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PREGUNTA: ¿A qué artista americano de raza negra, autoproclamado como «el más trabajador del mundo del espectáculo», y pionero de la música funk, se le apoda «el Padrino del Soul»?

RESPUESTA: James Brown.

Lo que más solía impactarme era el pelo: grandes ondas improbables de pelo quebradizo, como trigo agostado por el sol; amplias cortinas de flequillo sedoso; patillas colosales, como de serie de época de las de tarde de domingo… En Top of the Pops, cualquier cosa que no fuera el pelo corto por detrás y por los lados hacía empalidecer de ira a mi padre, pero salir en No hay más preguntas ya daba derecho a peinarse como le diera a uno la gana. Parecía que no lo pudieran remediar, como si el pelo estrambótico fuera una simple vía de escape de la energía mental que les sobraba, una energía increíble, incontrolable. Les pasaba como a los científicos locos: siendo tan inteligentes, no se podía esperar que además tuvieran un pelo peinable, o una vista correcta, o que supieran lavarse y vestirse solos.

¡Y qué ropa! La antigua y misteriosa tradición inglesa de las togas rojas en combinación con las más peregrinas corbatas con teclas de piano, bufandas infinitas de elaboración casera y chalecos afganos. Obviamente, de niño, cuando ves la tele, todos los que salen te parecen viejos, y ahora que lo pienso supongo que técnicamente serían jóvenes, en años terrestres, pero si tenían realmente veinte años es que iban para sesentones. Lo que está claro es que en sus rostros no había nada que indicase juventud, o vigor, o salud, sino que se los veía cansados, acartonados, agobiados, como si les costase sobrellevar el peso de tanta información: la vida media del tritio, los orígenes de la expresión éminence grise, los veinte primeros números perfectos, el esquema rítmico de un soneto petrarquista… Todo ello les había castigado el físico hasta extremos atroces.

Mi padre y yo, como es lógico, casi nunca acertábamos en la respuesta, pero en el fondo tampoco era cuestión de acertar. No eran trivialidades; no se trataba de sentirse satisfecho y complacido por cuánto sabías, sino de la humildad que te inspiraba todo aquel gran universo de cosas que ignorabas por completo; la gracia era quedarse pasmado, porque tanto yo como papá teníamos realmente la impresión de que aquellos extraños seres lo sabían todo. Podían preguntarles lo que fuera: ¿cuánto pesa el sol? ¿Por qué estamos aquí? ¿El universo es infinito? ¿Cuál es el secreto de la auténtica felicidad? Y, aunque no supieran enseguida la respuesta, al menos podían consultarse entre ellos, murmurando con voz grave y ceceante, y acabar diciendo algo que, sin ser del todo exacto, no pareciera en absoluto descabellado.

Por otra parte, el hecho (indiscutible) de que los concursantes fueran unos inadaptados, o unos casposos, o tuvieran granos, o les durase más de la cuenta la virginidad, o en algunos casos fueran simple y francamente raros, daba igual; lo importante era que hubiese algún sitio donde la gente supiera todas esas cosas, donde las supiera de verdad, y disfrutase con saberlas, y sintiera pasión por el conocimiento, y lo considerase importante, valioso, y que —según mi padre— si yo trabajaba mucho, pero mucho, quizá algún día llegase al mismo sitio…

—¿Qué, pensando si te atreves? —dice ella.

Me giro, y es tan guapa que casi se me cae la lata de cerveza, de verdad lo digo.

—¿Pensando si te atreves?

Creo que nunca había estado tan cerca de algo tan bello. Por supuesto que hay belleza en los libros, o en un cuadro, o en un paisaje, como aquella excursión de geografía a la isla de Purbeck, pero creo que hasta este momento jamás había experimentado la auténtica belleza, la de un ser humano real, vivo, caliente, blando: algo que se podría tocar, al menos en teoría. Es tan perfecta, que al verla doy literalmente un respingo: se me tensan los músculos del pecho y debo recordarme que hay que respirar. Ya sé que suena exagerado, hiperbólico, pero se parece a Kate Bush en joven y rubia.

