XXII

Castelli, a caballo, tiene frío. Envuelve sus manos en el cuero de las riendas, y afianza la puntera de las botas en los estribos. Se le enfrían los dientes. Tengo frío en los ojos, dice su lengua cortada, inmóvil en la boca nauseabunda.

¿Qué es eso que se vacía, erguido sobre la montura de un caballo? ¿Qué es eso que, erguido sobre la montura de un caballo, se enfría bajo la luz plomiza de un cielo de invierno? ¿Qué es eso que, erguido sobre la montura de un caballo, extravía su nombre en un espacio frío y vacío? ¿De quién son esos ojos que se vacían, en una cara que se vacía? ¿Qué es ese bulto oscuro, que se vacía, y en el vacío extravía su nombre, y que se deja llevar, pegado a la montura de un caballo, a través de una luz fría y vacía? ¿Qué monólogo del bulto oscuro que se deja llevar, pegado a la montura de un caballo, se diluye en la luz fría y vacía?

La luz se fragmenta. O es otra. Algo en el cuerpo erguido sobre la montura de un caballo, pronuncia, como otras veces que la luz se fragmentó o fue otra, el nombre de Castelli. Es el único nombre que conoce eso que habla, con una voz neutra, entre los dispersos fragmentos de la luz. Un nombre, apenas, dice eso que retorna del frío y el vacío. Me conozco por ese nombre ocasional. Cuando vuelvo del vacío, cuando recupero la palabra, ese nombre ocasional habla por mí. ¿Habla del estudiante que no termina de leer el Quijote, que se hizo traducir a Marat, y que se acostó, en una inadmisible noche altoperuana y en una tarde de Carnaval, con una dama más atenta a las eyaculaciones de un abogadito de corazón todavía docilísimo que a sus frenéticos sermones? ¿Habla del hombre menos previsible que el abogadito eyaculatorio, que mira en los gritos de afrancesado jacobino, escupidos por la beatería patriótica, lo que no fue? ¿Habla de la muerte tan vieja como la injusticia? ¿De su muerte, que no eligió, y que pacto alguno ha de diferir? ¿Todo eso es Castelli?

Castelli, que retorna del frío y el vacío, que recupera, entre fragmentos de luz fríos y vacíos, las marcas que lo identifican, escribe sin aborrecerse: Quiero a una mujer cuyo nombre es, ahora, Ángela.

Castelli, que retornó del frío y el vacío, oye, apagada, la pululación de los que vomitan picardías sobre unos despojos que cuelgan de maderos infames, en una plaza consagrada a las más bellas efusiones del espíritu porteño. Castelli, a caballo, de espaldas a la plaza y a los vómitos, mira el muro amarillo de la Recova, las puertas negras y cerradas de los comercios que venden pescado, frutas, telas, perfumes, tasajo y peines, y se pregunta por qué un señor de la vida y de la muerte no concibió la posibilidad de que lo colgaran de maderos infames y que, al pie de esos maderos infames, fraternizaran, en la plaza que el espíritu porteño consagró a sus más bellas efusiones, los patrones de los comercios de la Recova y sus dependientes, las lavanderas y sus dueñas, artesanos, pescadores, putas y alcahuetas, jugadores de billar, taba y naipe, malevos, curanderas, charlatanes de velorio, guitarreros y cuchilleros de profesión. Muchas preguntas en la boca de Castelli. Y dientes que se enfrían. Y pus. Y llagas. Muchas preguntas, escribe Castelli. La noche se va, escribe Castelli.

Larga mañana, piensa Castelli. Largo día, piensa Castelli, el malsano cielo de julio sobre su cabeza. Estoy flojo. Y el día es largo, piensa Castelli.

Eso que llaman Castelli, ese bulto informe y exhausto que baja, despacio, del caballo, echa un chorro de leche de ángeles en su boca. Eso que llaman Castelli, la cara pegada a la montura del caballo, mira el muro amarillo de la Recova, las puertas negras y cerradas e incrustadas en el muro amarillo de la Recova, y el silencio del largo día de julio que se pega, untuoso, a las puertas negras y cerradas e incrustadas en el muro amarillo de la Recova.

