VII

—Usted puede hablar —dice el doctor Cufré—. El arte de curar sabe poco del hombre y de sus males. El arte de curar sabe que el hombre es el signo abstracto de la salud y la fuente inagotable de la enfermedad. Eso sabe. Y es muy poco. Nada, casi.

El doctor Cufré es un hombre joven y alto, y algo impaciente. En Suipacha, Potosí y Huaqui extrajo plomo y metralla del cuerpo de porteños, negros e indios y, sin reparar en grados y apellidos, les cortaba los lamentos con una risa estrepitosa y salvaje: No se queje, paisano, que la patria lo premiará.

Pero sentado frente a Castelli, en una pieza sin ventanas, habla con una calma desesperada de la salud del hombre, de las penitencias que el hombre inflige a su cuerpo, y de la casi infinita ignorancia en el arte de curar.

—Fúmese un cigarro, doctor —escribe Castelli.

Cufré acerca la vela, gruesa, al centro de la mesa y lee, en un cuaderno abierto, la invitación de Castelli. Castelli abre un cajón de la mesa y empuja una caja chata hacia Cufré. Cufré levanta la tapa de la caja chata y saca un cigarro. Lo enciende en la llama de la vela.

—Usted puede hablar, doctor Castelli —y el humo del cigarro sube hasta el techo de la habitación en penumbras—. Como si estuviera ronco. O con dolor. O como si gruñera. Pero usted puede hablar.

—No —escribe Castelli.

Cufré, el cigarro entre los dientes, las manos que cortaron brazos y piernas en Suipacha, Potosí y Huaqui, aferradas al borde de la mesa, lee, en el cuaderno abierto, la letra apretada y firme de Castelli.

—Sí —y Cufré se levanta de su silla, y la sombra alta de Cufré quiebra la penumbra de la habitación.

—Para qué —escribe Castelli.

Cufré mira, en el catre de soldado, las treinta y dos piezas de ajedrez, y mueve, en el tablero, un peón blanco. P4R. Luego, lo vuelve a la línea de peones blancos. Mira, en su mano, el cigarro, y la brasa del cigarro, y pregunta:

—¿Me lo pregunta, doctor Castelli?

—Sí —escribe Castelli.

—Para no engañarse —dice Cufré.

—No me engaño —escribe Castelli—. Y no hablo.

—Buen cigarro —dice Cufré, de pie, las manos en la espalda, con la ociosa serenidad de un dandy.

—Cuba —escribe Castelli.

—¿Por qué no habla, doctor Castelli? —pregunta Cufré, que da la espalda al tablero de ajedrez, que moja, con la— lengua, la punta del cigarro, y que mira a Castelli.

—¿A quién hablar? —escribe Castelli—. ¿A quién es útil, hoy, la palabra de Castelli?

—No me lo pregunte a mí. Soy un cirujano. Y las almas no se operan —dice Cufré, el cigarro entre los dientes, como si, de pronto, le hastiaran sus propias palabras, la casi infinita ignorancia del arte de curar, la obstinación del hombre que, del otro lado de la mesa, escribe en un cuaderno abierto, la ira glacial que encierra la mudez del hombre sentado del otro lado de la mesa, y la sospecha de que el hombre sentado del otro lado de la mesa, que no tiene piedad de sí, se la exige a él, cuyo bisturí no opera almas.

—Tire la ceniza ahí, por favor —escribe Castelli, y desliza, en dirección a Cufré, una taza que contiene pequeños trozos de galleta ensopados en té con leche.

Cufré sonríe y golpea el cigarro en el borde de la taza que contiene pequeños trozos de galleta ensopados en té con leche.

—Habrá que operar —dice Cufré, calmo, sin aspereza, sin hastío, con una piedad casi tan infinita como la ignorancia en el arte de curar.

—De acuerdo —escribe Castelli.

—Si yo lo opero —dice Cufré—, le cortaré la lengua tan lejos como crea que el tumor haya llegado.

—De acuerdo —escribe Castelli—. ¿Y después?

—¿Quiere saberlo? —pregunta Cufré, calmo paciente, laxo, sentado frente a Castelli.

—Sí —escribe Castelli.

—Gruñirá y será difícil entenderlo —dice Cufré.

—Bien —escribe Castelli—. ¿Y después?

—Vivirá algún tiempo —dice Cufré, calmo, con la voz ganada por una paciente calidez.

—Dígame cuánto tiempo —escribe Castelli.

—¿Quiere saberlo? —pregunta Cufré.

—Soy Castelli —escribe Castelli.

—Oh, claro —dice Cufré, y ríe suavemente.

—Perdón —escribe Castelli—. Tengo que poner mis papeles en orden.

—Ponga sus papeles en orden lo más pronto que pueda —y Cufré, detestándose, detestando al hombre que lo escucha, impávido, del otro lado de la mesa, apaga la brasa de su cigarro en la taza que contiene pequeños trozos de galleta ensopados en té con leche.

Castelli deja la pluma sobre el cuaderno abierto y mueve la lengua, despacio, en la boca podrida, y la lengua choca contra el paladar, y Castelli se escucha hablar, escucha su voz —gangosa y torpe y lenta— que enlaza una palabra con otra:

—Créame, doctor Cufré: no hay dos Castelli.