XI

Castelli, ¿qué soñaste?, le preguntó, anoche, María Rosa.

Castelli, boca arriba en la cama, abrió los ojos a la oscuridad del dormitorio, y llevó su mano, la que no escribe, hasta la entrepierna desnuda de María Rosa: La sintió húmeda y tibia.

¿Soñé?, preguntó Castelli, la mano que no escribe, húmeda y tibia, en el vientre desnudo de María Rosa, allí donde, para las yemas de los dedos, para la piel de la palma de la mano, todo era sumiso y previsto.

Hablaste. Hablaste mucho. María Rosa sonrió en la oscuridad.

Castelli pasó su lengua, herida, por la boca que habló: ¿Soñé? ¿Es verdad que hablé mucho?

Soñaste. Y hablaste mucho. Le recé a Santa Rita, Castelli, para que te cure. Y para que seas sólo mío, suspiró María Rosa.

Castelli, sobre ella, que se hundía en ella, se pasó la lengua, herida, por los labios.

¿Es verdad que soñé y que, en el sueño, hablé?

Hablaste, Castelli, hablaste, dijo, húmeda, la boca de María Rosa. Y te vas a curar.

¿Me voy a curar? La boca de Castelli besó los ojos de la mujer que, debajo de él, se movía, húmeda, cálida, sumisa, previsible, insaciable.

Te vas a curar, y a ser sólo mío, como ahora, dijo María Rosa, la voz pastosa, repentinamente inmóvil debajo de él.

¿Me voy a curar? La lengua le ardió, a Castelli, en la boca que olía a putrefacción.

Le hice una promesa a Santa Rita, dijo María Rosa, que se reía como se reía cuando terminaban de copular.

Castelli la abrazó, y ella, dormida casi, su lengua, ensalivada y quieta en la boca de él, murmuró, con la placidez irreductible de la hembra satisfecha:

Santa Rita es la patrona de los imposibles.