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PREGUNTA: El libro IX de El preludio de Wordsworth contiene la siguiente exhortación: «Una bendición, aquel amanecer, era estar vivo…»

RESPUESTA: «… pero ser joven era el cielo mismo».

Como alba, esta se parece deprimentemente a las de siempre. Ni siquiera es el alba, sino las diez y veintiséis. Yo creía que el primer día me levantaría pletórico de salud, conocimientos y vigor académico, pero lo hago como de costumbre: con vergüenza, desprecio a mí mismo, náuseas y la vaga sensación de que no es necesario despertarse siempre así.

También estoy bastante indignado, porque se nota que ha entrado alguien en mi cuarto y, mientras dormía, me ha llenado la cabeza de fieltro y la ha emprendido a patadas con mi cráneo. Tras descubrir que me cuesta moverme, sigo un momento tumbado, contando las noches consecutivas en que me he acostado borracho hasta alcanzar un total aproximado de ciento tres. Sin mi última amigdalitis, habrían sido más. Me planteo la posibilidad de ser alcohólico. Me pasa de vez en cuando: tengo la necesidad de ponerme etiquetas. Me he preguntado varias veces en la vida si no seré gótico, homosexual, judío, católico o maníaco depresivo; si no seré adoptado, o tendré un agujero en el corazón, o la facultad de mover objetos; y la conclusión ha sido siempre negativa, la mayoría de las veces muy a mi pesar. La verdad es que no soy nada. Ni siquiera soy «huérfano», estrictamente hablando, aunque de momento lo más plausible es «alcohólico». ¿Hay algún otro calificativo para las personas que se acuestan borrachas cada noche? De todos modos, lo peor del mundo no sería el alcoholismo, ya que al menos la mitad de las personas que salen en las postales de encima de mi cabeza, las de la pared, son alcohólicas. Supongo que el truco es ser alcohólico, pero sin que afecte a tu conducta ni a tu rendimiento académico.

A menos que haya leído demasiadas novelas… En las novelas, los alcohólicos siempre son atractivos, y graciosos, y simpáticos, y complicados, como Sebastian Flyte o Abe North en Suave es la noche; y si beben, es a causa de una tristeza espiritual profunda y sin remedio, o por las graves secuelas de la Primera Guerra Mundial. Yo, en cambio, solo me emborracho porque tengo sed y me gusta el sabor de la cerveza, y porque soy demasiado tonto para saber parar. A fin de cuentas, no puedo culpar a las Malvinas.

Está claro que oler, huelo como un alcohólico. En menos de veinticuatro horas, la nueva habitación ya empieza a apestar. Es el «olor de chico» de mi madre, caliente y salado, como de debajo de un reloj de pulsera. ¿De dónde sale? ¿Lo llevo siempre encima? Al incorporarme, encuentro en el suelo mi camisa de anoche, que aún está empapada de sudor. Hasta mi cárdigan está húmedo. Acude fugazmente a mi cabeza un recuerdo borrado… algo sobre… ¿bailar? Me acuesto y me tapo la cabeza con el edredón.

Al final, lo que me obliga a levantarme es el futón. Parece que se haya compactado durante la noche, y ahora noto el frío y la dureza del suelo en mi columna vertebral. Es una sensación como de estar tumbado sobre una toalla grande y húmeda, que llevara una semana en una bolsa de plástico. Me siento en el borde, apoyando la cabeza en las rodillas, y busco mi cartera en los bolsillos. Está, pero lo preocupante es que solo contiene un billete de cinco y dieciocho céntimos en calderilla. Tiene que durarme hasta el lunes que viene: tres días. Pero ¿cuánta cerveza tomé ayer? ¡Ay, Dios mío, otra vez el recuerdo borrado que sube a la superficie como un pedo en la bañera! Yo, bailando. Recuerdo haber bailado en medio de un grupo de gente. Pero no, no puede ser; normalmente bailo como san Vito, y esa gente sonreía, aplaudía y gritaba…

De pronto, con terrible claridad, caigo en la cuenta de que los aplausos eran irónicos.