—¿Pensando si te atreves? —dice.

—¿Mmm? —la rebato, ágil de reflejos.

—¿Te ves capaz? —dice ella, señalando el cartel con la cabeza.

Di algo ingenioso, deprisa.

Ffnag —es mi ocurrencia.

Ella me sonríe, compasiva, como sonreiría una enfermera joven y bondadosa al Hombre Elefante.

—Pues nos vemos mañana, ¿vale? —dice, y se marcha.

Va disfrazada, pero en una muestra de sagacidad, ingenio, aplomo y buen gusto incomparables se ha inclinado por la opción, enormemente superior, de la fulana francesa: una blusa ceñida de rayas, blanca y negra, un cinturón ancho de bailarina clásica, negro y elástico, una falda negra de tubo y leotardos de red. ¿O son medias? Medias o leotardos, medias o leotardos, medias o leotardos…

La sigo por donde he venido, a una distancia correcta, no amenazadora, mientras la veo caminar como un metrónomo por el pasillo, como Marilyn saliendo del vapor en Con faldas y a lo loco: medias o leotardos, medias o leotardos… Cada vez que pasa al lado de una puerta, se asoma una cabeza del correspondiente dormitorio y la saluda, hola qué tal, qué guapa estás. Pero si no puede llevar más de ocho horas, a lo sumo un día… ¿Cómo es posible que conozca a todo el mundo?

En un momento dado se interna en la fiesta, cruza una multitud de boquiabiertos vicarios y se acerca a un grupito de chicas situado al borde de la pista de baile, de esas chicas duras, guapas y a la moda que siempre se huelen entre sí, y van siempre en bandada. El disc-jockey ha puesto «Tainted Love» y parece que el ambiente de la sala se haya vuelto más oscuro, sexualmente más depredador y decadente; si no llega a ser del todo el Berlín de la República de Weimar, como mínimo es un montaje de Cabaret por alumnos de bachillerato de East Sussex. Yo me quedo en la sombra, observando. Necesitaré toda mi lucidez para hacer bien las cosas, así como algo más de cerveza. Me compro mi sexta lata. ¿O es la séptima? Ni estoy seguro, ni me importa.

Vuelvo a toda prisa, por si se ha marchado, pero sigue al borde de la pista, con su cuarteto, riéndose y haciendo bromas como si las conociera de toda la vida, no de toda la tarde. Compongo una expresión como de aburrimiento irónico y divertido, y ejecuto un par de incursiones en las que paso a su lado con aire indiferente, y la esperanza de que se fije en mí, me pille por el brazo y diga:

—Cuéntamelo todo de ti, ser fascinante.

Como no lo hace, decido pasar una vez más por su lado. Lo repito unas catorce o quince veces, pero en vista de que no repara en mí, me decido por una táctica más directa: situarme tras ella.

Me quedo así, plantado a su espalda, durante toda la versión EP de «Blue Monday» de New Order. Al final, una de sus amigas —una chica de cara triangular, labios finos, ojos de gata y pelo corto teñido de rubio— se fija en mí y se lleva instintivamente la mano al bolso, como si me atribuyese intenciones de carterista. Yo, en consecuencia, la tranquilizo con una sonrisa. Ella empieza a lanzar miradas a diestro y siniestro por el grupo. Es posible que emita una señal aguda de advertencia, o algo así, porque de pronto el rostro de la Kate Bush rubia está a pocos centímetros del mío. Dado que esta vez no pierdo la cabeza, articulo un conciso:

—¡Hola!

La intriga menos de lo que esperaba, porque lo único que hace es decir:

—¡Hola!

Y luego me empieza a dar la espalda.

—Acabamos de conocernos; justo ahora, en el pasillo —balbuceo.

A juzgar por su expresión, no se acuerda. El volumen de líquido que he bebido no impide que me sienta la boca apelmazada, como si la saliva se hubiera espesado con maicena. Aun así, me paso la lengua por los labios y digo:

—Me has preguntado si me lo estaba pensando. Para No hay más preguntas.

—Ah, sí —dice ella.

