XIII

Castelli lee en el periódico abierto sobre la mesa: Doña Irene Orellano Stark, que vive en la cuadra del Reloj, frente al río, vendió mulata joven.

Castelli, que aún lee en el periódico abierto sobre su mesa, que Doña Irene Orellano Stark vendió mulata joven, abre el cajón de su mesa, saca, del cajón de su mesa, dos hojas de papel en blanco y, en una de ellas escribe: PAPEL PLUMA TINTA. En la otra, SOY CASTELLI.

Castelli que guardó, dobladas, las dos hojas de papel en un bolsillo de su chaqueta, monta a caballo, la capa que huele a bosta y sangre envolviéndole el cuerpo. Se palpa el bolsillo de su chaqueta, antes de talonear al caballo: la hoja de papel en la que escribió, con letras mayúsculas, PAPEL PLUMA TINTA, y la hoja en la que escribió, con letras mayúsculas, SOY CASTELLI, están ahí, dobladas por separado, rozándose.

Castelli, que no tiene apuro, oye cómo se quiebra la escarcha bajo las patas del caballo. La mañana de julio es fría, y el viento, que llega del río, le moja la cara.

Castelli, las riendas flojas en las manos, no tiene apuro. Siente que el viento, que llega del río, le moja las mejillas, le atraviesa la flaca piel de las mejillas y, de a poco, le calma, en la boca, los chirridos punzantes que brotan de esa contusa brasa de carne que es su lengua.

El viento es mejor que el opio, piensa Castelli, que no tiene apuro, envuelto en una capa que huele a bosta y sangre. La combustión lenta y pálida de algo que no sabe qué es, dentro de su cuerpo, lo sostiene sobre la montura, inmune a las inclemencias y los halagos de lo que sea: el viento helado y la niebla que suben del río, la luz plomiza e inmóvil del cielo, los sueños y las cópulas que le depararán las inciertas noches a venir, el juicio de los otros, los ruegos secretos, las capitulaciones con las que quiso alejar, de su carne, a la muerte.

Suele ocurrir, piensa Castelli, que no conoce palabras para designar a esa combustión, lenta y pálida, que lo sostiene, sin apuros, sobre la montura del caballo. Ésta es la tercera vez que me ocurre, piensa Castelli, las riendas flojas en las manos.

La primera, recuerda Castelli, ocurrió cuando deshizo, con un revés displicente, el mazo de barajas españolas que un soldado, alto y rígido y envejecido, abría, como un abanico, sobre su mesa de juego, en una remota noche de mayo.