El edificio del sindicato de estudiantes es un bloque de cemento con manchas de humedad, ostentosamente feo, perdido como un diente cariado entre pulcros conjuntos de viviendas dieciochescas. Esta mañana no deja de entrar y salir gente por las puertas giratorias, a solas o en pequeños grupos de grandes amigos de un día, porque hoy acaba la Semana de Orientación y no hay clase hasta el lunes. En cambio, tenemos la ocasión de inscribirnos en las asociaciones, las «socs».

Yo lo hago en la de francés, la de cine, la de literatura y la de poesía, y en la redacción de las tres revistas estudiantiles: Scribbler, de orientación literaria, Tattle, irreverente y procaz, y By Lines, de izquierdas, seria y proselitista. También me apunto a la de fotografía («¡Apúntate, y a ver qué se revela!»), pese a no tener cámara, y me planteo formar parte de la feminista, pero al hacer cola ante su mesa soy blanco de la hostil mirada de una doble de Gertrude Stein, y empiezo a pensar que inscribirme en la FeministSoc podría ser algo excesivo. Es un error que ya cometí en el instituto, durante la excursión al Museo Victoria and Albert, al seguir un letrero donde ponía «Mujeres» con la idea de que sería una exposición sobre los cambios del papel femenino en la sociedad, y acabar en el lavabo de señoras. Al final decido saltarme la FeministSoc, porque, si bien apoyo con firmeza el movimiento de liberación de la mujer, no me fío del todo de no hacerlo para conocer a chicas.

Paso deprisa ante los jerseys sanotes y de color pastel de la BadmintonSoc, por si alguien descubre mi mentira, y saludo con la mano a Josh, que hace cola, rodeado de colegas, en la PijoCachasSoc, o como se llame: algo relacionado con el esquí, el alcohol, la persecución de las mujeres y las ideas políticas de extrema derecha.

También decido no apuntarme a la asociación teatral. Es, como la feminista, una muy buena manera de rodearse de chicas, pero la parte negativa es que acostumbra a ser una simple estratagema para hacerte actuar en una obra. Este curso montarán La tía de Carlos, la Antígona de Sófocles y Equus. Seguro que me darían el papel de miembro del coro griego —todos gritando a la vez tras máscaras de cartón piedra, y vistiendo sábanas destrozadas—, o de uno de los desgraciados de Equus que salen toda la función en leotardos, llevando una cabeza de caballo hecha con perchas. Pues nada, muchas gracias, pero no, gracias. Además, os informo de que en mi último año de instituto hice de Jesús en Godspell, y cuando te han azotado y crucificado ante todo el colegio, el mundo de la interpretación ya no tiene secretos, la verdad. Tone y Spencer se rieron durante toda la obra, claro, y en los cuarenta latigazos gritaron «¡más, más!», pero todos los otros dijeron que había sido una interpretación emocionante.

Al considerar que ya está bien de asociaciones, me paseo por la sala en busca de la chica misteriosa de anoche, aunque a saber qué haría si la viera; bailar no, seguro. Doy dos vueltas por el polideportivo, pero no hay ni rastro de ella, así que subo adonde hacen las pruebas para No hay más preguntas, solo para comprobar que no me haya equivocado de sala ni de hora. No, el cartel está en la puerta: «¡Primera pregunta, por diez puntos! Solo se tienen que presentar los mejores cerebros». «¿Qué, pensando si te atreves?», dijo ella anoche. «Pues igual nos vemos», dijo. ¿Iba en serio? Y en tal caso, ¿dónde está? De todos modos, he llegado con una hora de antelación. En consecuencia, decido volver al polideportivo para echar otro vistazo.

Al bajar me cruzo en la escalera con la chica judía morena de anoche; Jessica, ¿no? Va acompañada de un grupo de hombres flacos y pálidos con cazadoras Harrington y vaqueros negros apretados, que reparten panfletos del Partido Socialista de los Trabajadores, y que la verdad es que parecen cabreados de la leche; así que me acerco, por solidaridad, y digo:

—¡Saludos, camarada!

