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PREGUNTA: ¿Cómo son más conocidos Jorge, Ana, Julián, Tim y Dick?

RESPUESTA: Los Cinco.

Hay tres cosas que siempre había esperado que pasaran en la universidad. La primera era perder la virginidad, la segunda que me pidieran ser espía, y la tercera, participar en No hay más preguntas. La primera de ellas, la virginidad, se fue al traste dos semanas antes de marcharme de Southend, gracias a unos torpes toqueteos contra el contáiner de detrás de Littlewoods, por cortesía de Karen Armstrong. La verdad es que no hay gran cosa que decir sobre la experiencia; no se movió la tierra, aunque sí el contáiner. Después hubo cierto debate sobre si lo «habíamos hecho bien», lo cual indica un poco por dónde fueron los tiros en cuanto a mi asombrosa destreza y mis excepcionales artes amatorias. Esa noche memorable de verano, al volver a casa mientras degustábamos las heces poscoitales de una botella de Merrydown caliente, Karen no se cansaba de repetir: «No se lo digas a nadie, no se lo digas a nadie, no se lo digas a nadie», como si acabásemos de hacer algo horrible, tremendo. De alguna manera, supongo que sí.

En cuanto a la petición de espiar al servicio del Gobierno de Su Majestad la Reina, pues… Aunque dejásemos a un lado mis reservas ideológicas, estoy casi seguro de que para progresar como espía son bastante importantes los idiomas, y yo solo tengo el francés del graduado en secundaria. Es un sobresaliente, pero en términos de espionaje real la verdad es que limitaría mi espionaje a infiltrarme en una escuela primaria francesa, por ejemplo, o a lo sumo en una boulangerie. «Cobra Rojo, aquí Golondrina Oscura; tengo detalles del horario del autobús…»

Así que solo queda No hay más preguntas, y también he conseguido fastidiarlo. Esta noche es la primera reunión, y solo para que me inviten ya ha sido necesario recurrir a toda mi capacidad de persuasión. Patrick no contestaba a mis llamadas. Al final, cuando he logrado ponerme en contacto con él, me ha dicho que en el fondo no era necesaria la presencia del reserva, porque estaba bastante seguro de que no iban a atropellar a nadie. Aun así he insistido, hasta lograr que cediese; y es que, si no voy, no podré ver a Alice, a menos que empiece a rondar por las inmediaciones de su residencia.

Y no os creáis que no se me ha ocurrido, ¿eh? Hace seis días que nos conocimos y no la he vuelto a ver; y no será por no buscarla: cada vez que entro en la biblioteca, recorro maquinalmente todas las mesas, o merodeo sospechosamente en la sección de Teatro. Al ir al bar con Marcus y Josh, que —si no hay más remedio— me presentan a algún nuevo James, o Hugo, o Jeremy, miro la puerta por encima de sus hombros, por si entra ella. Ya entre clase y clase, estoy siempre al acecho, pero ni rastro de Alice, lo cual parece indicar que su experiencia universitaria está siendo muy distinta a la mía. A menos que salga con otro… Puede que ya se haya enamorado de algún cabrón guapo y con pómulos, un poeta nicaragüense en el exilio, o algo así, y que se haya pasado toda la semana en la cama, bebiendo vinos buenos y leyendo poesía en voz alta. No lo pienses. Llama otra vez al timbre.

A ver si Patrick me ha dado mal la dirección, adrede… Justo cuando estoy a punto de irme, le oigo trotar escaleras abajo.

—¡Hola! —digo, sonriendo mucho, cuando me abre la puerta.

—Hola, Brian —gruñe él, dirigiéndose al punto a la derecha de mi cabeza por el que muestra preferencia.

Yo lo sigo a su piso por la escalera de vecinos.

—¿Qué, esta noche vienen todos? —pregunto inocentemente.

—Creo que sí.

—¿Has hablado con todos?

—Ajá.

—O sea, que has hablado con Alice.

Se para en la escalera y se gira a mirarme.

—¿Por qué?

—No, nada, por curiosidad.

—No te preocupes, que Alice viene.

Vuelve a llevar su jersey oficial de la universidad, lo cual me extraña un poco; vaya, que si pusiera Yale, o Harvard, o algo así, lo entendería mejor, porque sería cuestión de moda, pero ¿qué sentido tiene pregonar que estás en la universidad a los que están contigo en ella? ¿Teme que crean que es un farsante?

