias, lo monta, lo azuza con refulgentes espuelas de oro para que galope, desnudo, en cuatro patas, el sudor relampagueándole en la piel, infatigable y extasiado, por una habitación de paredes blandas, aterciopeladas e infinitas.
Dijo que él, que es un perfecto idiota, creyó en las palabras del doctor Castelli, como se cree en la palabra del Mesías, y en las de los libros que el doctor Castelli le indujo a descifrar, y que creyó en eso de que un hombre libre es igual a otro hombre libre. Y que así llenó su alma, si es que el Señor dio alma a los negros. Dijo que se ganó las insignias de capitán en las cargas de caballería del ejército del Alto Perú, tripas o alma llenas de palabras, al lado de blanquitos que creyeron, como él, que un hombre libre es igual a otro hombre libre, y que morían, en el viento de la carga, el sable en una mano, y con la otra golpeándose la boca, aaaaaa. (Segundo Reyes corta el susurro de su boca, y golpea, con la palma de su mano, la boca que susurraba, y el aaaaaa baja, largo y furioso, a la silenciosa tarde de invierno).
Dijo que él, un perfecto idiota, sabía casi todo lo que debe saber un perfecto idiota. Dijo que él, un perfecto idiota, conocía casi todas las respuestas. Deseaba, dijo, que el doctor Castelli le contestase una sola pregunta: si se la contestaba, él tendría todas las respuestas.
Dijo que el doctor Castelli tenía la misma cara que él le vio aquella mañana helada como el infierno, cuando fusilaron a los alzados contra la Revolución, y en la desbandada del Desaguadero.
Dijo que se le había terminado el vino, y que, entonces, era bueno que se quedara con preguntas sin contestar.
Dijo que el doctor Castelli se prendiese, en la capa, el papel en que se lee SOY CASTELLI.
Dijo, en un susurro, que él vende pescado.