XVIII

¿Llovió en la infundada noche del 5 de julio de 1807? Castelli escribe que disparó su fusil contra las escurridizas sombras de los soldados ingleses, desde una azotea de Buenos Aires, hasta que llegó la noche, si la hubo, del domingo 5 de julio de 1807. Después bajó de la azotea y caminó hacia el Fuerte entre barricadas y gemidos, antorchas, gritos desaforados de centinelas, olor a sangre, excrementos, carne asada, vino, orines, lluvia quizá.

Allí, en una sala del Fuerte, bajo la luz de las lámparas y detrás de una larga mesa de madera en la que había papeles sucios, cigarros, tinteros, sables y balas, canastos de paja con empanadas que chorreaban grasa, fusiles, jarras de vino, estaba, de pie, Martín de Álzaga.

Estaba de pie, Álzaga, los largos y flacos brazos y las manos, cuidadas, de dedos largos y flacos, que recogían, de la larga mesa, papeles sucios en los que un amanuense asentaba los mandatos, las imprecaciones que él le dictaba, distante, inescrutable, empecinado, para que se consumase, durante una noche de domingo y en las calles de una aldea réproba y pretenciosa, la más afrentosa catástrofe que ejército imperial alguno registre en sus anales. Y Álzaga, de pie detrás de la larga mesa, repartía entre jefes y soldados, ricos y esclavos, blancos y negros, mensajeros extenuados, centinelas vociferantes, jarras de vino y empanadas que chorreaban grasa, y mandatos, imprecaciones, dones y sentencias, que un amanuense transcribía a papeles sucios, para que en una noche de domingo, por segunda vez en doce meses, pusieran de rodillas al invasor y arrastraran sus banderas por las calles de una aldea réproba, inmunda y pretenciosa.

Álzaga, que repartía mandatos, imprecaciones, dones y sentencias, mira a Castelli, los ojos como piedras lavadas por la sal y la niebla del mar, y le pregunta si está informado de la etimología vasca de la palabra Álzaga. Castelli, el pelo y la capa, que aún no olía a bosta y sangre, mojados por la lluvia de una infundada noche de julio, responde. No lo sé, señor. Mi padre, señor, nació en una ciudad edificada sobre el agua. Álzaga mira al tipo enjuto, mojados pelo y capa por la lluvia que caía sobre Buenos Aires en una infundada noche de julio, y que dice, sin sonreír, que Venecia es una ciudad construida sobre el agua, y en cuyos mercados y canales y puentes y palacios se vende la alegría de vivir. Álzaga escucha eso, de pie detrás de la larga mesa, el cuerpo flaco y duro como el granito, y mira al tipo que lo dice, y le tiende, distante e inescrutable, una jarra de vino.

Álzaga, de pie detrás de la larga mesa, dice que la traducción castellana de Álzaga es abisal, árbol de tronco limpio, madera muy dura y algo amarillenta, que crece en terrenos aguanosos. De la familia del abedul, del aliso, doctor Castelli. Su corteza, o las hojas de su copa, son un remedio eficaz, se cree, contra la rabia. La madera, muy dura, doctor Castelli, muy dura, la usan los artesanos para diseñar instrumentos musicales: eso, sólo a los tontos, le sonaría paradójico. Castelli, mojados el pelo y la capa que aún no olía a bosta y sangre, sin mirar a Álzaga, de pie detrás de la larga mesa, en la sala de la que partían, con papeles sucios en las manos, ricos, esclavos, jefes, soldados, mensajeros extenuados y centinelas vociferantes, murmura: Algunos apellidos no son casuales: ¿eso quiere decirme, señor?

Eso, doctor Castelli. ¿Leyó, doctor Castelli, el Cantar de Mío Cid? Castelli, que mira a Álzaga, de pie detrás de la larga mesa, el cuerpo flaco y como de granito, y en la mesa, la jarra de vino y el vino que no tomó, los sables, las empanadas que chorrean grasa, los papeles sucios en los que un amanuense transcribe mandatos, imprecaciones y sentencias, dice: Leo un libro interminable: el Quijote.

¿Ese manual que enseña cómo perder el tiempo de la manera más estúpida posible?, pregunta Álzaga, y la grieta opaca que se abre en su cara inescrutable y empecinada es como una sonrisa. Lea, doctor Castelli, el Cantar de Mío Cid: Los españoles son buenos vasallos cuando tienen un buen señor. Y lo tendrán, doctor Castelli. Un señor de la vida y de la muerte. Avísele a sus amigos. Dígales que ellos y usted están empiojados. Que la ideología luterana de igualdad, libertad y fraternidad la inspira El Maligno… ¿De qué se ríe, doctor? ¿De que mencione al Maligno? ¿De que Álzaga se parezca a esas viejas brujas a las que no se les va El Maligno de la boca? Los buenos vasallos entenderán a su señor cuando les hable de El Maligno. Álzaga es madera dura y se hará entender. Créame: cuando un palo duro cae sobre el lomo de la gente, la gente come mierda y besa la mano que maneja el palo. El Maligno existe y sopla vientos de peste. Los sopla en París, en España, en Europa. Y los sopla aquí, en estas tierras, para probar el temple de los soldados de Dios. Avise a sus amigos que el vino de los soldados de Dios es de buena cepa. Que no lo rechacen. Que se lo tomen. Que se lo tomen y llegarán a viejos.

Soy joven, dice Castelli, que nunca tuvo tanto frío como en esa infundada noche de julio. La familia de mi padre nació en Venecia, una ciudad en cuyos mercados se vende la alegría de vivir, la luz mediterránea que consoló al penoso Ulises, y los tallarines que Marco Polo trajo de la China.

Buenos Aires tiene más locos de los que necesita, dice Álzaga, los ojos como piedras lavadas por la sal y la niebla del mar. Dígale eso a sus amigos.