XVII

Castelli, que no tiene apuro, a caballo, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre, entra a Buenos Aires, en una fría mañana de julio.

El carnaval, si ocurrió, ocurrió hace miles de años, escribe Castelli, el cigarro en la boca que apesta, la letra apretada y aún firme, y las palabras, que la letra apretada y aún firme traza, que se depositan ahí, en una hoja de cuaderno, que no transmiten la airada crepitación de aquel verano; ni, tampoco, la libertad ni la ruptura con algo, fuere lo que fuere ese algo, que crepitaban en las tardes y en las noches de aquel verano. Castelli escribe, el cigarro en la boca que apesta, el Carnaval, si ocurrió, ocurrió hace miles de años, porque las palabras, las que su letra apretada y aún firme puede trazar en una hoja de cuaderno, traicionan al recuerdo. Y si el recuerdo se traiciona a sí mismo, la escritura traiciona al recuerdo, escribe Castelli, el cigarro en la boca que apesta.

Castelli entra, ahora, a una ciudad de viudas y mutilados, comerciantes y patrones de vacas, a una ciudad saqueada por la guerra. Castelli, que no tiene apuro, entra, ahora, a una ciudad en la que vive Doña Irene Orellano Stark, que retornó del Norte, de feudos alhajados de plata y obstinación, servida por el indio Joaquín, que cría pájaros y grita, como le enseñaron los capataces españoles de las minas, guardia guardia, con la voz ahuecada de un guacamayo.

Castelli baja del caballo en la cuadra del Reloj, y golpea en la puerta, alta y estrecha, de hierro y madera dura y nudosa, de la casa de Doña Irene Orellano Stark. Castelli, que no tiene apuro, espera, en la mañana fría de julio, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre.

Castelli que no tiene apuro, escribirá, esa noche, que vio a sus jueces orar al Eterno Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y flagelarse, crucificados, y morder el polvo de una ciudad de piedra, que no es Jerusalén, confortados por el obispo Lasanta y su clerecía, y se preguntará, esa noche, con una escritura apretada y aún firme sobre las hojas en blanco de un cuaderno de tapas rojas, qué bocas besan las bocas rayadas por el freno de hierro, y qué exorcismos se montan en las casas porteñas de los que, en el Norte, flagelados, oran a la Santísima Trinidad, confortados por el obispo Lasanta y su clerecía, por los mismos que urgieron le cortaran las manos y la cabeza al representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, y se diseminaran, por pueblos y ciudades, manos y cabeza del reo y subversivo del orden público, y se cocinara a fuego lento lo que quedara del reo y subversivo del orden público.

Castelli, de pie, ahora, frente a una puerta alta y estrecha, en la calle del Reloj, escribirá que, en el Norte, reencontró a Doña Irene Orellano Stark, en una vasta casa, con colgaduras de damasco y oro, capilla propia, y símbolos de un poder —grillos y cadenas, un tráfico de cincuenta mil mulas al año, y mil o dos mil carretas, vaya uno a saber, a nombre de las familias que dictan la ley, y el despiadado aborrecimiento por el indio y el mestizo— que la Primera Junta y su ejército no supieron doblegar.

O respetaron, escribe Castelli, en un cuaderno de tapas rojas, de regreso a la pieza sin ventanas, un cigarro en los labios, el tablero de ajedrez y las piezas de peltre, desplegadas en el tablero de ajedrez, en el catre de soldado. Nadie escribe sobre esas casas, esas mujeres, ese comercio. Se escribe La Representación de los Hacendados, mi primo Belgrano escribe endechas económicas, se escriben poemas a las niñas de buenas familias, antes de que les nazca el primer hijo, pero nadie escribe sobre esas casas, esas mujeres, ese comercio. En esas casas, de las que no se escribe, los hombres que se rayan la boca con un freno de hierro, introducen sus miembros en un agujero tibio y húmedo y, a veces, infernal. En esas casas, y en sus galpones, hundí en ese, a veces, infernal y pegajoso agujero, mi miembro, y lo hundió mi primo, el doctor Belgrano, y lo hundieron los paisanos, los soldados, y los señores Osuna, Mendizábal, Narvaja, Escalante, Tagle, Tellechea, Lezica, Álzaga, que pagaron las más bellas misas que esta ciudad recuerde, si algo recuerda. Un país de revolucionarios sin revolución se lee en aquello que no se escribe.

