PREGUNTA: ¿Cómo le llega a Leonard Bast su triste final en la novela de E. M. Forster La mansión?
RESPUESTA: Se le cae encima una estantería y le falla el corazón.
Pero antes de ir a por ellos, nos tomamos una taza de té y unas galletas. Luego voy al lavabo, me lavo las axilas con jabón líquido y empiezo a encontrarme algo mejor. A continuación, nos repartimos por distintos camerinos para que nos maquillen un poco. Cuando se tiene la piel tan mal como yo, es una experiencia potencialmente incómoda, pero quedo en manos de una chica muy simpática que se llama Janet, y la verdad es que la cosa no va más allá de contener el estropicio: un poco de base, y luego el polvo justo para que las luces del plató no hagan brillar las gotitas oleosas de mis glándulas sebáceas. Tres de los cuatro tardamos poco: a Patrick le han planchado la camiseta de la universidad y le han puesto el pelo a salvo bajo un caparazón sólido y transparente de laca. Lucy se ha cambiado; ahora lleva una camisa muy limpia y pulcra, abrochada hasta arriba, y se ha pintado un poco los labios, además de recogerse el pelo con una horquilla en forma de mariposa. Conversamos amistosamente en el pasillo. Me impresiona lo guapa que está. Justo cuando busco la manera de decírselo sin quedar mal, sale Alice de su camerino.
Lleva un vestido largo y muy ceñido, una funda que le llega hasta el cuello y se estrecha paulatinamente hasta los tobillos; también una especie de medias de rejilla y unos zapatos de tacón negros con cintas, aunque las piernas se las tapará la mesa. Parece una estrella de cine, resplandeciente y luminosa. De golpe me vuelvo a encontrar mal.
—¿Os parece que me he pasado? —dice.
—En absoluto. Estás increíble, Alice —responde Lucy.
Julian viene a buscarnos, con el infame portapapeles en la mano, y al ver a Alice se queda un poco parado.
—Cuando ustedes quieran, señores.
Lo seguimos al plató por los pasillos. Yo me quedo detrás de Alice, para verla caminar.
Cuando llegamos al estudio ya se está sentando el otro equipo. Oímos entre bambalinas los aplausos y vítores de quienes los apoyan. Después Julian nos hace una señal con la cabeza, y llega el momento de pisar la arena de los gladiadores. Sigo a Alice hacia nuestros asientos, y oigo cortarse colectivamente la respiración del público, mientras los técnicos y cámaras se la quedan mirando, y susurran por sus micros. Un murmullo perceptible de admiración recorre los aplausos, los gritos, las aclamaciones… Alice se recoge un poco el vestido al situarse tras nuestra mesa, como si se deslizase en el interior de una limusina. Hasta se oye silbar a alguien entre el público, cosa que yo en el fondo rechazo, desde el punto de vista político sexual, pero que provoca risas en todo el plató. Alice se ríe, y se tapa la cara con nuestra mascota, el osito Eddie. Es lo que siempre dice mi madre: «Es guapa, y lo sabe…».
Nos instalamos en nuestros asientos, y ella y yo nos sonreímos, mientras pasa el revuelo.
—¿Paces? —propone ella.
—Paces —respondo yo.
Miramos hacia el público. Han venido Rose y Michael Harbinson. Rose saluda un poco con la mano, orgullosa.
—¡Me alegro de verlos vestidos! —digo yo.
Alice me da un golpe en la muñeca, para regañarme. Mi madre, que está en la segunda fila, justo detrás de Rebecca, me saluda sin mover más que los dedos, y levanta los pulgares. Yo la saludo.
—¿Es tu madre? —pregunta Alice.
—Sí.
—Parece simpática. Me gustaría conocerla.
—Seguro que algún día la conocerás.
—¿Quién es el del bigote a lo Tom Selleck?
—El tío Des. No es mi tío de verdad, pero es como lo llamamos. De hecho, se va a casar con mi madre.
—¿Tu madre se vuelve a casar?
—Sí.
—¡Qué buena noticia! ¡No me lo habías dicho!