Entramos en el piso, que es pequeño, sin nada especial. Recuerda un apartamento modelo del bloque comunista y huele a carne picada y cebolla.

—¡He comprado vino! —digo.

—Yo no bebo —dice él.

—Ah, vale.

—Supongo que te hará falta un sacacorchos. Creo que hay uno en algún sitio. ¿Quieres té, o prefieres empezar directamente con el alcohol?

—¡Un latigazo, por favor!

—Ya… Bueno, pues espérame aquí al fondo, que ahora mismo vuelvo. No fumarás, ¿verdad?

—No.

—Porque aquí está rigurosamente prohibido…

—Vale, pero es que no fumo…

—Bueno, bueno, es allá al fondo. ¡No toques nada!

Parece que Patrick, al ir a tercer curso, y tener padres con dinero —salta a la vista—, ha adoptado una especie de orden semiadulto en su vida: muebles de verdad, no institucionales —¡probablemente de su propiedad!—, un televisor, un vídeo y una sala de estar donde no hay cama, fogones ni ducha. De hecho, Patrick casi no tiene nada de estudiante; está todo en su sitio y hay un sitio para todo, como en la celda de un monje, o de un asesino en serie especialmente minucioso. Mientras él busca el sacacorchos, yo miro el salón. La única decoración está sobre el escritorio, en la pared: un póster de una playa, con huellas que desaparecen hacia la puesta de sol, y aquel poema sobre que Jesús siempre te acompaña; aunque no está de más señalar que si Jesús le hubiera acompañado el año pasado en los estudios de la tele, Patrick podría haber sacado más de sesenta y cinco puntos.

Llaman al timbre. Oigo que Patrick baja por la escalera y aprovecho para examinar su estantería: casi todo son manuales de economía, en perfecto orden alfabético, y una Biblia. Un anaquel de vídeos —Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores y Granujas a todo ritmo— revela el lado menos serio de Patrick Watts.

Al lado de los vídeos, sin embargo, hay unas veinte cintas VHS idénticas: todo un estante de vídeos caseros con etiquetas blancas bien alineadas en los lomos, e inmaculadamente escritas a máquina. Al acercarme para ver mejor, no puedo contener un grito. En las etiquetas pone:

Imagen

… y sigue: Keele contra Sussex, Manchester contra Sheffield, Open contra Edimburgo… Sobre las cintas hay una foto enmarcada, boca abajo. Empiezo a sentirme como la protagonista de Psicosis, Marion Crane. Aun así, la cojo y la miro: en efecto, es una foto de Patrick dando la mano a Bamber Gascoigne. De pronto sufro un espasmo de horror al comprender que es el santuario de Patrick, y que he penetrado sin saberlo en la guarida de un loco…

—¿Buscas algo, Brian?

Me giro, buscando un arma. Patrick está en la entrada; por encima de su hombro se asoma Lucy Chang, y por detrás del de ella, la mochila panda.

—¡Solo admiraba tu foto!

—Perfecto, pero ¿podrías dejarla exactamente donde estaba?

—Sí, sí, claro…

—Lucy, ¿té?

—Sí, sí, gracias.

Patrick me mira como diciendo fuera de ahí esas manos, antes de volver a la cocina. Lucy se sienta en la silla de respaldo duro del escritorio de Patrick, pero justo en el borde, para no aplastar el panda. Nos quedamos sentados en silencio, sonriéndonos. Ella, por alguna razón desconocida, suelta una risita nerviosa y musical. Es muy baja y muy pulcra, con una blusa muy limpia y bien planchada, abrochada hasta el último botón. No es que tenga mucha importancia, pero también es bastante atractiva, aunque el nacimiento de su pelo sea desconcertantemente bajo, como si descendiera por la frente para unirse a las cejas, deslizándose como una peluca.

Busco algo que decir, y se me ocurre el comentario de que, según el Libro Guinness de los Récords, Chang es oficialmente el apellido más frecuente del mundo; pero como supongo que ya lo sabe, opto por otra cosa.

—¡Oye, felicidades por la puntuación! ¡Ochenta y nueve puntos! ¡Espectacular!

—Ah, gracias. Felicidades a ti también por…

—¿Perder?

—Pues… ¡sí, supongo! —Otra risa, aguda y frágil—. ¡Felicidades por perder!

