PREGUNTA: ¿Como qué «se extiende contra el cielo» el atardecer en La canción de amor de J. Alfred Prufrock, de T. S. Eliot?
RESPUESTA: «Como un paciente anestesiado sobre una mesa».
—Al ser de Glasgow, y de pura cepa, creo poder decir que estamos ante la típica interpretación errónea del principio básico del cabezazo —dice Rebecca Epstein—. El sentido del cabezazo es golpear con toda la fuerza posible la parte blanda de la nariz del rival con la parte dura de la frente de uno. Lo que has hecho tú, Brian, es golpear la parte dura de su frente con la parte blanda de tu nariz; de ahí la hemorragia, y la pérdida de conciencia.
Abro los ojos y me encuentro tendido boca arriba en dos mesas de despacho unidas. Sobre mí, Lucy Chang aparta el flequillo de mis ojos y me enseña tres dedos.
—¿Cuántos dedos hay aquí? —pregunta.
—¿Si me equivoco, perdemos cinco puntos?
Sonríe.
—No, esta vez no.
—Pues entonces, la respuesta es tres.
—¿Y cuál es la capital de Venezuela?
—¿Caracas?
—Enhorabuena, señor Jackson —dice Lucy—; no creo que le pase nada.
Parece que estamos un par de pisos más arriba, con vistas a la parte trasera de los estudios de la productora de No hay más preguntas; hay libros de texto por todas partes, y fotos de los ganadores de ediciones anteriores en las paredes. Al girar hacia un lado la cabeza, veo a Rebecca sentada al borde de la mesa de enfrente, guapa —no, «guapa» no, que es una palabra reaccionaria y sexuada; «atractiva»—, con un vestido largo, liso, negro y ceñido y una chaqueta vaquera también negra, balanceando sus Doc Martens.
—Has venido, ¿eh?
—Sí, sí; esto no me lo habría perdido por nada del mundo. Ya me ves en el minibús, con una pandilla de fachas totalmente pedos, todos con sus bufandas de la universidad y sus ositos de peluche irónicos, y encima pagando tres billetes por la gasofa, que si lo calculas es un timo. Iba yo pensando: pero ¿qué coño hago yo aquí? ¡Esto es un infierno! Luego llegamos, nos enseñan un poco el estudio antes de que empiece el programa, y justo a la vuelta de una esquina te vemos tirado en el suelo, inconsciente, en un charco de tu propia sangre. Entonces he pensado: si esto no vale tres billetes, no sé qué los puede valer.
Al mirar hacia abajo, veo que solo llevo unos pantalones y una camiseta, la misma de las últimas treinta y seis horas, con manchas de sangre delante, y olor a ginebra. Bueno, no solo olor: son vapores. Emano vapores.
—¿Qué ha pasado con mi ropa?
—Lucy y yo te hemos violado mientras estabas inconsciente. Te da igual, ¿verdad?
Lucy se sonroja.
—Alice te está lavando la camisa en el lavabo de señoras, y viendo si puede secarla con el secamanos…
—¿La chaqueta está bien?
—¿La chaqueta? Perfecta.
—Es que era de mi padre…
—Está perfecta, de verdad.
Me incoporo de lado, con prudencia, al borde de la mesa, imaginando que noto el movimiento del cerebro al chocar con los lados del cráneo. Lucy coge el espejo de su kit de maquillaje y me lo pone delante. Respiro hondo y miro. Supongo que podría ser peor. No me veo la nariz más abultada y deforme de lo habitual, aunque en los agujeros hay un reborde oscuro, como si estuviera dibujado con ceras rojas.
—¿Cómo está Patrick? —pregunto a Lucy.
—No tiene ni un rasguño —contesta.
—Lástima —digo yo.
—Oye, que ya está bien —dice ella, pero con una sonrisa cómplice. Se pone seria—. Tenemos un problema.
—¿Qué pasa?
—Bueno… que no creo que te dejen salir en el programa.
—¿Qué? ¡Me estás tomando el pelo!
—No, lo siento.
—Pero ¿por qué?
—Pues porque has atacado al capitán de nuestro equipo.
—¡Yo no lo he atacado! ¡Solo le he dado un golpe! Además, me ha provocado él. Ya lo has visto. ¡Me levantaba por la chaqueta! ¡Además, el herido soy yo! ¿Cómo puedo haberle atacado, si soy yo el herido…?
—Ya ha oído usted los argumentos de la defensa, señoría —dice Rebecca.
—Ya lo sé, Brian, pero Patrick contento no está. Tiene un amigo del Departamento de Económicas dispuesto a ocupar tu puesto en el último momento…
—Me tomas el pelo.
—Bueno, Brian, tampoco se le puede reprochar: te presentas oliendo a alcohol, fallas un montón de preguntas y luego le intentas partir la nariz…
—¡Pero si está aquí mi madre!
—Que solo es un concurso de nada, Brian —dice Rebecca, sin dejar de balancear los pies.
—Es que ha venido desde Southend…
Oigo un quiebro en mi voz; patético en un hombre de diecinueve años, ya lo sé, pero es que tenía tantas ganas de salir en el programa… Se me aparece de golpe una escena: yo intentando explicarle a mi madre por qué al final no aparezco. Será como que te hagan salir más temprano del colegio. Es tan violento, tan vergonzoso, que ni siquiera puedo pensarlo.
—¿Julian qué dice?
—Julian dice que depende de Patrick. Ahora mismo están juntos, hablando del tema…
—¿Y tú qué piensas?
