PREGUNTA: Si la incandescencia es luz emitida por una materia caliente, ¿cómo se llama la luz emitida por una materia relativamente fría?
RESPUESTA: Luminiscencia.
—¡Seguro que no me has reconocido sin mi collar de perro!
—¿Qué? Ah, no; al principio no —dice ella.
—Bueno… ¡Alice!
—Exacto.
—¿Como la del país de las maravillas?
—Ajá —dice, mirando anhelante la salida.
Estamos sentados en una mesita de mármol de Le Paris Match, un bar que se esfuerza mucho por parecer francés: sillas de madera «auténticas», ceniceros de Ricard, reproducciones de carteles de Toulouse-Lautrec y, en la carta, croque monsieur en vez de sándwich mixto. Está lleno de estudiantes con jerseys negros de cuello alto y 501s, que, enzarzados en profundas conversaciones, se ciernen sobre sus pommes frites y clavan en el aire sus pitillos con ganas de que fueran Gitanes en vez de Silk. Yo nunca he estado en Francia, pero ¿será realmente así?
—¿Te lo pusieron por eso, por Alicia en el país de las maravillas?
—Es lo que me han dicho. —Una pausa—. ¿Y tú? ¿Por qué te pusieron Gary?
Me lo pienso un momento, y hasta busco alguna anécdota interesante y divertida sobre la razón de que me llame Gary, pero acabo decidiendo que es mejor confesarlo.
—La verdad es que me llamo Brian.
—Ah, claro; perdona, quería decir Brian.
—No lo sé muy bien. Dudo que en literatura haya muchos Brians; ni Garys, la verdad. Bueno, sí, ¿no había un Gary en Los hermanos Karamazov? Gary, Keith y…
—¡… y Brian! ¡Brian Karamazov!
Se ríe, y yo también.
La verdad es que el día está saliendo más que bien, porque aparte de estar sentado con Alice Harbinson, riéndome de mi propio nombre, también disfruto del primer capuchino de mi vida. ¿En Francia toman capuchinos? Bueno, el caso es que no está mal; se parece un poco a los cafés con leche que hacen en el muelle de Southend a treinta y cinco peniques, con la diferencia de que en vez de una capa de glóbulos de café instantáneo sin disolver hay una especie de mantillo grisáceo, como de almizcle o de canela. Culpa mía; se me ha ido un poco la mano al pensar que era chocolate en polvo, y me ha salido algo que huele como a sobaco caliente y lechoso. De todos modos, supongo que los capuchinos se parecen al sexo, en el sentido de que probablemente lo disfrute mucho más la segunda vez; aunque, teniendo en cuenta que sale cada uno a ochenta y cinco peniques, no estoy muy seguro de que haya una segunda vez. Otra similitud con el sexo.
Ya estamos otra vez: sexo y dinero. Deja de pensar en sexo y dinero. Sobre todo en dinero, que es fatal: tienes delante a una mujer increíble, y lo único que se te ocurre pensar es en lo que vale una taza de café. Y en el sexo.
—Me muero de hambre —dice ella—. ¿Comemos algo? ¿Patatas fritas, o algo por el estilo?
—¡Perfecto! —digo yo. Miro la carta. ¿Una libra veinticinco por un mísero cuenco de patatas?—. Aunque la verdad es que yo no tengo mucha hambre. Pide tú algo.
Así que Alice hace señas al camarero, un tío flaco como un clavo, con tupé de Morrissey y pinta de estudiante, que se acerca y habla por encima de mi cabeza.
—¡Hola! —la saluda efusivamente.
—Hola, ¿qué tal? —dice ella.
—¿Yo? ¡Muy bien! Aunque preferiría estar en otra parte. ¡Turno doble!
—¡Vaya, pobrecito! —dice ella, y le frota el brazo, compasiva.
—¿Y tú qué tal? —dice él.
—¡Muy bien, gracias!
—No te molestes, pero hoy estás muy guapa.
—¡Pero qué dices! —dice Alice, tapándose la cara.
