Cuando un hombre, que es joven y que se cree inmortal, siente que todo se derrumba —el porvenir vaticinado en los pactos con el Diablo, los sueños de inasible belleza, la utopía que se doraba como un pan en la inimaginada fragilidad de la conspiración—, busca a una mujer. Cuando todo se derrumba, la mujer queda, resiste: Nadie sabrá decir, nunca, por qué.
En la noche del 5 de julio de 1807, si la hubo, Belén le quitó, a Castelli, botas y capa mojadas por la lluvia de esa noche u otra, y las ropas humedecidas por la lluvia de esa noche u otra, y desnudo, lo bañó en un tacho de latón, en la cocina de la casa de Irene Orellano Stark.
Belén hundía sus manos en el agua caliente y jabonosa que llenaba el tacho de latón, en el que flotaba Castelli, los ojos cerrados, joven todavía, y creyéndose, todavía, inmortal, y las levantaba, cerradas como un cuenco sobre la cabeza de Castelli, y las abría, despacio, y un hilo grueso de agua caliente y jabonosa caía sobre el cuello y la cabeza de Castelli.
Castelli dejó de temblar, y Belén le frotó las carnes entumecidas, y las ablandó y las entibió. Castelli abrió los ojos, y miró a la mulata Belén, que le pasaba las manos por las carnes que se desentumecían, y que le contaba la huida de su dueña, Irene Orellano Stark, hacia el Alto Perú como se la contó a inicios del otoño, cuando parroquianos de pulperías y cafés, entre invocaciones a la legendaria valentía hispana, risitas socarronas, partidas de taba y billar, apostaban dagas, patacones, caballos, mujeres, vino de Burdeos, a quién acertaba en cuál lugar de la costa desembarcarían, por segunda vez, los británicos, Dios los haga arder eternamente en el infierno.
Belén contó, envuelta en el humo de las ollas de agua que levantaba del fogón de la cocina, y que dejaba caer en el tacho de latón, que la señora Irene Orellano Stark apiló, en cofres herrados, bolsas y más bolsas de monedas de oro, y fuentes, aros, anillos, brazaletes, cubiertos y candelabros de plata, vestidos de seda y raso, collares y piedras preciosas, y pieles de Rusia, sábanas de hilo, colchas, cortinas y frascos de perfume. E hizo cargar, por sus esclavos, en tres retumbantes galeras, los cofres herrados.
Belén, envuelta en humo, contó que la señora Irene Orellano Stark hizo cargar, por sus esclavos, en tres retumbantes galeras, los cofres herrados, y que, cargados los cofres herrados en las tres retumbantes galeras, contrató una partida de hombres provista de fusiles, pistolas y sables para que custodiase las tres retumbantes galeras y a los esclavos que distribuyó en las tres retumbantes galeras.
Belén, envuelta en humo, secó el cuerpo desentumecido de Castelli con un toallón peludo, y contó que la señora Irene Orellano Stark dispuso que uno de sus capataces armase a los esclavos para que vigilaran, desde las tres retumbantes galeras, a la partida de hombres que contrató, el horizonte, y el tranco de los caballos que tirarían de las tres retumbantes galeras.
Belén, que secaba el desentumecido cuerpo de Castelli con un toallón peludo, contó que la señora Irene Orellano Stark, al pie de una de las galeras, le hizo repetir, por enésima vez, las instrucciones que le había impartido para que la casa, los muebles y objetos —incluida Belén— que no fueron cargados en las tres retumbantes galeras, quedasen a salvo de la codicia de los británicos.
Belén arropó a Castelli en un toallón seco, y le hizo sentar a la mesa de la cocina, y contó que las tres retumbantes galeras se lanzaron a una carrera desenfrenada, y que el polvo que levantó el galope insomne de los caballos tapó los árboles, el sol del otoño y hasta los techos de las casas. Y eso fue, contó Belén, que puso delante de Castelli un plato de sopa, una botella de vino, pan, un vaso, y un pedazo de queso, poco antes de que al doctor Castelli se le ocurriera visitar a la señora, que lo extrañaba, y que se preguntaba por qué el doctor Castelli, que la había divertido tanto en el verano, no se aparecía por la casa, pese a que la señora, que lo extrañaba, le avisó que lo extrañaba.
Castelli, esa noche, que la hubo, tomó la sopa que le sirvió Belén, el vino, y comió pan y queso y, con el cuerpo desentumecido, habló de los palacios encantados de Constantinopla y Alejandría, y de los puertos del mar Negro donde los venecianos compran sedas, pieles, perfumes, alfombras, especias, y venden la alegría de vivir. Castelli habló de Venecia y de Marco Polo, de la fiesta que Marco Polo ofreció en su castillo. Espero que me creas, Belén: la fiesta tuvo lugar en 1292, pero aún se comenta. Marco Polo se vistió de príncipe tártaro, tiró piedras preciosas sobre las mesas de sus invitados (piedras falsas, Belén: Marco Polo era veneciano, pero no zonzo), y dijo que las mujeres de la China eran suaves como el loto.
Castelli, esa noche, que la hubo, fue, otra vez, un joven profeta iracundo que embiste contra las columnas del templo.