Vuelve a girarse, pero sus amigas, percibiendo la electricidad entre los dos, se han dispersado, y por fin estamos solos, siguiendo el dictado del destino.

—¡Lo irónico es que soy vicario de verdad! —digo.

—¿Perdón?

Ella se acerca. Aprovecho la oportunidad para ponerle una mano en la oreja, permitiéndome rozar su preciosa cabeza.

—¡Que soy vicario de verdad! —berreo.

—¿En serio?

—¿Qué?

—¿Eres vicario?

—No, no soy vicario.

—Creía que acababas de decir que eras vicario.

—Pues no…

—Entonces ¿qué has dicho?

—Bueno, sí… ¡Vaya, que sí que he dicho que era vicario, sí, pero era broma!

—Ah. Perdona, es que no lo entiendo.

—¡Por cierto, me llamo Brian!

Que no cunda el pánico…

—Encantada, Brian.

Empieza a buscar a sus amigas con la mirada. Tú sigue, sigue…

—¿Por qué? ¿Tengo pinta de vicario? —digo yo.

—No sé. Supongo que un poco.

—¡Ah! ¡Pues vaya! Gracias, ¿eh? ¡Muchas gracias! —Pruebo con la falsa indignación: brazos cruzados contra el pecho, en un esfuerzo por hacer que se ría, instaurando entre nosotros un ambiente de burla y desenfado—. Conque vicario, ¿eh? ¡Pues muchas gracias, oye! En ese caso, tú tienes pinta de… de auténtica… ¡de auténtica fulana!

—¿Cómo dices?

Seguro que no me ha entendido bien, porque no se ríe, así que hablo más fuerte.

—¡Una FULANA! ¡Pareces una prostituta! Pero una prostituta de nivel, ¿eh?

Me sonríe, con una de esas sonrisas leves y sutiles que parecen de desprecio.

—Perdona, Gary —dice—, pero es que tengo que ir al baño; no me puedo aguantar…

—¡Vale, pues luego nos vemos!

Sin embargo, ya se ha ido; me queda la vaga sensación de que podría haber salido mejor. Es posible que se haya molestado, aunque evidentemente mi tono fuera de broma. Aunque ¿cómo va a saber ella que era broma, si no está acostumbrada a mi voz normal? ¿Y si ahora se piensa que hablo raro? ¿Y quién narices es Gary? Veo cómo se aleja hacia el lavabo; pero no, se para en la pista, susurra algo al oído de otra chica y se ríen. O sea, que no tenía que ir al lavabo. Era una simple treta.

Luego empieza a bailar; suena «Love Cats», de The Cure, y ella, interpretando la letra con gracia y mordacidad, baila un poco como una gata, aburrida, altiva y flexible, agitando de vez en cuando un brazo sobre la cabeza como… ¡pues como una cola de gato! ¡Es la bailarina más alucinante del mundo! Se ha puesto las manos debajo de la barbilla, como dos zarpas. Ahora sí que es la gata de la canción, tan maravillosamente, maravillosamente guapa. De repente se me ocurre una idea, un plan de tan hermosa sencillez, pero tan ingenioso e infalible, que me sorprende no haberlo pensado antes.

¡Bailar! La seduciré por la vía del baile contemporáneo.

Cambian de canción. Ahora es «Sex Machine», de James Brown; por mí perfecto, porque ahora que lo dicen es como me siento, como una máquina del sexo. Dejo la lata de Red Stripe con cuidado en el suelo, donde la tumban enseguida de una patada, pero me da igual; de hecho da igual. Adonde voy no me hará falta. Empiezo a calentar al borde de la pista, primero con cierta precaución, pero contento de haberme puesto los zapatos de vestir en vez de mis Green Flash, porque da gusto cómo se deslizan las suelas planas por el parqué: me da una sensación que podríamos definir como funky, de soltura. Acto seguido, con la cautela inicial de quien sale otra vez a la pista de hielo y se apoya en las paredes, me interno precavidamente por la pista de baile, y voy hacia ella: «get up… get on up…».