Zut alors.
—Bueno, ¿qué os traigo? —dice él, acordándose de para qué venía.
—¿Crees que nos podrías traer solo un cuenco de patatas fritas?
—Absolument! —dice el garçon.
Y se aleja más o menos prestamente hacia la cocina, para iniciar la preparación de las preciosas patatas con baño de oro.
—¿De qué lo conoces? —pregunto después de que se vaya.
—¿A quién, al camarero? De nada.
—Ah.
Nos quedamos en silencio. Yo bebo un poco de café, y con el dorso de la mano retiro el polvo de canela de los orificios nasales.
—¡Bueno, bueno! ¡No estaba seguro de que me reconocieras sin mi collar de perro!
—Ya lo has dicho.
—¿En serio? Sí, a veces me pasa; me hago un lío con lo que he dicho y lo que no, o me sorprendo diciendo en voz alta cosas que solo quería pensar; no sé si me entiendes…
—Te entiendo perfectamente —dice ella, cogiendo mi antebrazo—. Yo siempre me hago un lío, o digo cosas sin querer… —¡Qué mona! Está intentando encontrar puntos en común, aunque no me lo creo para nada—. Te juro que la mitad de las veces no sé lo que hago…
—Yo tampoco. Como lo del baile de ayer por la noche.
—Ah, sí… —dice ella, apretando los labios—. El baile…
—… sí, lo siento; es que estaba un poco borracho, si quieres que te diga la verdad.
—No, si lo hacías muy bien. ¡Bailas bien!
—¡Qué va! —digo yo—. ¡Mira, lo que me sorprende es que no intentasen meterme un lápiz entre los dientes!
Me mira, extrañada.
—¿Por qué?
—Pues… para que no me mordiese la lengua. —Sigue sin entenderlo—. Sí, como los… ¡epilépticos!
No dice nada; lo único que hace es beber más café. Dios mío, tal vez la haya ofendido… Tal vez conozca a algún epiléptico… ¡Tal vez en su familia haya epilépticos! O tal vez sea ella la epiléptica…
—¿No tienes calor, con esta chaqueta tan gruesa? —pregunta.
En ese momento vuelve el garçon con las patatas exquisitas: unas seis, dispuestas con arte en una huevera grande. Luego se queda cerca de la mesa, sonriendo mucho, pagado de sí mismo, e intenta reanudar la conversación, así que sigo hablando.
—Mira, a mí la vida, de momento, me ha enseñado dos cosas, la primera es a no bailar borracho.
—¿Y la segunda?
—A no intentar meter leche por una máquina de soda.
Alice se ríe. Reconociendo su derrota, el garçon se retira. Sigue, sigue, que no decaiga…
—… no sé qué me esperaba; creía que me saldría un refresco de leche alucinante, pero la leche con gas ya tiene un nombre… —(Pausa, sorbo)—. ¡Se llama yogur!
A veces me haría vomitar a mí mismo, de verdad que sí.
Seguimos hablando un poco más, mientras ella se come las patatas mojándolas en un pequeño cuenco de pyrex con kétchup. Es un poco como pasar una tarde en aquel café de «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» de T. S. Eliot, pero con la comida más cara. «¿Me atrevo a comerme un melocotón? No, a estos precios no…». Averiguo más cosas sobre Alice. Es hija única, como yo; según ella, está relacionado con las trompas de su madre, pero no está segura. No es que le importe ser hija única; lo que ocurre es que, por serlo, siempre ha sido muy de libros; fue a un internado, que políticamente no es que esté bien visto, ya se sabe, pero a ella le encantó, y fue delegada. Tiene una relación muy estrecha con su padre, que hace documentales de arte para la BBC, y en vacaciones le deja hacer prácticas. Ha coincidido muchas, muchas veces con Melvyn Bragg, el presentador de televisión, que parece que en carne y hueso es muy, pero que muy divertido, y la verdad es que bastante sexy. A su madre también la quiere, por supuesto, pero discuten mucho, probablemente porque se parecen demasiado; su madre trabaja a media jornada en TreeTops, una organización benéfica que construye casas en los árboles para niños desfavorecidos.