Yo también me río, por educación.

—Pero bueno, da igual —digo—. ¡Equivocarse otra vez, equivocarse mejor!

—Samuel Beckett, ¿no?

—Exacto —digo, estupefacto—. ¿Qué estudiabas, que ahora no me acuerdo?

—Ah, segundo de medicina —dice ella.

Dios mío, pienso, es un genio. Observo, francamente impresionado, cómo se desenreda de su mochila.

—Me gusta el panda —digo.

—Ah… ¡Gracias!

—¡Cómo se asoma por encima del hombro, el pequeñín! ¿O habría que decir «el beijeñing»?

Al ver por su expresión que no me entiende, añado una pregunta de finalidad aclaratoria.

—¿Te lo trajiste?

—¿Perdón?

—Que si te lo trajiste.

Pone cara de perplejidad.

—¿De mi residencia, te refieres?

Tengo la sensación de caerme.

—No, de tu… vaya, de donde eres.

—¡Ah, quieres decir de China! Porque es un panda, ¿no? Pues la verdad es que soy de Minneapolis, o sea, que no.

—Vale, pero ¿originariamente eres de…?

—Minneapolis.

—Pero tus padres son de…

—Minneapolis…

—Pero los padres de ellos son de…

—Minneapolis…

—Claro, claro, Minneapolis.

Me sonríe con una amabilidad absoluta y sincera, pese a mi evidente condición de basura ignorante y racista.

—¡De donde es Prince! —añado, enrollado.

—¡Exacto! De donde es Prince —dice ella—. Aunque no lo conozco.

—Ah —digo. Hago otro intento—. ¿Has visto Purple Rain?

—No —responde ella—. ¿Y tú? ¿Has. Visto. Purple Rain?

—Sí, dos veces —contesto.

—¿Y te gustó? —pregunta.

—La verdad es que no —contesto.

—¡Pero la viste dos veces!

—Ya, ya lo sé —digo; y añado con humor, imitando bastante bien el acento americano—: ¡Vete tú a saber!

Afortunadamente, justo entonces se abre la puerta. Es el grandullón de Colin Pagett, con cuatro botellas de Newcastle Brown y un cubo de cartón de Kentucky Fried Chicken. Patrick le hace pasar como un mayordomo haciendo entrar al deshollinador. En el silencio incómodo, dedico un momento a meditar sobre el complejo arte de la conversación. Obviamente, para mí lo ideal sería que cada mañana, al levantarme, me dieran una transcripción de todo lo que diré durante el día, para poder repasar y reescribir mis diálogos, borrando los comentarios fatuos y los chistes idiotas de mal gusto, pero está claro que no sería práctico, y la otra opción, la de no hablar nunca más, tampoco funcionaría.

Así que tal vez sea mejor ver la conversación como algo parecido a cruzar la calle: antes de abrir la boca, debería tomarme un momento para mirar a ambos lados y pensar a fondo lo que voy a decir. ¿Que eso implica que mi conversación se vuelva un poco lenta y forzada, como una conferencia telefónica? ¿Que implica quedarme un poco más de tiempo en la acera metafórica de la conversación, mirando a izquierda y derecha? Pues que lo implique, porque lo que está claro es que no puedo seguir metiéndome a ciegas entre los coches. No puede ser que me atropellen todo el rato así.

Por suerte, ahora mismo no hace falta dar conversación, porque, mientras esperamos a que llegue Alice, Patrick pone una de sus amadas cintas de vídeo —la gran final del año pasado— y asistimos otra vez a la victoria del equipo de Dundee, mientras Patrick murmura las respuestas y Colin se come su cubo de pollo. Durante un cuarto de hora, es lo único que se oye: a Colin chupando una pata de pollo y a Patrick mascullando como un demente sobre el brazo del sofá.