Baila otra vez con su grupo de cinco, apretadísimo, una de esas formaciones de defensa inexpugnables que usaba la infantería romana para repeler a los bárbaros. La primera en verme es la de los ojos gatunos, que emite su aguda señal de aviso. La Kate Bush rubia rompe filas, se gira, me ve y me mira a los ojos. Yo aprovecho para dejarme impregnar por la música y bailar como nunca he bailado.

Bailo como si me fuera la vida en ello, mordiendo de forma seductora mi labio inferior, como señal erótica a la vez que para concentrarme, y mientras tanto la miro a los ojos, desafiándola a apartar la vista. Cosa que hace. Así que, tras una maniobra para reincorporarme a su línea de visión, me dejo ir. Bailo como si llevase puestas las zapatillas rojas. Se me ocurre que quizá fuera verdad, que podrían ser los calzoncillos, los que me regaló mi madre, los «calzoncillos rojos»; en todo caso, la cuestión es que bailo igual que James Brown, con funk y soul; soy el más trabajador del mundo del espectáculo, soy una máquina especialmente fabricada para el sexo, que se desliza y gira trescientos sesenta, setecientos veinte y, en una ocasión, ni más ni menos que ochocientos diez grados, con el resultado de que pierdo la orientación correcta y sufro un momento de desorientación; pero tranquilos, que James Brown está diciendo «take it to the bridge», llevadlo al puente, y es lo que hago: llevarlo al puente, sea lo que sea, y de camino al puente me llevo una mano al cuello y me arranco el cuello de cartulina blanca en un ademán de justo desprecio a la religión organizada; arrojo al suelo ese collar de perro, en el centro del corro que se ha formado en torno a mí, y que da palmas, se ríe y me señala con respeto y admiración, viéndome girar, agacharme y tocar el suelo, mientras vuela mi cárdigan a mis espaldas. Como se me han empañado un poco las gafas, no veo entre las caras la de Kate Bush; tan solo, fugazmente, la de la judía cáustica y morena, Rebecca nosequé. Ahora, sin embargo, es demasiado tarde para no seguir bailando, porque James Brown me pide que sacuda el moneymaker, que sacuda el moneymaker. Me lo tengo que pensar unos segundos, al no saber con exactitud qué es mi moneymaker. ¿Mi cabeza? No, claro que no, mi culo; así que lo agito lo mejor que puedo, ungiendo de sudor a los que me rodean, como un perro mojado. De repente se oyen trompetas, y se acaba la canción, y yo no puedo más.

Busco su cara entre la multitud que aplaude, pero se ha ido, no cabe duda. Tranquilo, lo importante es haberla impresionado. Ya se cruzarán de nuevo nuestros caminos, mañana a la una del mediodía, en las pruebas para el concurso.

Empiezan a poner los lentos irónicos, «Careless Whisper», pero como son todos demasiado guays, o están demasiado borrachos, para bailar, decido que es hora de irme a la cama. Al salir al pasillo, entro en el lavabo y uso una esquina del cárdigan para limpiarme las gafas de un sudor almibarado; me observo en el espejo de encima de los urinarios. Se me ha pegado la camisa de sudor. Llevo desabrochado el botón del ombligo y el pelo pegado a la frente; a pesar de ello, y de que toda la sangre se me haya subido a la cabeza (concretamente al acné), considero que a grandes rasgos mi aspecto es más que aceptable. En vista de que todo gira, apoyo la frente en el espejo, para frenarlo mientras meo. De uno de los cubículos sale olor a marihuana, y risas en voz baja de dos personas. Luego se oye tirar de la cadena, y salen dos fulanas: una de sexo femenino, con la cara húmeda, que se ajusta la falda plisada, y la otra una jugadora de rugby, de hombros anchos. Ambas tienen la cara embadurnada de pintalabios. Me miran, como desafiándome a que haga algún reproche, pero yo, henchido de euforia, pasión y amor a la gozosa audacia de la juventud, les sonrío, atontado.

—¡Lo irónico es que soy vicario de verdad! —digo.

—¡Vete a la mierda, anda! —dice él.