—¿No estarían mejor viviendo con sus padres? —digo.
—¿Qué?
—Bueno, no sé… Eso de que los niños vivan solos en los árboles… Debe de ser peligroso, ¿no?
—No, no, si no es que vivan en las casas de los árboles; es una actividad de vacaciones.
—Ah, ya… Ahora lo entiendo.
—¡La mayoría de los niños de familias desfavorecidas solo tienen un padre, y nunca se han ido de vacaciones en familia, nunca en la vida! —¡Dios mío, pero si está hablando de mí!—. Es genial, de verdad. Deberías venir el verano que viene, si no tienes nada que hacer.
Asiento con entusiasmo, sin estar muy seguro de si me propone ayudar o unas vacaciones.
A continuación, Alice me habla de sus vacaciones de verano, durante las que pasó unos días en los árboles, con los niños desfavorecidos (y seguro que nerviosos). El resto las pasó entre sus casas de Londres, Suffolk y la Dordoña, y actuando con su grupo de teatro en el festival de Edimburgo.
—¿Qué hacíais?
—La buena persona de Sezuan, de Bertolt Brecht.
Está bien claro el papel que hizo ella, ¿no? Es la típica ocasión para emplear la palabra «epónimo».
—¿Y quién interpretaba el papel epónimo…?
—Ah, yo misma —dice ella.
Pues claro.
—¿Y lo eras? —pregunto.
—¿El qué?
—Buena.
—Ah, pues no mucho, aunque parece que a The Scotsman le gustó. ¿Conoces la obra?
—Sí, muy bien —miento—. De hecho, el curso pasado, en mi instituto, montamos un Brecht, El círculo de tiza caucasiano… —Pausa, sorbo de capuchino—. Yo hacía de tiza.
Dios mío, creo que sí que vomitaré.
Ella, sin embargo, se ríe, y empieza a hablar sobre las exigencias de interpretar a la buena persona epónima de Brecht; yo aprovecho para examinarla por primera vez en estado de sobriedad, y sí que es guapa, sí: la primera mujer guapa de verdad que he visto, decididamente, dejando a un lado el arte renacentista y la tele. En el cole decían que Liza Chambers era guapa, pero en realidad querían decir que «estaba buena»; en cambio Alice lo es de verdad: una piel tersa, que no parece contener ni un solo poro, y que brilla con una especie de luminiscencia interna orgánica. ¿O habría que decir «fosforescencia»? ¿O «fluorescencia»? ¿En qué se diferencian? Ya lo buscaré. El caso es que o no va maquillada, o (más probablemente) lleva el maquillaje tan bien puesto que pasa desapercibido, porque no es posible que existan unas pestañas tan largas… Luego están los ojos: la palabra «marrón» no es del todo exacta; demasiado insulsa, parda. No se me ocurre ninguna mejor, pero son brillantes y sanos, y tan grandes que se ve todo el iris, moteado de verde. Tiene los labios carnosos, de color fresa, como Tess Derbyfield, pero una Tess feliz, equilibrada y realizada que hubiera descubierto que, gracias a Dios, sí era una D’Urberville. Lo mejor es que en el labio inferior tiene una cicatriz blanca muy pequeña, en relieve, supongo que de algún terrible accidente de infancia, mientras cogía moras. El pelo lo tiene de color de miel, ligeramente rizado, y retirado de la frente con un peinado cuyo nombre me imagino que será «un prerrafaelita». Parece… ¿Qué palabra sale en T. S. Eliot? Del Quattrocento. ¿O era Yeats? ¿Significa del siglo XIV o del XV? También lo buscaré al volver a casa. Nota para mí mismo: buscar «Quattrocento», «damasco», «pardo», «luminiscencia», «fosforescencia» y «fluorescencia».