La segunda ocurrió después que el ejército del Alto Perú se desbandó por los desfiladeros, las pampas, las empinadas tierras que se asoman a las orillas del Desaguadero. También había niebla, frío y escarcha en esa mañana de junio. Castelli galopó, en esa interminable mañana de junio, indiferente al clamor de degüello que despedían los tambores de la tropa realista y a las campanas de las iglesias que, gozosas, llamaban a que él, Castelli —que ahora no tiene apuro—, y sus secuaces, que osaron liberar al indio de la esclavitud de la mita en minas, cañaverales, viñedos y tejedurías, fuesen empalados, descuartizados, y lo que quedase de los reos y subversivos del orden público, cortadas y distribuidas manos y cabezas por pueblos y ciudades, para regocijo de pueblos y ciudades, se lo cocinara a fuego lento. Castelli, en esa mañana interminable de junio, galopó en busca del desquite, indiferente al loco aullido de la turba, a las banderas negras que ondeaban sobre las cabezas de la turba, en las calles de piedra de Oruro o Potosí, a las plegarias de los propietarios de las minas, cañaverales y viñedos —a Castelli, que cree que formar repúblicas, organizar gobiernos, dar a los estados una nueva legislación, levantar ejércitos y disciplinarlos, es hacer caldos de jeringas y píldoras en la botica de su padre, agárrenlo, ahórquenlo, cómanlo vivo y chupen chicha sobre sus huesos—, indiferente a los gritos de muerte que cubrían, como una humareda, el cielo de esa interminable mañana de junio. Castelli vio a la turba, portadora de muerte, enardecida por las escenas de tortura y humillación que imaginaba, y las bocas negras de la turba, y el aullido obsceno que rajaba las bocas negras de la turba, las bocas negras y rajadas que esperaban carne para desgarrar, y chicha para una mañana de gloria. La vio venir, indiferente, envuelto en una capa que olía a la sangre, propia o ajena, que se derramó en esa mañana interminable de junio, y a la bosta de los caballos que le fusilaron en esa mañana interminable de junio. La vio venir y, como ausente, apuntó con su pistola, por encima de las orejas del caballo que montaba, en ese callejón de piedra alumbrado por una luz fría y como enferma. Y en esa mañana interminable de junio, mató. El hombre que corría al frente de la turba, con una lanza en las manos, una bandera negra flameando en la vara de la lanza, se detuvo, bajo la luz delgada y enferma del invierno, en ese callejón de Oruro o Potosí, laxa la tela negra de la bandera, y fosforescentes la calavera y las tibias estampadas en la laxa tela negra de la bandera, como si hubiese escuchado, entre la gozosa música de las campanas, entre los aullidos Viva la Religión y el Rey, las cuchilladas y las explosiones de la pólvora, una voz que lo llamaba. El hombre, detenido bajo la luz delgada y como enferma del invierno, por la voz que escuchaba, aflojó las manos agarrotadas en la vara de la lanza; y la tela negra de la bandera, con la calavera y las tibias que fosforecían, pendió laxa de la vara de la lanza. El hombre cayó, y Castelli alcanzó a ver el agujero que el plomo de su pistola abrió en la garganta del hombre, y vio el estupor que esa muerte infligía a la turba, el silencio que le imponía, y se vio, a sí mismo, como ausente, atravesar la turba enmudecida —quebrada la obscenidad de las escenas de tortura y humillación que la turba imaginó—, y galopar, en la mañana interminable, hasta que reunió a los suyos, hasta que esa combustión lenta y pálida se apagó en su cuerpo, hasta que recobró la palabra, y su palabra, si la dijo, recobró el énfasis y la convicción del poseído, y sus palabras, si las dijo, y sus ademanes, con el énfasis y la convicción del poseído, recobraron, para el desquite, para la guerra, más interminable aún que esa mañana de junio, a los voluntarios de Charcas y Chuquisaca.

¿Qué hizo, qué dijo, si dijo algo, en esa mañana de junio, para cortar la espantada de los voluntarios de Charcas y Chuquisaca, para cortar esa hemorragia de pánico que desorbitaba los ojos de los soldaditos porteños, blancos y morenos, tan jóvenes ellos, tan lejos de Buenos Aires, tan lejos del mujerío ante el cual lucieron, sobradores, los uniformes con los que fueron vestidos por la Primera Junta? ¿Se paró frente a los que se desbandaban, los puteó, carajeó, les invocó la madre y su condición de machos, la patria, los sagrados deberes del soldado, la misión que se les confió? ¿Clavó su espada en los que, en la espantada, volaban, casi, sobre la tierra de esa inclemente geografía? ¿O estiró las manos, callado, sin arenga alguna en la boca, y paró a los espantados, mostrándoles la cara y el cuerpo de un hombre que había llegado hasta allí para morir o matar, y al mostrarles el cuerpo y la cara de un hombre que llegó hasta allí, por una única vez, para implantar supresión de tributos, reparto de tierras, escuelas en los pueblos, o morir, los avergonzó, y devolvió, con las manos estiradas que paraban a los espantados, un brillo humano a los ojos de quienes, espantados, imploraban no quedar ensartados en una bayoneta goda, no consumir su juventud en las bóvedas carcelarias de El Callao, no ser entregados al garrote del verdugo?

Cuando la mañana, que parecía interminable, llegó a su fin, cuando el ejército, recuperado de la dispersión y el pánico por sus palabras, si las dijo, y sus ademanes de poseído, encendió las hogueras de la noche, él bajó del caballo y, envuelto en una capa que olía a sangre y bosta, se durmió.

Soñó que lo velaban. Su ataúd estaba vacío, y quienes lo velaban no sabían que el ataúd estaba vacío. Quienes lo velaban extendieron las manos, como si se juramentasen, sobre el ataúd vacío, e inclinaron las cabezas, de las que colgaban tules de luto, hacia la vaga luz esparcida sobre la tapa del ataúd vacío. Él abandonó a los que velaban un ataúd vacío y a la vaga luz esparcida sobre la tapa de un ataúd vacío, y caminó, por una pradera lisa y oscura e infinita, hacia el borde de la pradera lisa y oscura e infinita, hacia la esfera púrpura que se alzaba en el borde de la pradera lisa y oscura e infinita.