Castelli escribe que Moreno les dice a Pedro José Agrelo, a él, y a su primo, Manuel Belgrano, que visiten a Beresford, y lo tienten con una alianza entre ellos y Su Majestad Británica. Agrelo con una voz que podía anunciar el Apocalipsis o la condena a muerte de su madre, su amante, del enemigo, sin permitir que la duda o la desesperación le hiciesen decaer la voz o lo que sea que la voz dijese, preguntó quiénes eran ellos. Nosotros somos nadie, dijo Moreno, impávido, suavemente. La impávida cara lunar de Moreno no palideció ni se ruborizó, cuando dijo, suavemente, mientan. Somos nadie, y usted lo sabe, Agrelo. Entonces, mientan. Ofrézcanle al gringo un buen negocio. Inglaterra no nos necesita, dijo Agrelo, con una voz no corrompida por la fe o el descreimiento. Son comerciantes, dijo Moreno, impávido, suavemente. Belgrano y yo levantamos los ojos: la cara lunar de Moreno, blanca, picada de viruelas, fosforecía en la oscuridad del cuarto que nos encerraba a los cuatro, en los fondos de un café, una tarde de verano, los cuatro como diluidos en la oscuridad de la habitación, amortiguada la estridencia salvaje del Carnaval por la cortina de lona, pintada con brea, que crujía roída por los destellos del sol, echada sobre la única ventana de la habitación.
Tengo fe, dijo Moreno, suavemente, la cara que fosforecía. Creo en Dios, Agrelo: usted no. Pacto con el diablo: ¿usted no?
Agrelo tradujo las presentaciones, y William Carr Beresford dijo Caballeros, están en su casa: un rudo soldado inglés se complace en saludarlos, y su cara gorda se infló con una risa que le hizo toser, y se palmoteó las rodillas, y la tos y la risa le doblaron el cuerpo gordo y ágil de cuarentón, y Agrelo tradujo que el general Beresford se pregunta si es nuestro huésped o nuestro anfitrión.
Mi primo, Belgrano, que es un exquisito cultor de las buenas costumbres, palideció, y se sentó en una silla, y dijo: Dígale, Agrelo, que Buenos Aires se complace en castrar y colgar de sus árboles a los soldados rudos, por más hijos de puta que sean, incluidos los ingleses. Agrelo tradujo: Al doctor Belgrano le complace que el general Beresford, prisionero de la ciudad de Buenos Aires, conserve el humor. Beresford dejó de reír, y miró a mi primo, pálido, que aún murmuraba las palabras de la ofensa y los ojos de Beresford se helaron en la cara roja y gorda como un bofe, y dijo, Caballeros, seguramente escucharon hablar de Oliver Cromwell. Bien: él, un republicano de extendida y funesta fama —nada que los involucre, caballeros—, nos enseñó, a los soldados rudos, orar, mantener la pólvora seca, y que, al final del camino, puede aguardarnos la horca, el olvido o la gloria. ¿Whisky, señores?
Beresford se dirigió a un armario, tan ágil como uno puede pensar que lo es un rudo soldado británico, y nos sirvió whisky, y Agrelo dijo que el whisky es un linimento irlandés para mulos, y yo comencé a orar. Abundé en perífrasis: dije, ahora lo resumo, que nosotros, que habíamos derrotado a Inglaterra, pactaríamos con el mismísimo diablo —nada que involucre al señor general— para sacarnos a España de encima. Y que le ofrecíamos a Inglaterra un excelente mercado, y excelentes negocios, si Inglaterra se interponía entre España y nosotros.
Shit, mister Castelli, dijo Beresford, la cara roja como un bofe, los ojos claros que bajaban hacia su vaso vacío, y que, después, miraron a Agrelo, claros y duros, y Agrelo, de pie, con una voz que no pactaba con nadie; tradujo: Inteligente, muy inteligente, mister Castelli.
