Siento frío en los dientes. ¿Qué se enfría antes de que el cuerpo deje de ser el infierno privado que uno ama, no importa las abominaciones que, a uno, el cuerpo le impone? ¿La sangre? ¿Los pies?
Se me enfrían los dientes, coma lo que coma. Cago pus.
Voy a morir. Y no quiero. NO QUIERO MORIR, escribe Castelli con letras mayúsculas. No quiero, escribe Castelli, en una pieza sin ventanas, su cuerpo que dispara palabras contra la soledad que se termina.
Sálvenme, compañeros, escribe Castelli, solo en la penumbra de esa pieza en la que se encerró para no oír la risa de los que festejan su derrota. Compañeros, sálvenme.
¿Por qué yo?, escribe Castelli. ¿Por qué tan temprano? ¿Qué pago? Todos mueren: el rey y sus bufones, el amo y el esclavo: alguien dijo eso, borracho, una noche de verano. No así, escribe Castelli. No solo. No rendido aún a la fatiga de vivir. No objeto de la risa y la piedad de los otros.
No planté un árbol, no escribí un libro, escribe Castelli. Sólo hablé. ¿Dónde están mis palabras? No escribí un libro, no planté un árbol: sólo hablé. Y maté.
Castelli se pregunta dónde están sus palabras, qué quedó de ellas. La revolución —escribe Castelli, ahora, ahora que le falta tiempo para poner en orden sus papeles y responderse— se hace con palabras. Con muerte. Y se pierde con ellas.
No sé qué se hizo de mis palabras. Y yo, que maté, tengo miedo. Y no me respondí, escribe Castelli. Tengo miedo, escribe Castelli. Y escribe miedo con un pulso que no tiembla. Y esa palabra —miedo— no es nada, no habla, no es lágrima, no identifica, siquiera, ese líquido negro, viscoso, que le sube por el cuerpo, dentro del cuerpo; en esa ciudad que compra palabras y que las paga. Que las olvida.
Mírenme, escribe Castelli. Ustedes me cortaron la lengua. ¿Por qué? Ustedes tienen miedo a la palabra, escribe Castelli. Y ese miedo se los vi, a ustedes, en la cara. Lo vi en las caras de ustedes, y vi cómo se las retorcía, y cómo les retorcía las tripas.
Por qué escribe ustedes, escribe, ahora, un hombre al que llaman Castelli, y que gruñe como un chancho.
Un tiro, Castelli, un tiro en la boca que hiede. Abra el cajón de su mesa, Castelli, allí donde brilla, oscura, la pistola, debajo de la tinta, la pluma y las palabras que la pluma pone sobre el papel, tan mudas como su boca que hiede, y empúñela. ¿Por qué no recoge, Castelli, la pistola que brilla, oscura, en el cajón de su mesa, muda, ahora, como las palabras que pone sobre el papel, y la hunde en su boca, y aprieta el gatillo, y pone fin al tiempo que le falta y cierra la fuente negra y hedionda de las palabras, el pozo negro y hediondo que aún dicta las palabras que pone sobre el papel, las respuestas que nada responden, la podrida fuente del miedo?
La palabra miedo no dice nada de lo que yo veo. No es miedo la palabra.
Castelli mira cómo Castelli abre unos postigos de hierro para que vean los otros, ustedes, eso que se pudre y todavía tiembla y suplica. Abre su cuerpo en dos, con manos como garfios, abre postigos de hierro, y expone, mudo, lo que se pudre antes de que se le enfríen los dientes.
Aquí estoy, esperándote, dice Castelli con su boca muda, putrefacta. Y Castelli —escribe Castelli, una pistola en el cajón de su mesa, debajo de la tinta, la pluma y el papel en el que se amontonan las palabras que escribe—, Castelli invita a la muerte, desde la penumbra en la que escribe, y una sonrisa chirría en los dientes que se enfrían, a que avance, como él, sano y entero, vio avanzar a la infantería criolla en Suipacha, erguida o encorvada, las bayonetas en alto, los hombres de la infantería criolla —porteños, negros, mulatos, paisanos de la pampa, de las sierras cordobesas, de las quebradas de Jujuy y Salta y Tucumán—, encorvados o erguidos, con las manos que les sudaban apretando el hierro de los fusiles, con la mirada puesta más allá de los hierros de los fusiles y las bayonetas, con los ojos puestos en esa línea escarpada donde terminaba el sol, en esa sombra floja y ondulante que se recuesta al pie de la nieve pálida y dura de los cerros, y que grita, loca, desesperada, ¡Santiago! ¡Cierra España! ¡Mueran los herejes! Te llamé ahí, sano y entero, escribe Castelli. Y te llamo desde una pieza a oscuras, solo, sin banderas, sin palabras, sin los hierros que empujé a la victoria. Vení, escribe Castelli, en una ciudad de comerciantes, usureros, contrabandistas, frailes y puteríos, que lo dejó sólo, que acobardó a sus compañeros, que los exilió, que los maldijo.
(Compañeros, soy Castelli, escribe Castelli. No me dejen solo, compañeros, en esta pelea. ¿Dónde están, compañeros? ¿Dónde, que tengo tanto frío?).
Dicen que te llaman noche. Vení, noche, que aquí está Castelli. Vení, noche puta.
Castelli —escribe Castelli—, leé lo que escribís. Y no llorés. Tachá las líneas que escribiste entre paréntesis: deberías saber, ya, que estos tiempos no propician la lírica. Estás mudo en un pozo negro más fétido que tu boca. No, no es un pozo negro. Es el más grande quilombo que el mundo haya conocido nunca y al que bautizaron con el nombre de Buenos Aires. Basta, Castelli, escribe Castelli. La noche vendrá y el hombre mudo, que escribe exorcismos y que los sabe vanos, mira el trazo firme, apretado y claro de su escritura.
Voy a morir, escribe Castelli. Trago una cucharada de dulce de leche, escribe Castelli con la mano que alzó la cuchara cargada con dulce de leche. Y Castelli lee, en una letra apretada y firme, que traga, todavía, una cucharada de dulce de leche. Y que va a morir. Si Dios así lo dispone, escribe Castelli. Eso es lo que Castelli lee, en una escritura apretada y firme. ¿Y qué más lee Castelli en esa escritura apretada y firme, detrás de esa escritura apretada y firme, en los silencios de esa escritura apretada y firme? ¿Que a Castelli, cuando escribió Si Dios así lo dispone, una risa espasmódica, sigilosa y fría se le enroscó en las tripas y que el dulce de leche empastó la podredumbre que le roe la boca?
Uno no sabe cuándo va a morir; uno debe saber cómo va a morir. Leo lo que escribí. Mi letra es firme y apretada. Mi pulso no tiembla. No tiembla mi corazón. Eso es bueno. Eso está bien, doctor Juan José Castelli. Pero no olvide que su tiempo se termina, y que debe ordenar sus papeles. Escriba, el pulso firme y sin temblores, bajo una luz que se apaga. Escriba que no le importa cuándo llegará al fin del camino. Escriba que no le importa eso —saber cuándo llegará al fin del camino—, con una mano que no tiembla. Escriba que el actor no miente en el escenario, y que su pulso no tiembla.
Y en el escenario, cuya luz se extingue, el actor escribe: la revolución es un sueño eterno. Castelli escribe: es hora de comer mi ración de zapallo pisado.