Ahora habla de la fiesta de anoche, de lo espantosa que fue y de los chicos horribles que conoció: una pandilla de jugadores de rugby sin cuello, horteras y maleducados. Habla inclinada en la silla, enroscando en las patas unas piernas largas, y me toca el antebrazo para subrayar de vez en cuando un comentario, a la vez que me mira a los ojos como si me desafiase a apartar la vista; también tiene el tic de tocarse sus pequeños pendientes de plata, señal de atracción subconsciente por mí, o de leve infección de las perforaciones. Por mi parte, también ensayo algunas expresiones faciales y posturas nuevas, una de las cuales consiste en inclinarme y apoyar la barbilla en una mano, con los dedos delante de la boca y, de vez en cuando, acariciarme el mentón con aire de gran sabiduría. Con ello se cumplen varios objetivos: 1) parezco inmerso en profundas reflexiones; 2) es sensual; los dedos en los labios constituyen un indicio sexual clásico, y 3) también tapa los peores granos, los racimos rojos y abultados que rodean las comisuras de mis labios, haciendo que parezca que haya comido sopa.
Alice se pide otro capuchino. Me pregunto si también correrá de mi cuenta. Da igual. El casete de Stéphane Grappelli y Django Reinhardt está puesto en modo de reproducción continua; parece un moscardón en una ventana, zumba que te zumba, y yo estoy muy bien así, sentado y escuchando. Si algún defecto tiene Alice —minúsculo, obviamente— es que no se la ve especialmente curiosa por los demás; al menos por mí. No sabe de dónde soy, no me pregunta por mis padres, no sabe mi apellido y no estoy del todo seguro de que no siga pensando que me llamo Gary. De hecho, en todo el tiempo que llevamos aquí solo me ha hecho dos preguntas: «¿No tienes calor, con esta chaqueta tan gruesa?» y «sabes que es canela, ¿no?».
Debe de ser telepatía, porque de repente dice:
—Perdona, parece que solo hablo de mí. No te importa, ¿verdad?
—En absoluto.
Y no, en el fondo no me importa; me gusta estar aquí con ella, y que me vean en su compañía. Ahora que habla de una troupe circense búlgara con la que alucinó en el festival de Edimburgo, es buen momento para desconectar y calcular la cuenta. Tres capuchinos a ochenta y cinco peniques son dos libras con cincuenta y cinco, más las patatas, perdón, las pommes frites, a una con veinticinco —lo cual, dicho sea de paso, sale a unos dieciocho peniques por pomme frite—: total, veinticinco más cincuenta y cinco, igual a ochenta, tres libras con ochenta más la propina para el risitas, treinta, no, pongamos que cuarenta peniques; total, cuatro con veinte, y yo en el bolsillo llevo cinco con dieciocho, o sea, que con noventa y ocho peniques tendré que pasar hasta el lunes, día en que podré recoger el cheque de la beca. Pero qué guapa es, Dios mío… ¿Y si propone pagar a medias? ¿Acepto o no? Quiero que sepa que creo firmemente en la igualdad de sexos, pero no quiero que se piense que soy pobre, o tacaño, que es peor. Sin embargo, aunque pagásemos a medias, me seguirían quedando solo tres libras; tendré que pedirle a Josh que me devuelva las diez de mi madre hasta el lunes, lo cual implicará tener que hacerle de criado hasta las vacaciones de Navidad, sacarle brillo a sus protecciones de críquet y tostarle el pan, o algo por el estilo. Eh, un momento, que Alice me está haciendo una pregunta.
—¿Quieres otro capuchino?
¡NO!
—No, mejor que no —digo—. De hecho, tendríamos que volver para mirar los resultados. Voy a pedir la cuenta…
Me giro, buscando al camarero.
—Toma, que te doy dinero —dice ella, fingiendo llevarse la mano al bolso.
—No, que invito yo, de verdad…
—¿Seguro?
—Segurísimo, segurísimo —digo.
Dejo cuatro con veinte en la mesa de mármol, y me siento un ricachón.