El gringo se sirvió whisky, y sin mirarnos, los ojos claros y duros en los pastos de la pampa sobre los que se ponía el sol, dijo: Ésta es una tierra fecunda como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio, poblada por gentes cautas y pacíficas y amables como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio al reino de Gran Bretaña… Caballeros, en mi bando del 27 de julio, ofrecí respetar la propiedad privada, los derechos, privilegios y costumbres de las personas decentes de Buenos Aires, y previne a los esclavos que SMB no los emanciparía y que debían obedecer a sus dueños. El 4 de agosto expedí un decreto por el cual declaraba libre el comercio en el Río de la Plata: sugería que el pueblo podría disfrutar de la producción de otros países a un precio moderado. Todo ello, y ustedes no lo ignoran, llevó al prior de la iglesia de Santo Domingo a consignar, desde su púlpito, en un español comprensible, tan comprensible, diría, como el de mister Agrelo, que el poder viene de Dios. E Inglaterra es el poder: no se me ocurre cómo decirlo de otro modo… Doctor Castelli: Inglaterra no renunciará a las dos perlas más hermosas de su corona: las colonias, no importan los efímeros traspiés que sufrió en su conquista, y Shakespeare. Never.
Agrelo, que interrumpía al sudoroso general con corteses Plis, mister Beresford, tradujo, de espaldas al sol que se ponía sobre los pastos de la pampa, y las vacas que rumiaban los pastos de la pampa, que los comerciantes de la provincia de Buenos Aires celebraron que Beresford redujese las tasas aduaneras; y maldecían en alcobas, cabildos, cafés, prostíbulos, y otros lugares tan respetables como ésos, las conspiraciones que hervían en los zaguanes de sus propias casas. Inglaterra, tradujo Agrelo, el linimento irlandés para mulos intacto en el vaso que sostenía en la mano derecha, renunciará a sus colonias, si Dios así lo dispone, pero no a Shakespeare.
God, dijo Beresford, Inglaterra es un imperio gracias a los niños que mueren en sus minas, y que mueren como moscas por caprichosos, necios o maleducados. Curiosamente, los negros y los indios también mueren como moscas en las minas de la América española. Son datos estadísticos. Originan, creo, algún comentario piadoso en los predicadores, y las blasfemias indecorosas de Bill Blake. Una misma ley para el león y para el buey es opresión, escribió Bill Blake. Bien: y si eso es verdad, ¿qué? Todos mueren: los niños blancos en las minas inglesas de carbón, hierro y plomo; los negros y los indios en las minas de plata y oro de la América española; los soldados; los poetas; los predicadores; el almirante Nelson; los reyes y sus vasallos; los ricos y sus pobres; los jacobinos y los chuanes; los revolucionarios y sus verdugos; los maestros y los alumnos. ¿Qué queda de los que mueren? ¿Quién recogerá el crujido de sus zapatos sobre la tierra? The wine of life is drawn, and the mere lees is left this vault to brag of.
¿Qué es lo que recita?, preguntó Belgrano, perplejo, socavadas, quizá, sus inflamaciones patrióticas por la percusión, como abstracta, como indemne a las devastaciones del tiempo, musical y tersa y todavía indevelable, que esa lengua extranjera dispersaba en una habitación de paredes de adobe, calcinada por el verano pampa. Dijo, tradujo, Agrelo, con una voz que desconocía la hesitación, el adjetivo impuntual las tediosas suntuosidades de la retórica, que los atardeceres de esta tierra, dulce como ninguna otra que haya conocido en veinticinco años de servicio, le evocan los prados, las rosas de Inglaterra, y los roast-beef de sus cenas; que estos atardeceres dulces, silenciosos y melancólicos, cubren sus ojos de lágrimas, su corazón de pena, y le aproximan las vejaciones de la ancianidad.
Beresford, que se paseaba por la pieza, una sombra ágil y gorda y paciente, a la espera de que Agrelo cesase de transmitirnos la difusa tristeza que una puesta de sol en la pampa despierta en el alma ruda de un soldado, se sirvió whisky en su vaso, y lo tomó, a grandes tragos, parado en la lechosa blancura que entraba por la puerta de la pieza, cerrados los ojos claros y duros en la cara roja y gorda como un bofe.