—Bueno, te lo iba a contar ayer por la noche, pero…
—Ah. Ya. Claro. Oye, Brian, que lo de Neil no es nada serio…
—Alice…
—Ha sido un simple ligue, no significa que tú y yo…
No tiene tiempo de acabar, porque entra Bamber. El público estalla en una ovación. Alice coge mi mano y la aprieta. Mi corazón empieza a latir con más fuerza. Ha llegado el momento de acabar de una vez con todo esto.
Y dieciocho minutos después hemos perdido, claro.
Bueno, como si hubiéramos perdido. Vamos cuarenta y cinco a noventa, pero está claro que Partridge, el nene de la pelusilla en la cara y las entradas, es un mutante genéticamente mejorado, un bicho raro increíble creado en algún laboratorio secreto, porque no deja de soltar respuestas correctas sobre todos los temas imaginables, una tras otra: «El Papa Pío XIII, la falla de San Andrés, Heródoto, 2n-1(2n-1), siendo números primos tanto n como 2n-1, nitrato de potasio, cromato de potasio, sulfato de potasio…». Todo ello dicho por alguien que en principio hace historia moderna, y que aparenta seis años. Ni siquiera es justo llamarlo cultura «general», sino simple cultura, pura y concentrada. Llego a la conclusión de que en algún punto del cogote de Partridge hay un botoncito escondido, y de que si lo aprietas, se le abre la cara y aparecen hileras de diodos, microchips y leds encendidos. Por su parte, el capitán, Norton, de Canterbury, que estudia clásicas, no tiene que hacer casi nada salvo comunicarle a Bamber las respuestas correctas con su voz bonita, grave y bien modulada, antes de apoyarse en el respaldo, desperezarse, tocarse el pelo sano y lustroso y lanzarle a Alice miradas insinuantes de ya nos veremos a la salida.
Patrick empieza a sucumbir al pánico. Se le está formando un húmedo ribete de sudor en el cuello de su camiseta granate. Empieza a tener la mano fácil, y a fallar: fallos muy graves a medida que su dedo tembloroso se clava en el timbre a la desesperada, tratando de recuperar posiciones.
Ring.
—¿George Stephenson? —dice Patrick.
—No, lo siento, cinco puntos menos.
—¿Brunel? —dice Partridge.
—¡Correcto! Diez puntos…
Ring.
—¿Los derechos del hombre, de Thomas Paine? —implora Patrick.
—No, lo siento, cinco puntos menos…
—La edad de la razón, de Thomas Paine —dice Partridge.
—¡Correcto! Diez puntos más.
Y así todo el rato. Alice y yo, mientras tanto, no damos ni una. Ella falla una pregunta al decir Dame Margot Fonteyn en vez de Dame Alicia Markova, y yo apenas abro la boca, y me limito a asentir como loco a cuanto diga Lucy durante las consultas de grupo. De hecho, sin la increíble doctora Lucy Chang, a estas alturas tendríamos una puntuación negativa, porque por cada error de Patrick ella acierta una pregunta, toda discreción y modestia. «¿El estudio de las abejas?». «Correcto». «¿“Pienso, luego existo”?». «Correcto». «¿Zadok el sacerdote, de Händel?». «Correcto». En un momento dado, me inclino a mirar a Lucy por encima de Alice, y al ver cómo se mete el pelo negro y brillante por detrás de la oreja, y cómo mira el suelo con modestia al ser aplaudida por el público, me acuerdo de lo que me ha dicho Rebecca: ¿por qué no le he pedido salir? ¿Por qué no se me ha ocurrido? Tal vez sea la respuesta. Tal vez, si no sale bien lo de Alice…
Pero ¿en qué estoy pensando? Ya perdemos por sesenta y cinco a cien; el bicho raro de Partridge contesta tres seguidas sobre las teorías matemáticas de Evariste Galois, o algo totalmente incomprensible, y yo lo único que hago es mirar como tonto el cogote de nuestra mascota; estamos perdiendo, perdiendo, perdiendo, y caigo en la cuenta de que aun con Oregón, Nevada, Arizona y Baja California en la manga, la única forma de que ganemos es que alguien del público, pongamos que Rebecca Epstein, se cargue a Partridge con un fusil de francotirador de gran potencia.
Justo entonces pasa algo increíble: una pregunta cuya respuesta sé.
