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Jugué P4R. Monteagudo jugó P4R. Jugué C3AR. Monteagudo jugó C3AD. El ajedrez, dijo Monteagudo, al mover su caballo, es un juego feudal. Oh, escribí en una hoja de papel. Escribí: Sírvale, Ángela, por favor, café al amigo Monteagudo: Y a mí, tráigame arroz con leche.

A5C. Monteagudo movió C3A, jugada cauta para un temperamento como el suyo, receloso y arrebatado. Noté que la fatiga lo abstraía a Monteagudo. Tomó su café y me leyó un artículo que firmó en La Gazeta.

El artículo reprocha a la Primera Junta y a uno de sus principales corifeos (elipsis que se presume elegante y que la prensa adoptó para señalar a Moreno), no haber equilibrado ardor con madurez, y sustituir designios de conciliación con las provincias por un plan de conquista. ¿Conciliación con quién, pensé, algo distraído, sin proponerme la distracción y el desencanto, quizá ya alojados en mí, por lo que escuchaba, mientras Monteagudo leía? ¿Con los dueños de estancias pobladas por diez, veinte, treinta mil cabezas de ganado, que sólo aceptan, como bueno, que llueva, que las tierras de pastoreo no se les inunden, que el sol salga y se ponga, y que sus impuestos no sobrepasen el valor de dos, tres o cuatro novillos, haya guerra o no, haya rey o no? ¿Con los paisanos que viven de la caza de la vaca, la caza más salvaje y menos riesgosa que nadie, en la tierra, haya imaginado? ¿Con los que sacan de arcas y bolsas de cuero recocido, monedas de plata y oro, ante la mirada estupefacta de los esclavos; y las ponen a secar al sol, para que el moho y la humedad no las ennegrezcan, montañas tintineantes de monedas que sus abuelos y sus padres juntaron para borrar un pasado de porquerizos en la España de Isabel La Católica? ¿Conciliación con las provincias, que no son nada sin sus propietarios, o con sus propietarios?

Al paso del ejército del Alto Perú por Salta —y eso lo vimos usted y yo, amigo Monteagudo: usted, tal vez, lo olvidó— se formó una tropa con paisanos voluntarios y la flor de los caballeros salteños. Esos caballeros salteños, y conspicuos patriotas, pagaron de su bolsillo al armamento de la tropa. Esos caballeros salteños —tal vez usted lo olvidó, amigo Monteagudo—, cada uno acompañado por su criado, para que le lustrara las botas y le limpiara las armas, y el jefe de esos caballeros salteños, con catorce esclavos a su servicio —personas, según el señor Mariano Moreno, porque eran blancas y vestían de frac o levita en sus salones y en los salones de sus amigos—, desfilaron por las quebradas de la muy noble provincia de Salta, patriotas e impacientes por heredar las plantaciones de azúcar y vid, los campos de trigo y las fábricas de sus padres. Y negociaron, a caballo, untuosos y febriles, con sus padres, la posesión de la heredad. O los asesinaron, cuando fue necesario, para persistir taimados y orgullosos como sus padres, desalojados sus padres de la posesión de la heredad, por la negociación o el asesinato, en comprar a dos pesos y vender a cuatro, así no queden, del país, más que cenizas. Jugué A5C. Monteagudo, C3A.

Monteagudo, por lo que escuché, justifica la expedición al Alto Perú: fue secretario de la representación de la Primera Junta en esa expedición. Ése es un olvido que, por ahora, no puede permitirse. (¿A qué consentimientos; a qué incesantes abluciones purificadoras se entrega un jacobino que pretende aniquilar su pasado, que se desprende de él, acongojado, avergonzado, como de una ropa vieja y pringosa que se pegó al cuerpo en un momento de desdicha?). Tache, Castelli, la pregunta que encerró entre paréntesis. Todavía no, escribe Castelli. ¿A quién alude, Castelli, con la pregunta encerrada entre paréntesis? Castelli no lo sabe, escribe Castelli. No lo sabe Castelli, ni el actor que representa a Castelli en el escenario silencioso de una habitación sin ventanas, ni el público que, silencioso, contempla al actor mudo que representa el papel de Castelli, en una habitación sin ventanas.

Monteagudo me preguntó qué opinaba del artículo. Jugué P3D. Y escribí: ¿Qué opina la policía de su artículo? No me interesa la opinión de la policía, dijo Monteagudo, si es que sé a quién se refiere. Y jugó P3D. Escribí oh. ¿Qué me quiere decir con ese oh? Y, por fin, Monteagudo sonrió. Es un hermoso muchacho cuando sonríe; lo vi sonreír muy pocas veces: ésta es una de ellas. ¿Más café?, escribí. No deseaba que se marchase, a pesar de su fatiga, de su desgano, de ese núcleo de hielo que guía sus actos, y que sus imprevistos arrebatos esconden, y que yo no alcanzaré a develar.

Pasé un buen día: la boca no me jodió. ¿Para qué privarme de la compañía de Monteagudo, que es uno de los nuestros —el único, tal vez— que golpea la puerta de esta pieza, una o dos tardes por semana, riéndose, él que no se ríe nunca, de los alcahuetes del poder que le insinúan que convendría a su seguridad y a su futuro espaciar las visitas a un leproso político? ¿Para qué escribí, entonces, que ardor y madurez se contradicen, y que la madurez crece cuando el ardor aprende? Escribí: Somos oradores sin fieles, ideólogos sin discípulos, predicadores en el desierto. No hay nada detrás de nosotros; nada, debajo de nosotros, que nos sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo todo: muertos con permiso. Aun así, elijamos las palabras que el desierto recibirá: no hay revolución sin revolucionarios. Jugué P3A.

Monteagudo se levantó de su silla, bordeó la mesa, por la derecha, leyó, por encima de mi hombro, lo que escribí. Volvió a sentarse, y me miró, pensativo. Jugó P3CR, y sus dedos acariciaron largamente la cabeza del peón. ¿Más café?, escribí. Y alcé la hoja de papel, para que Monteagudo leyera lo que escribí.

Sí, dijo Monteagudo, los ojos fijos en el tablero de ajedrez. Pídale, por favor, dos tazas a Ángela. La mía, sin azúcar, escribí.

Al rato, regresó Monteagudo. Ángela, que nos sirvió el café, me pasó los brazos por el cuello:

¿Está bien, padre?

Sí, Ángela. Muchas gracias, escribí en la hoja de papel. Y le besé las manos, entrelazadas sobre mi pecho. La boca no me jodía. Monteagudo acaba de irse. Transcribo al cuaderno lo que escribí, durante la tarde, en la hoja de papel.