(Una pulsera de plata brillaba en el tobillo izquierdo de Irene Orellano Stark. Y quizá en el derecho. El representante de la Primera Junta en el ejército que marchó hacia el Norte, para liberar a los pueblos y enarbolar, por donde fuese, la bandera de la igualdad, no alcanzó a ver las pulseras en los tobillos de Irene Orellano Stark; o las imaginó, joven como era y apurado como estaba. Juan José Castelli chupó plata en la punta olorosa de las tetas que se erguían en la helada noche altoperuana, duras y opulentas las tetas bajo el techo de la vasta casa con colgaduras de damasco y oro, capilla propia, grillos y cadenas, esos no abolidos símbolos del poder, que él contempló sin apuro, joven como era, antes de que llegase la helada noche altoperuana. Él, a quien llamaban, aún, el orador de la Revolución, contempló, en silencio, esos no abolidos símbolos del poder. Eso hizo él, bajo el techo de una vasta casa con colgaduras de damasco y oro, antes de que llegase, a la vasta casa con colgaduras de damasco y oro, la helada noche altoperuana. ¿Chupó, el doctor Juan José Castelli, en los botones de plata, sudor y sangre y silencio y muerte en los socavones de las minas, vidamuerte vertiginosa, fugaz como las lluvias de verano? La vida es corta para leer lo escrito y actuado en la materia. Mal sistema, se quejaba el representante de la Primera Junta en el ejército del Norte, en una larga nota, la letra apretada y firme, a la Primera Junta. Y, ahora, solo, en una pieza sin ventanas, reescribe esa línea, los labios cerrados sobre un cigarro que se apaga).

La puerta, alta y estrecha, se abre, y Doña Irene Orellano Stark sonríe, desde un pasillo oscuro, a la fría mañana de julio, a Castelli, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre, parado en esa vereda de la calle del Reloj, y a la humillación que le inferirá, que saboreó, noche a noche, atendida por el indio Joaquín, en la cama a la que él, Castelli, trepó una tarde de Carnaval.

Castelli, en una sala donde bailó, no recuerda cuándo, un minué con Irene Orellano Stark, extrae, de uno de los bolsillos de su chaqueta, un papel doblado. Y lo despliega. Irene Orellano Stark, que sonríe, busca papel, pluma y tinta, en una repisa colmada de frascos de perfume y abanicos, alfileres, peines y collares.

¿Dónde está Belén?, escribe Castelli en la hoja de papel que le alcanzó Irene Orellano Stark, que no deja de sonreír, el cuerpo macizo y como compensado por una sabia paciencia, el cuerpo macizo vistiendo y calzando la ropa y el calzado que ornamentan —eso mira Castelli— una larga, una sabia paciencia.

Sonríe Irene Orellano Stark, de pie frente a lo que es, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre, Juan José Castelli o, quizá, la representación de lo que fue, corroída por el soplo glacial que sube de las encías tumefactas a los ojos que no parpadean, vacíos, desteñidos, y que ahueca, en los ojos vacíos, desteñidos, el reflejo de la sonrisa de Irene Orellano Stark.

En esa sala atiborrada de almohadones, terciopelos, frascos de perfume, candelabros, abanicos, fuentes de plata, alfileres, peines, abalorios, Juan José Castelli, los ojos vacíos y desteñidos, traga hilos de saliva: el corto muñón purulento que es su lengua empuja hilos de saliva hacia abajo, hacia el vientre y los riñones, y más abajo todavía. Castelli, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre, los ojos vacíos y desteñidos de los que se borra la sonrisa sigilosa de la mujer que habla, escucha a la mujer que habla. La mujer que habla ciñe su cuerpo y sus tetas con un vestido que reverencia la salud de un cuerpo y de unas tetas que él chupó y estrujó en una inadmisible noche altoperuana o, tal vez, en una irrisoria tarde de Carnaval. Y Castelli, los ojos desteñidos y vacíos, que escucha a la mujer que habla, aquieta, bajo el paladar, el muñón de la lengua. Se le extingue, a Castelli, la combustión lenta y pálida, que no puede designar con palabra alguna, que fulguraba dentro de su cuerpo, como fulguró cuando deshizo, de un revés, el mazo de naipes que un soldado español, alto, rígido y envejecido, abría, en abanico, para leer la cuantía de su exilio. Entonces, Castelli, aquieta el muñón de la lengua, y el muñón de la lengua se le encoge, como si los dedos del doctor Cufré, rápidos y precisos, volvieran a introducirse en su boca, cerrados sobre algo que brilla, y emergieran de ella, de ese agujero negro que era su boca, enarbolando un pedazo de carne amoratada y putrefacta que aún se contorsionaba.