—¿Qué poeta victoriano escribió El amante de Porfiria, composición narrativa cuyo protagonista estrangula a su amada con una trenza de su pelo?
Y nadie toca el timbre; nadie excepto yo. Lo toco, y a continuación intento abrir la boca, que parece que se me haya pegado con una pasta de harina y agua. Consigo que me salgan las palabras.
—¿Robert Browning?
—¡Correcto!
Y me aplauden; aplausos de verdad, encabezados —todo hay que decirlo— por mi madre, pero aplausos al fin y al cabo, y nos dejan probar con las preguntas extras…
—¡… que tratan de estructura celular de las plantas!
Se nos oye gemir a Alice y a mí, que nos dejamos caer, superfluos, en nuestros asientos; pero da igual, porque aquí está la doctora Lucy Chang, y lo que no sepa de estructura celular de las plantas la doctora Lucy Chang es que no vale la pena saberlo. Se las pule sin pestañear.
—… parenquima… Colenquima… ¿Es esclerenquima?
Lo es, sí; es el esclerenquima, y el público vuelve a aplaudir, porque nos hemos metido otra vez en el concurso: ya son noventa a ciento quince, y yo vuelvo a estar despierto, porque ahora sé que yo… no, yo no, nosotros, el equipo, podemos ganar.
—Otra primera pregunta: ¿el personaje de Dickens Philip Pirrip es…?
La sé.
Ring.
—Pip en Grandes esperanzas —digo con claridad y seguridad.
—Muy bien adelantado —dice Bamber.
Se oye una salva de aplausos entre el público. Hasta recibo un silbido insinuante, creo que de Rebecca, a quien veo radiante en la primera fila. Me imagino que marcar un gol será como esto. Así y todo, procuro no sonreír; me limito a estar serio y seguro de mí mismo, con el cerebro a mil por hora, porque sé qué está a punto de llegar. «Oregón… mmm… Arizona… esto… Nevada y Baja… ¿o se dice Baya…? California». Pero tranquilo, no pierdas la calma; primero las preguntas extras, quince posibles puntos, más los diez que ya he ganado: suficiente para el empate, ciento quince los dos. Sin embargo, todo depende de cuál sea el tema de las preguntas extras…
—Y todas las preguntas extras tratan de primeros y últimos versos de las obras de William Shakespeare.
¡Biennn!, pienso, pero sin decirlo, ni que se me note en la cara. Las puedo acertar. Seguro que las sé. La competencia se enfurruña, claro está, y se desploma en sus asientos: saben que también podrían haberlas acertado, y Norton, que hace clásicas, agita con desánimo el pelo; pues mala suerte, chicos, porque nos tocan a nosotros. También Alice debe de sentirse segura, porque me mira de reojo y asiente, sonriendo, como si dijera: «Venga, Bamber, ponte todo lo duro que puedas, que da igual, porque Brian y yo somos almas gemelas, y entre los dos podemos con lo que nos eches». Ya llega la primera pregunta extra…
—¿Qué obra empieza con los versos: «¡Fuera! ¡Lárguense! ¡A casa, tropa de inútiles!? ¿Estamos de fiesta hoy?».
La sé.
—Julio César —le susurro a Patrick.
—¿Seguro? —dice él.
—Segurísimo. Me salió en el examen del graduado.
—Julio César —dice Patrick, contundente.
—¡Correcto! —dice Bamber.
Se oyen algunos aplausos, no muchos pero suficientes, antes de embarcarnos en la siguiente pregunta.
—¿Qué obra acaba con estas palabras: «Yo voy a embarcarme inmediatamente, y a llevar al Estado, con un corazón doloroso, el relato de este doloroso acontecimiento»?
La sé. Otelo.
—¿Es Hamlet? —le susurra Alice a Patrick.
—No, creo que es Otelo —digo yo, con amabilidad no exenta de firmeza.
—¿Lucy? —dice Patrick.
—Ni idea; lo siento.
—Estoy segura al noventa por ciento de que es Hamlet, de verdad —vuelve a decir Alice.
—¿Brian?
—Yo creo que al final de Hamlet dicen algo de llevarse los cadáveres y disparar salvas. El «doloroso acontecimiento» al que se refieren es la muerte de Desdémona y Otelo, o sea, que estoy bastante seguro de que es Otelo, pero si tú quieres decir Hamlet, Patrick, por mí di Hamlet, en serio.