Nosotros —Agrelo, de pie, en algún lugar de la habitación que olía a sudor, polvo, pasto, a las emanaciones nocturnas de la tierra reseca por el verano pampa, Belgrano y yo— escuchamos el gorgoteo del alcohol en la garganta del rudo soldado, y, después, a Beresford, que chasqueaba la lengua. Los invito, caballeros, a compartir nuestro destino: súbditos del más grande imperio de la tierra, gozarán de sus libertades no escritas. Se les asegurará buenos leños para el hogar de sus chimeneas; podrán redactar sus memorias o, si les place, leer algún texto pecaminoso, sin temor a los excesos de la censura. Por la sangre y por el clima, ustedes son propensos a las aventuras galantes: se las comentará con discreción… Mis amigos opinan que mister Castelli es un hombre de grandes méritos. Bien: a los hombres de grandes méritos se les levanta estatuas, en las plazas de Londres.
¿Quiénes son ustedes, caballeros? ¿En nombre de qué, caballeros, invaden el retiro, temporalmente forzoso, de un rudo soldado, y le proponen tratos que avergonzarían a un salteador de caminos?, tradujo Agrelo, de pie en algún lugar de la habitación, su voz, inaccesible a la asepsia y la exaltación, una nota más alta que el zumbido de los insectos atrapados en la lechosa blancura que partía la habitación, en dos. Belgrano se levantó de su silla, y yo oí, vencido por el calor y el linimento irlandés para mulos, cómo manaba de su boca ese sombrío, desenfrenado resentimiento que el idioma español pone en la injuria, y a Agrelo, con esa voz que no pacta con nadie, Belgrano, cuide su corazón. Shit, tradujo Agrelo, la voz que no pactaba, siquiera, con su almohada.
God, repitió Beresford, y la risa y la tos doblaron su cuerpo gordo y ágil en la oscuridad pegajosa de la habitación.
Castelli escribe, con un pulso que todavía no tiembla, que galoparon, en silencio, de regreso a la ciudad. Moreno, que tenía fe, creía en Dios y pactaba con el Diablo, los esperaba en la larga noche de verano y Carnaval. Y Moreno, que nos esperaba en la larga noche de verano y Carnaval, dijo, odiándonos, odiando en nosotros la jugada perdida, que éramos nadie, y que, entonces, nada se había perdido. Eso es lo que repitió, infatigable y calmo, revestido de orgullo, odio e insoportable tenacidad. Eso es lo que repitió en la larga noche de verano y Carnaval, hasta que las palabras se consumieron, y no fueron palabras ni sonidos ni el eco de una remota desesperación que aún vaga por la memoria humana. Todo este maldito lío durará cien años, dijo Belgrano, como con asombro, como con alivio, como si se lo declarase inocente del Calvario de Cristo. Cien años: ¿qué son cien años? El tiempo de una siesta sudamericana: la risa de Agrelo estalló seca y contenida. A dormir, compañeros, que es bueno para la salud.
Castelli que no era, todavía, el orador de la Revolución, ni el representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, ni el hombre que, a las puertas de un tribunal, escuchó en los gritos de afrancesado jacobino impío su condena y su amarga victoria, ni la enjuta carne que se angosta sobre los huesos duros y apacigua la putrefacción de su lengua con leche de ángeles, buscó, aquella noche de verano y Carnaval, a Irene Orellano Stark. Encontró una perra.
Castelli, cuyo corazón era, todavía, docilísimo, hastiado de los fugaces espejismos que auspician los pactos con el Diablo, del verano pampa, de las efusiones poéticas de un rudo soldado extranjero, de los furiosos latidos de los tambores del Carnaval, hizo gemir a la perra. La faena no fue divertida, salvo para la perra. La perra, a la que hizo gemir, gozó.