XX

Llovía, en Buenos Aires, la noche del 5 de julio de 1807. La noche del domingo 5 de julio de 1807. ¿Hubo, en el tiempo, una noche de domingo, un domingo de julio, y de 1807, iluminada por las erráticas salvas de los fusiles, y una lluvia, intermitente y fría, en la que usted, señor Martín de Álzaga, me habló, empecinado, inescrutable, distante?

Si la hubo, está tan lejos como el cielo que miré, hoy, a caballo, la leche de los ángeles endulzándome la boca que ultrajó la cara de una mujer. Tan lejos como usted, señor Álzaga, que cuelga de un palo, está de mi, que, a caballo, lo miro colgado de un palo. Lo miro con un sabor dulce en la boca; lo miro, distante y empecinado, sin complacencia ni pedantería, y miro, despacio, sus piernas, oh, sus piernas, el pausado vaivén de sus piernas duras, secas, amarillentas, en el aire de julio. No se lo ve bien, señor Álzaga, bajo el malsano cielo de julio. La chusma, fascinada por el bamboleo de su cuerpo, y los cuerpos de su yerno, del capataz de sus empresas, de su amigo, el muy pundonoroso Francisco Tellechea, confraterniza, ávida e impune, palmeándose, besándose, aplaudiéndose en un payaso que se arrodilla y lame, extasiado, los palos de los que usted cuelga, y que recuerda a la chusma que confraterniza, excitada, ávida e impune, el lejano día en que Álzaga, señor de la vida y de la muerte, ordenó que lo flagelaran, en la plaza, para escarmiento de infieles, pecadores y franceses, y acaso, de la chusma, ávida e impune, que olvidó el placer que le depararon el silbido del látigo y los aullidos del flagelado.

Aún escucho sus palabras, Álzaga, si hubo una noche de domingo, y de julio, y de 1807. Las escucho, a caballo, y palmeo el cuello de mi caballo, y mi mano resbala en el sudor del cuello de mi caballo, y mi mano se entibia, porque estoy vivo, en el sudor del cuello de mi caballo: Estoy vivo, y tan lejos de usted como la vida está de la muerte. Y tan cerca. Y ésa es la única verdad que acepto.

Estoy vivo y lo miro, perplejo, con un sabor dulce en la boca, bambolearse bajo el malsano cielo de julio. Y escucho sus palabras, las que me dijo una noche de domingo, en la que llovía: Soy el señor de la vida y de la muerte. Y ustedes están empiojados.

Nosotros, los empiojados —Moreno, Agrelo, Beruti, Vieytes, French, Warnes, y aun los vagos y mal entretenidos que huyen de minas y cañaverales, cepos, calabozos, jueces de paz, y de las milicias a las que los arreamos, engrillados, y que depredan vacas como si no hubieran hecho otra cosa en su vida—, lo escuchamos. Pero lo escuchó, también, Bernardino Rivadavia. Y hombres como Rivadavia, que aman al poder más que a sí mismos, más que a la mujer que desposaron, más que a la lealtad al amigo, más que a causa alguna de redención humana a la que se hayan entregado en sus años mozos, no se proponen morir jóvenes. Usted, precisamente usted, Álzaga, debía saberlo. Y lo ignoraba. O lo olvidó. Por eso cuelga de unos maderos infames.

Vuelvo a una habitación sin ventanas, enciendo un cigarro, y escribo: ¿Qué cambió, en el cielo y en la tierra, de un mes de julio, si lo hubo, a otro mes de julio, para que se trocaran las máscaras en la representación teatral? Escribo: ¿Qué es mi monólogo con usted, Álzaga, si no una escena, injuriada por el tiempo, de una inacabada representación teatral? ¿Qué es el señor Rivadavia si no el nombre con que Álzaga retorna al escenario?

Cambiaron las máscaras: la representación teatral no me cambió a mí, a Moreno, Agrelo, Vieytes, French, Warnes, y a los vagos y mal entretenidos que huyen, sin esperanzas, de los señores de la vida y de la muerte. No cambió a Buenos Aires ni al país.

Aquí, en esta ciudad y en este país, el contrato social que filosofó un licencioso ginebrino, ha sido suscripto por asesinos. Aquí, el gusto por el poder es un gusto de muerte.

Siempre, escribe Castelli, que enciende un cigarro en la noche del día de julio que miró a un vencedor colgado de una soga y de unos palos infames. Siempre, escribe Castelli. Mira la palabra siempre, que escribió con un pulso que todavía no tiembla, y dibuja un signo de pregunta antes de la ese, y otro después de la e.