—… Kafka… Nitrógeno… 1956… El duodeno… Pregunta trampa, ninguna de las tres… C. P. E. Bach…

De vez en cuando meto yo cuchara con una respuesta, o lo hace Colin con la boca llena de carne marrón: Ravel, el Infierno de Dante, Rosa Luxemburgo, Veni, vidi, vinci… Aunque salta a la vista que Patrick está marcando territorio y enseñando quién manda, porque su voz se va haciendo más fuerte…

—… LOS MOODY BLUES… GOYA… FIEBRE TIFOIDEA. MARÍA… TODOS SON NÚMEROS PRIMOS

… y aunque a mí el programa no podría gustarme más, no puedo dejar de pensar que quizá las cosas estén llegando demasiado lejos…

—… RIN, RÓDANO, DANUBIO… MITOCONDRIAS… EL PÉNDULO DE FOUCAULT

¿Se lo ha aprendido de memoria? ¿Tenemos que creernos que no lo ha visto nunca antes, o que él todo esto lo sabe de por sí? ¿Y qué le parecerá todo esto a Lucy Chang? Al mirarla de soslayo, veo que tiene los ojos cerrados, como si contemplase el suelo, y me digo que quizá esté molesta, o incómoda, lo cual es comprensible, hasta que de repente me fijo en que le tiemblan un poco los hombros, y caigo en la cuenta de que está intentando no reírse…

—… ODA A UNA URNA GRIEGA… BO DIDDLEY… LA MASACRE DE SAN BARTOLOMÉ… EL BLOQUEO DE BERLÍN

… y justo cuando parece a punto de explotar, suena el timbre de abajo y Patrick sale, dejándonos con la mirada fija en la tele. Al final, quien habla primero es Colin, en voz baja, conspiratoria.

—¿Son imaginaciones mías o a este tío se le va la puta bola?

La aparición de Alice despeja considerablemente el ambiente. Llega sin aliento, envuelta en una bufanda, un abrigo y mitones de ante, nos sonríe y nos saluda a todos.

—¡Hola, Bri! —dice afectuosamente, con un pequeño guiño provocativo.

Patrick se desvive, el muy infeliz, pasándose las manos por el pelo beis de plástico, ofreciéndole su asiento y sirviéndole una copa del Cabernet Sauvignon búlgaro que he traído yo (con gran esfuerzo personal) como si fuera suyo.

—¿Te importa que fume? —pregunta ella.

—¡No, claro que no! —dice él, como si de repente fuera una idea fabulosa.

¿Cómo no se le había ocurrido? Busca con la mirada algo que pueda servir de cenicero, hasta que encuentra un portalápices pequeño con clips y lo vacía en la mesa con un abandono salvaje, punky.

Alice se encaja a mi lado en el sofá, empujando mi cadera con la suya. Patrick carraspea y se dirige al equipo.

—¡Bueno, pues ya estamos aquí! ¡Los Cuatro Fantásticos! Y este año sí que creo que tenemos algo especial…

Un momento… ¿Los Cuatro Fantásticos?

—Ahora os explico un poco cómo funciona…

Cuento a los presentes: uno, dos, tres…

—… la primera fase consiste en clasificarnos para el concurso que emiten por la tele…

¿Por qué no ha dicho Cinco Fantásticos? Tampoco le pasaría nada si dijera Cinco Fantásticos.

—Faltan dos semanas, y es informal, pero bastante difícil, así que si queremos salir en directo tendremos que rendir al máximo de nuestras facultades; o sea, que hasta entonces propongo que nos reunamos los cuatro aquí cada semana, a esta misma hora, para repasar una serie de preguntas que habré preparado previamente, y tal vez para ver un par de cintas, aunque sea para no perder la práctica…

Un momento… ¿Por qué no puedo venir yo? Tengo que venir; si no vengo, no podré ver a Alice. Levanto la mano para hacer una pregunta, pero Patrick está poniendo una cinta en el vídeo y no me ve. Carraspeo.

—Mmm… Patrick… —digo.

—Dime, Brian.

—¿Entonces no hace falta que venga?

—No, creo que no.

—¿Ni una vez?

—No.

—¿Y no te parecería buena idea…?

—Bueno, es que a ti solo te necesitaremos en caso de emergencia. Yo creo que es mejor que nos acostumbremos los cuatro a formar un equipo, teniendo en cuenta que somos el equipo, como bien sabes.

—¿O sea, que no me necesitáis?

—No.

—¿Ni siquiera para estar con vosotros y… observar, como quien dice?

—Pues no, Brian, la verdad es que no. —Pulsa el play del vídeo—. Bueno, esto es Leeds contra Birkbeck en los cuartos de final de hace dos años. Un encuentro francamente bueno…

Y mientras se acomoda en el sofá, con Alice encajada entre nosotros dos —mi cadera y la de ella muy pegadas—, trato de idear un plan con el que asesinar a Patrick Watts.