Eso que llaman Castelli sube, despacio, una escalera. Cuenta, despacio, los peldaños de madera. Entra a una pieza. Se sienta, aterido, exhausto, en un banco, de cara a la puerta. Lo separa, de la puerta abierta de la pieza, una mesa. Cierra los ojos.

Eso que está ahí, aterido, exhausto, sentado en un banco, de cara al río, los ojos cerrados, espera. Esperé. Me envolví en la capa, apoyé la cabeza en la pared, y esperé. Olí, los ojos cerrados, carne que se asaba. Y el río. Y el silencio, untuoso, del largo día de julio. No sé en qué hora del largo día de julio escuché, los ojos cerrados, la pata de palo de Segundo Reyes golpear en los peldaños de la escalera. Conté los golpes, abrí los ojos y alisé el papel que, en una mañana de un largo día de julio, una generosa dama me alcanzó para que yo escriba. ¿Dónde está Belén?

Segundo Reyes leyó ¿Dónde está Belén?, y se rió como puede reír un negro. Dijo, cuando paró de reír, que en Buenos Aires se asegura que aquello que Segundo Reyes desconoce no vale la pena averiguarlo. Y ahí estaba el doctor Castelli, dijo, en la pieza del negro Segundo Reyes, capitán del ejército del Alto Perú, tirándole un papel debajo de los ojos, igual que en los buenos y viejos tiempos, cuando largaba papeles, hora tras hora, que cambiarían al mundo. Como ése, dijo, en que el cojonudo doctor Castelli se rebajó a pedir permiso a los señores de la Junta para otorgarle el uso de Don a un oficial de Morenos, muy recomendable por sus virtudes sociales y militares. Eso tuvo su gracia, dijo, si algo es gracioso en este mundo.

Dijo que el negro Segundo Reyes caminó, tempranito, hasta la plaza, para ver al señor Don Martín de Álzaga colgado de una horca. Y vio cómo lo colgaban de la horca, a lo perro. Dijo que eso, con perdón de Dios, también era gracioso.

Dijo que recordaba al negro Segundo Reyes, esclavo de Don Ambrosio Reyes, disparar sobre los ingleses, en el año siete, haciéndose encima. Y al doctor Juan José Castelli exhortándolo a que no se avergonzara: la libertad no tiene el perfume de un ramo de azahar, dijo el doctor Castelli, en el año siete, desde una azotea, los brazos abiertos y la entonación de un cantante de ópera. Y qué contestó el esclavo Segundo Reyes, sorbiéndose los mocos y oliendo a mierda de negro. Segundo Reyes dijo que no recordaba qué le contestó, en una azotea del año siete, el mierdoso esclavo Segundo Reyes al doctor Juan José Castelli. ¿Y no era gracioso que el capitán Segundo Reyes olvidara qué contestó el esclavo Segundo Reyes?

Dijo que recordaba a unas niñitas, vestidas de blanco, dulces y pálidas como la Virgen María, que extraían de una urna, en el atrio de Santo Domingo, unos papelitos blancos y perfumados con los que Buenos Aires, ciudad agradecida, rifó la libertad de una pandilla de negros mierdosos. Dijo que no olvidaría esos papelitos blancos y perfumados: en uno de esos papelitos blancos y perfumados, una mano esmerada escribió Segundo Reyes.