—Buenos días, pies ligeros —pronuncia ella con su acento, mirando mi puño sin que le haga gracia; con razón, porque no la tiene. Sigue distribuyendo los panfletos—. Creo que la asociación de baile está por aquí cerca.

—Dios mío… ¿Tan espantoso fue?

—Digamos que me dieron ganas de meterte un lápiz entre los dientes para que no te cortaras la lengua de un mordisco.

Me río, contrito, y sacudo la cabeza como diciendo «estoy como una cabra», pero al ver que no sonríe, añado:

—Mira, a mí la vida me ha enseñado dos cosas; ¡¡¡la primera es no bailar cuando se está borracho…!!! —Silencio—. Oye, que… ¿podría coger un panfleto?

Ella me mira con curiosidad, intrigada por las profundidades que se esconden en mí.

—¿Seguro que no sería tirar papel?

—Para nada.

—¿Tú ya militas en algún partido?

—Bueno… ¡La CND[2]!

—Eso no es un partido político.

—Ah, ¿porque a ti la defensa del país no te parece un tema político? —digo, contento por cómo suena.

—La política es economía pura y dura. Los grupos de presión como la CND o Greenpeace desempeñan un papel válido e importante, pero decir que las ballenas son grandes y bonitas, o que el holocausto nuclear es fatal, no es ninguna postura política; no hace falta ni decirlo. Además, en un Estado socialista de verdad se neutralizaría automáticamente al ejército…

—¿Como en Rusia? —digo.

¡Ajá!

—Rusia no es socialista de verdad.

Vaya.

—¿O Cuba? —digo.

Touché!

—Sí, por qué no; como en Cuba.

Mmm…

—Ah, ¿porque Cuba no tiene ejército, supongo? —digo.

Buena reacción.

—No, en el fondo no, al menos en términos de producto interior bruto; en Cuba se gastan en defensa el seis por ciento de los impuestos, contra el cuarenta por ciento en Estados Unidos. —Se lo debe de estar inventando. Ni Fidel lo sabe—. Y, si no estuvieran constantemente amenazados por Estados Unidos, no les haría falta gastarse ni el seis por ciento. ¿O es que tú te pasas las noches sin poder dormir, preocupado porque nos invada Cuba?

Como parece un poco demasiado infantil acusarla de inventarse datos, me limito a contestar:

—Bueno, ¿me das un panfleto o no?

Ella, a regañadientes, me da uno.

—Si es demasiado crítico para tu gusto, ahí tienes a los laboristas; aunque también podrías hacerte directamente tory, ya que estás.

Es como una bofetada. Tardo un poco en digerirlo. Mientras pienso en la réplica, ella me da la espalda; se gira, como si tal cosa, y sigue repartiendo los panfletos. Me dan ganas de ponerle una mano en el hombro, hacer que se gire y decir: «A mí no me des la espalda, vaca repipi, intolerante y con complejo de superioridad, que a mi padre lo mató su trabajo, más o menos, o sea, que no me eches sermones sobre Cuba, que tengo yo más sentido de la puta injusticia social en un meñique que tú y toda tu pandilla de amiguitos burgueses y bohemios en todos vuestros cuerpos complacientes y pagados de sí mismos». Estoy a punto de decirlo, en serio, pero al final opto por:

—¡Ya te habrás dado cuenta de que si os abreviarais el nombre podrías llamaros SocSoc!

Ella se gira lentamente, con una mirada penetrante.

—Mira —dice—, si estás dispuesto de verdad, con pasión, a oponerte a lo que le está haciendo Thatcher al país, apúntate. Pero si lo único que te interesa es soltar chistes de instituto y comentarios banales, creo que nos las podremos arreglar sin ti, gracias.

Naturalmente, tiene razón. ¿Por qué al hablar de política siempre soy tan chistoso y poco convincente? Mis ideas no tienen nada de irónico. Se lo intento transmitir por la vía de una conversación inteligente y adulta, de una conversación como Dios manda, pero entre los chicos flacos con vaqueros negros y un anarquista de Class War ha estallado una pelea, así que me lo pienso mejor y me voy.