Castelli, los ojos vacíos y desteñidos, aquieta, bajo el paladar, el muñón de la lengua. Y su cuerpo que estalla, silencioso, como un agujero negro en la luz y el silencio eternos del universo, implora unas malditas gotas de láudano. (¿Fue así Castelli?, escribe Castelli, la letra apretada y aún firme, los labios cerrados sobre la punta del cigarro que humea, en una pieza sin ventanas).

Castelli, que escucha el parloteo de Irene Orellano Stark, que escucha el sonido ondulante que, al parlotear, expelen los labios de Irene Orellano Stark, junta hilos de saliva en la boca que se le pudre. Y Castelli, que junta hilos de saliva en la boca que se le pudre, levanta, entre su boca que se pudre, y la boca de Irene Orellano Stark, que expele un sonido ondulante y perfumado, el papel en el que se lee ¿Dónde está Belén?

Irene Orellano Stark, cuyo cuerpo y cuyas tetas recuerdan una inadmisible noche altoperuana y una tarde porteña de Carnaval, las humillaciones que cuerpo y tetas gozaron y a las que se sometieron en una inadmisible noche altoperuana y en una tarde porteña de Carnaval mira el papel en el que se lee ¿Dónde está Belén?, y ríe, en la todavía fría mañana de julio, y la risa es perfumada y ondulante, y dice que vendió a Belén a un precio que está lejos, muy lejos de resarcirla de lo que invirtió en esa mulata descarriada. E insoportable. Y presumida. Y dice que vendió a la impertinente mulata a un precio que desanimaría a cualquier persona honorable que deseara recuperar, en un plazo prudencial, lo que invirtió en educar, vestir y alimentar a un lote de negros sucios y enfermos, subastados al mejor postor por la Compagnie de Guinée. Y los Orellano Stark, como bien lo sabe el doctor Castelli —dice la señora Irene Orellano Stark, que alisa, con sus manos, los pliegues que la risa levantó en el vestido que ciñe su cuerpo macizo—, prefirieron el trato elegante de los empleados de la Compagnie de Guinée a la hosquedad brutal de los sajones de la South Sea Company, y compraron un lote de negros sucios y enfermos, y lo educaron, vistieron y alimentaron. Y le enseñaron el español, y le pulieron la dicción que, como bien lo sabrá el doctor Castelli, es una tarea que pondría a prueba la paciencia de un santo. De allí, de ese lote de negros sucios y enfermos, al que la familia Orellano Stark educó, vistió y alimentó, y apartó, hasta donde pudo, de ritos horrendos y africanos, salió la réproba. Odio, usted lo sabe bien, doctor Castelli, los detalles promiscuos. No voy a enumerar, tampoco, los desvelos de la familia Orellano Stark por inculcar lealtad y mansedumbre a alguien que nació insolente y presumida. Y debo decirle, doctor Castelli, ya que la ocasión se presenta, que sus antiguos compañeros, a los que Dios iluminó, escribieron que la insolencia, la fatuidad y los desplantes del populacho, aquí, en Buenos Aires, y en todo el virreinato, fueron alimentados por los discursos de demócratas furiosos, hambrientos de sangre y pillaje. Déjeme preguntarle, entonces, doctor Castelli: ¿no vale eso para la innombrable?

Castelli, que junta hilos de saliva en su boca tumefacta, el muñón de la lengua inmóvil bajo el paladar, no se pregunta en qué tertulia, recepción, sala atiborrada de terciopelos, almohadones, candelabros, grillos y cadenas, qué lenguas deslizaron, untuosas, vengativas, lánguidas, despechadas, crueles, en los oídos de la señora Irene Orellano Stark, la imagen de demócratas furiosos; hambrientos de sangre y pillaje. Castelli dobla, con cuidado, con ceremoniosa serenidad, con un esmero que se demora, el papel en el que se lee ¿Dónde está Belén?