Segundo Reyes dijo que el recuerdo es peor que Dios cuando pierde la paciencia, que la viruela, que la sífilis, que el hambre, que el escorbuto. Dijo que recordaba al doctor Juan José Castelli, en el ejército del Alto Perú, jurándole que un hombre libre es igual a otro hombre libre, y que donde fuesen las armas de la libertad darían tierra, pan, trabajo y escuelas a blancos, negros e indios. Dijo que escuchó al doctor Castelli como se escucha al Mesías, y que marchó por las calles de piedra del Alto Perú, él, Segundo Reyes, vestido con el uniforme de un hombre libre, detrás del doctor Castelli, y de los tambores de un ejército de hombres libres que tronaban en las calles del Alto Perú. Dijo que recordaba a las damas de Potosí, madres e hijas y hermanas de propietarios de minas, viñedos, tierras, vacas, azúcares y bancos, de pie en los balcones de madera labrada y piedra de Potosí, mirándolos desfilar por las mismas calles en que caballos de piel sedosa le arrancaron el alma a un tal Condorcanqui. Dijo que recordaría, mientras viviese, cómo esas damas los miraban, cómo tomaban chocolate en cónicas tazas de plata, cómo educaban a sus perros y perfumaban sus coitos para que les guardaran minas, viñedos, tierras, vacas, azúcares y bancos, y cómo le hicieron olvidar a los caballos de piel sedosa que le arrancaron el alma a un tal Condorcanqui. Dijo que, al perfecto idiota que era, le cortaron media pierna después de la batalla de Suipacha, y que eso no fue muy gracioso, y tampoco fue muy gracioso volver a Buenos Aires con una pata de palo, y aprender, en Buenos Aires, a bajar de la vereda cuando se le cruza, a un negro pata de palo, un propietario de minas, viñedos, tierras, vacas, azúcares, bancos, perros guardianes y coitos perfumados.

Segundo Reyes dijo que recordar era tan gracioso como olvidar. Dijo que él vendía pescado. Que salía, en un bote, de madrugada, a pescar, estuviese bravo el río o no. Y que, en medio del río, le daban mareos de sólo pensar en los bienes y riqueza de los señores Anchorena. Dijo que los señores Anchorena no vendían pescado. Que él era un hombre libre y los señores Anchorena eran hombres libres, y que eso también le daba mareos. Dijo que él, que combatía los mareos con un trago de alcohol, era un perfecto idiota: quien cree en la palabra del Mesías es un perfecto idiota. Y que él lo era, y no permitiría a nadie que pusiese en duda que él era un perfecto idiota. Dijo que los señores Anchorena creían en los pagarés. Dijo que él vendía pescado.

Segundo Reyes miró a Castelli, la cara flaca de Castelli, los ojos desteñidos en la cara flaca de Castelli, la cabeza recostada en la pared, las lágrimas que corrían en la cara flaca de Castelli. Segundo Reyes se inclinó hacia la cara flaca de Castelli, hacia las lágrimas que descendían por la piel de la cara flaca de Castelli y, doblado sobre la mesa, jadeó.

Segundo Reyes, que se inclina hacia las lágrimas que se deslizan por la piel de la cara flaca de Castelli, jadea y el jadeo invade el silencio untuoso de la pieza, y devora el eco de las meditaciones del vendedor de pescado acerca de la palabra del Mesías y la idiotez humana.

Segundo Reyes, que jadea —y el estertor de su jadeo disipa, en la cara flaca de Castelli, unas lágrimas lentas y opacas—, susurra:

—¿Tan mal están las cosas?

Castelli mueve la cabeza de arriba para abajo. Segundo Reyes, que jadea, gira sobre la pata de palo, y sale de la pieza. Castelli, que cierra los ojos, cuenta los golpes de la pata de palo en los peldaños de la escalera. Castelli abre los ojos y cuenta, otra vez, los golpes de la pata de palo en la escalera. Segundo Reyes entra a la pieza. Sostiene, a la altura del pecho, una bandeja. De la bandeja descarga, en la mesa, dos platos, dos vasos, cubiertos y una botella de vino. En cada plato, humea una tira de carne asada. Sirve vino en los vasos. Le acerca un vaso a Castelli. Le acerca un plato a Castelli, y con el cuchillo y el tenedor desmenuza la tira de carne asada que humea en el plato de Castelli.

—Coma, amigo —susurra Segundo Reyes.