Patrick nos mira a los dos, a Alice y a mí. Se decide y vuelve a colocarse ante el micrófono.
—¿Es… Otelo?
—¡Sí, es Otelo!
El público se pone como loco. Patrick tiende la mano por encima de la mesa y me frota el antebrazo en plan colega. Lucy me guiña el ojo y Alice me mira: es una mirada luminosa de gratitud, humildad y cariño sincero, una mirada que veo por primera vez en ella. Mete una mano por debajo de la mesa, entre los dos, y me acaricia el muslo. Luego encuentra mi mano y me la aprieta, pasándome el pulgar por la palma, caliente y húmeda. A continuación es su zapato negro de tiras lo que encaja entre mis dos pedazos de pies, y me acaricia el tobillo, mientras nos miramos; una mirada que no durará más de un segundo, pero que parece eterna, mientras siguen y siguen los aplausos, y yo sonrío a mi pesar; pero ya está hablando Bamber otra vez, y dice…
—Última pregunta extra: ¿en qué obra de teatro se acaban cantando estos versos? «Pero no importa; nuestra obra ha terminado / y procuraremos agradaros más todos los días».
La sé.
Sin soltarnos la mano debajo de la mesa, los dos a una, en perfecta consonancia, Alice y yo susurramos:
—¡Noche de Reyes!
—¿Noche de Reyes? —dice Patrick.
—¡Noche de Reyes es correcto! —dice Bamber.
El público aplaude. Yo, que sigo con la mano de Alice cogida en secreto bajo la mesa, miro a Rebecca: erguida en su asiento, grita y silba con los dedos en la boca, y aplaude con las manos sobre la cabeza. En la siguiente fila está mi madre, con los pulgares en alto. También aplaude Des, que se inclina para decirle al oído: «¿Cómo narices sabe tanto tu hijo? ¡Debes de estar más orgullosa…!», o algo por el estilo, supongo. Bajo el fragor de los aplausos, creo oír que Alice dice algo como: «¡Eres increíble, de verdad!». Luego el que habla es Bamber.
—¡Muy bien! Habéis quedado empatados. Aún faltan cuatro minutos, tiempo de sobra para los dos equipos. Allá vamos. Los dedos en los timbres. Siguiente pregunta, por diez puntos. El estado de…
La sé.
Y con la mano de Alice firmemente apretada debajo de la mesa, acerco la derecha al timbre y lo pulso.
—Oregón, Nevada, Arizona y Baja… ¿o se pronuncia Baya? California —digo con total claridad.
Me apoyo en el respaldo, esperando los aplausos.
Que no llegan.
Nada.
Ni un solo aplauso; solo un silencio terrible.
No.
No entiendo.
No entiendo nada.
Me giro hacia Alice en busca de una explicación, pero ella se limita a mirarme a los ojos con una media sonrisa extraña y perpleja; una sonrisa que interpreto al principio como de admiración, sincera admiración ante mi inteligencia, pero que veo cambiar ante mis ojos hasta quedar convertida en algo mucho, mucho peor. Miro al otro lado de la mesa, y descubro la misma mirada en Lucy y Patrick, una especie de… desprecio horrorizado. Al mirar al público, me lo encuentro compuesto de apretadas filas de negros y mudos orificios, bocas abiertas bajo ceños de perplejidad, salvo Rebecca, que inclinada en la silla se aguanta la cabeza con las manos. De los espectadores del estudio empieza a brotar un murmullo cada vez más intenso, hasta que alguien se arranca con una risa histérica, y yo, con un súbito espasmo de dolor y de arrepentimiento que es como ser lanzado de espaldas al espacio, comprendo lo que he hecho.
He dado la respuesta correcta antes de que hicieran la pregunta.
El primero en romper el silencio es Bamber Gascoigne.
—Bueno, por extraño que parezca, la respuesta es correcta, así que… —Un dedo en la oreja, consultando a la sala de control—… así que tal vez sea mejor… interrumpir la grabación… ¿unos momentos?
Y por debajo de la mesa, Alice suelta mi mano.