A la salida de Le Paris Match me doy cuenta de que empieza a oscurecer. No era consciente de haber estado hablando tantas horas. Hasta se me ha olvidado un momento No hay más preguntas, pero ahora ya me acuerdo, y lo mío me cuesta no salir corriendo. En cambio Alice es de las que van despacio, así que volvemos tranquilamente al sindicato de estudiantes a la luz de una tarde de otoño.
—¿Y a ti quién te ha convencido? —dice ella.
—¿De qué? ¿Del No hay más…?
—¿Lo llamas así, No hay más…?
—Como todo el mundo, ¿no? Bueno, me pareció que podía ser gracioso —miento con indiferencia—. Además, como en casa solo somos mi madre y yo, no éramos suficientes para Ask The Family…
Me ha parecido que podría pillar la indirecta, pero no.
—A mí me han convencido las chicas de mi pasillo —se limita a decir Alice—. Era una apuesta, y a la hora de comer, después de un par de cervezas en el bar, me ha parecido buena idea. Además, yo quiero ser actriz, o salir en la tele, de presentadora o de algo, así que he creído que puede ser una buena manera de tener experiencia ante las cámaras; aunque ahora ya no estoy tan segura. No es que sea un trampolín muy evidente al estrellato de Hollywood, ¿verdad? No hay más preguntas… Si quieres que te diga la verdad, espero que me descalifiquen, para poder olvidarme de toda esta tontería.
Ojo con donde pisas, Alice Harbinson, que estás pisando mis sueños.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez dedicarte a la interpretación? —pregunta.
—¿Quién, yo? ¡No, qué va, si soy malísimo! —De pronto digo, como simple experimento—: Además, no me considero lo bastante guapo como para ser actor.
—¡Qué va, eso no es verdad! Hay muchos actores que no son guapos…
Supongo que lo tengo merecido.
Al acercarnos al tablón de anuncios contiguo a la puerta de la sala 6, es como si reviviera las notas del graduado en secundaria: una mezcla de serena confianza y nerviosismo en dosis justas, la conciencia de lo importante que es controlar la cara y no parecer demasiado satisfecho, ni demasiado chulo… Solo hay que sonreír, asentir como si no te sorprendiera e irte.
De camino al tablón, veo asomar el panda por encima del hombro de Lucy Chang, justo enfrente de los resultados de la prueba, y el ángulo de la cabeza de Lucy me dice que no son buenas noticias para ella. Se gira y se va, con una sonrisita encantadora de desilusión. Parece que Lucy no estará con nosotros en los estudios Granada Televisión; lástima, porque se la veía simpática. En el momento en que pasa a toda prisa, le sonrío, compasivo, y sigo hacia el tablón.
Miro el aviso.
Parpadeo y miro otra vez.
PRUEBAS PARA NO HAY MÁS PREGUNTAS
Los resultados de las pruebas de selección para No hay más preguntas de 1985 son los siguientes:
Lucy Chang - 89%
Colin Pagett - 72%
Alice Harbinson - 53%
Brian Jackson - 51%[3]
En consecuencia, el equipo de este año tendrá la siguiente composición: Patrick Watts, Lucy, Alice y Colin. El primer ensayo será el martes que viene. ¡Muchas felicidades a todos los participantes!
Patrick Watts
—¡Dios mío! No me lo puedo creer. ¡Estoy en el equipo! —grita Alice, dando brincos y estrujándome el brazo.
—¡Vaya! ¡Felicidades!
Encuentro en algún sitio una sonrisa y me la clavo en la cara.
—Oye, ¿te das cuenta de que si no me hubieras dado las respuestas estarías tú en el equipo? —grita ella.
Pues sí, Alice, me doy cuenta.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Nos vamos al bar y pillamos una buena cogorza? —pregunta; pero me he quedado sin dinero, y de repente ya no me apetece.
No me han elegido para el equipo. Llevo noventa y ocho peniques en el bolsillo y estoy perdidamente enamorado.
Perdida no, inútilmente.