Castelli, el papel doblado en el que se lee ¿Dónde está Belén?, en un bolsillo de su chaqueta, transcribe, a un cuaderno de tapas rojas, en la noche de esa fría mañana de julio, las amargas líneas, traducidas por Agrelo del francés, que predecían el destino de aquello que intentaron los demócratas furiosos, hambrientos de sangre y pillaje. ¿Qué da la revolución a los desheredados? Después de haber alcanzado, en un principio, ciertos éxitos, el movimiento revolucionario resulta, a la postre, vencido; le faltan, siempre, conocimientos, habilidad, medios, armas, jefes, un plan de acción fijo, y cae indefenso, ante los conspiradores, que disponen de experiencia, habilidad y astucia.

Castelli, que guarda, en un bolsillo de su chaqueta, el papel en el que se lee ¿Dónde está Belén?, escucha el parloteo de Irene Orellano Stark. Castelli, la cabeza caída sobre el pecho, escucha el parloteo de Irene Orellano Stark. Escucha que la indecorosa mulata mezcló bosta de gato con leche de virgen y esencia de azahar, y que le sirvió, a su dueña, de postre, el satánico menjunje, para que su dueña envejeciera, y se arrugara, y se le cayera el pelo. Y que, descubierta la felonía, ella, Irene Orellano Stark, ordenó que quitaran a la mulata el vestido que tapaba sus vergüenzas, y los mamarrachos que le colgaban del cuello, y que la azotaran, ahí, ahí donde usted está parado.

Castelli, mirándose escribir, palpa, en un bolsillo de su chaqueta, el papel doblado en el que se lee ¿Dónde está Belén?, y anota que Irene Orellano Stark es, en la cama, perfecta; en política, irremediablemente estúpida. La perfección y la estupidez de la señora Irene Orellano Stark no son un consuelo para nadie, Castelli. Tache, entonces, esas líneas. Castelli, que junta hilos de saliva en su boca entumecida, escucha que Irene Orellano Stark nunca le dirá quién compró a la desagradecida ni a dónde fue llevada, así me lo pida de rodillas. ¿Me pediría, el doctor Castelli, de rodillas, que le diga quién compró a la bruja?

En la sala que se entibia, Irene Orellano Stark, que expele un parloteo ondulante, alza los brazos en el aire de la mañana de julio que se entibia, y cuenta los azotes que descargó en la vandálica mulata, en la bruja que le ofreció, de postre, un satánico menjunje para que envejeciera, arrugara y se le cayera el clítoris, como bien lo sabe el doctor Castelli.

Castelli detiene sus ojos vacíos y desteñidos en la suave, oscura pelusa que brilla, húmeda, sobre el labio superior de Irene Orellano Stark. ¿Y si pasara la lengua por esa humedad que brilla en la pelusa suave y oscura? Castelli aferra, en el aire entibiado de la sala, el brazo derecho de Irene Orellano Stark. Siente, en sus dedos flacos, el pulso vehemente de Irene Orellano Stark. Y ve que el estupor cercena la cháchara ondulante de Irene Orellano Stark; ve, a través del vestido que luce Irene Orellano Stark, la repentina tiesura de sus pezones. Castelli, los ojos vacíos y desteñidos, contempla, a la luz de la mañana de julio, la palma rosada de la mano derecha de Irene Orellano Stark, y sus dedos, tiesos como los pezones, enjoyados de anillos de oro y plata.

Castelli escupe, en la palma rosada y en los dedos tiesos y enjoyados, los hilos de saliva purulenta que juntó en la boca que se le pudre. Y antes de que alguien, sea quien sea, allí, en esa casa y fuera de ella, pudiera escuchar los gritos y los sollozos convulsos de Irene Orellano Stark, Castelli, los ojos desteñidos y vacíos, extinguida la combustión lenta y pálida que fulguraba dentro de su cuerpo, empuja la palma empastada con una flema amarillenta y pestilente, hacia la cara de la mujer que va a gritar, que se va a ahogar en espasmódicos sollozos que no amenguarán la palabra sacerdotal y, tampoco, las compresas frías.

Castelli sale de la casa, palmea el cuello del caballo, inquieto por el grito que viene de la casa, y lo monta, y mira la mañana de julio, el río y el cielo de julio, y echa, en la boca que escupió hilos de saliva purulenta, un chorro de opio y alcohol.