Lucy frunce un momento el ceño.
—Yo creo que si prometéis portaros bien los dos, no como niños pequeños, y si tú aceptas trabajar en equipo, sin darle al timbre por cualquier cosa, deberías participar…
—¿Y si se lo dices, Lucy? Por favor…
Suspira, echa un vistazo a su reloj y mira la puerta.
—A ver qué puedo hacer.
Se va, dejándonos solos a Rebecca y a mí en el despacho de producción, sentados al borde de mesas enfrentadas, balanceando los pies e intentando ignorar lo que creo que se llama «un ambiente enrarecido». Cuando el silencio se vuelve demasiado incómodo, Rebecca señala la puerta con la cabeza.
—Es simpática.
—¿Quién?
—Lucy.
—Sí, es verdad; muy, muy simpática.
—¿Pues por qué no sales con ella? —dice Rebecca.
—¿Qué?
—No, nada, es que la encuentro simpática.
—¡Porque no quiero!
—Pero si acabas de decir que es simpática…
—Hay mucha gente simpática…
—¿Qué pasa, que no es bastante guapa para ti…?
—¿Yo he dicho eso?
—¿Ni lo suficientemente sexy…?
—Rebecc…
—Porque te aviso de que tú tampoco es que seas una perla…
—No, ya lo sé…
—Aquí sentado, con la camiseta manchada de sangre…
—Vale, vale…
—Que no es que huela mucho a limpio, dicho sea de paso, ni siquiera desde aquí.
—Gracias, Rebecca…
—¿Entonces por qué no…?
—¡Porque lo más probable es que yo no le guste!
—¿Cómo lo sabes, si no se lo has preguntado? Tú no has visto cómo te miraba cuando estabas en coma…
—Anda ya…
—Y te apartaba el pelo de los ojos… Ha sido muy emocionante…
—¡Anda ya…!
—Y con qué cariño te metía papel de váter por el agujero de la nariz… La verdad es que ha sido muy erótico…
—¡Rebecca…!
—¡Es verdad! Si no hubiera estado yo, seguro que también te habría quitado los pantalones sin que te enterases…
—¡Anda ya…!
—Pues entonces, ¿por qué te has puesto rojo…?
—¿Yo? ¡Qué va!
—Pues entonces, ¿por qué no se lo pides…?
—¿Pedirle el qué?
—Pedirle salir…
—Porque no…
—¿Qué…?
—… no estoy…
—… sigue…
—… enamorado… de ella…
—¿Igual que no estás enamorado de mí…?
—¿Qué…?
—Ya lo has oído…
—Rebecca, ¿podríamos…?
—¿Qué…?
—¿… hablarlo más tarde?
—¿Y por qué ahora no?
—¡Pues porque no! —Respiro hondo por primera vez—. Porque tengo la cabeza en otra parte, ¿vale?
—Vale —dice ella—. Vale, ya lo he cogido.
Baja de la mesa, estirándose el vestido largo como si no estuviera muy acostumbrada a llevar ese tipo de ropa. Luego cruza el despacho y se sienta a mi lado, al borde de la mesa.
—¿Lo que llevas es un vestido? —pregunto.
—¿Vestido? ¡Y una mierda! Es un conjunto. ¿Cómo estás de la cabeza?
—Bueno, ya ves; me duele un poco.
Mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saca una botellita de whisky.
—¿Quieres un poco de jarabe?
—Mejor que no.
—Venga, que un clavo saca otro clavo.
—No era whisky, era ginebra.
—¡Uf, qué porquería! Sabes que la ginebra es un depresivo, ¿no?
—Creo que es por lo que la bebí.
—Mmmmmmm, compadecerse y odiarse al mismo tiempo: una mezcla irresistible. No me extraña que las mujeres caigan rendidas a tus pies. Estás hecho un Travis Bickle. —Echa un trago y vuelve a ofrecerme la botella—. Hazme caso, que lo que hay que tomar es whisky.
—Me lo notarán en el aliento —digo.
Entonces Rebecca mete la mano hasta el fondo del otro bolsillo y saca un paquete de pastillas de menta extrafuertes.
—Bueno, vale —digo yo.
Me pasa la botella. Después de un buen trago, meto en mi boca una pastilla y dejo que se mezclen los sabores. Nos miramos, sonrientes, y seguimos balanceando los pies al borde de la mesa, como dos colegiales.
—Sabes que Alice ha estado saliendo con otro, ¿no? —digo yo.
—Sí.
—Neil, el que hizo de Ricardo III el trimestre pasado; el que siempre cojeaba por el bar de estudiantes…
—El capullo de las muletas…
—Ese. Supongo que ya lo sabías.
—Bueno, lo he visto escaparse un par de veces de la habitación de Alice, o sea, que no te diré que algo no sepa…
—¿Que algo no chepas? —Me mira sin entender—. Sí, por la chepa de Ricardo III… ¿Y por qué no me dijiste nada?
—¿Qué tengo que ver yo? Son tus amores.
—Ya, es verdad.
Debo confesar que a pesar de lo ocurrido, y de Alice, y del golpe en la cabeza, y de todo lo demás, se me ocurre besarla: meterme la pastilla con la lengua al fondo de la boca y darle un beso ahora mismo, solo para ver qué pasa.
Pero pasa el momento, y lo que hago es mirar mi reloj.
—Sí que se lo toman con calma…
—¿Quién?
—El jurado.
—¿Quieres que vaya a investigar?
—Sí, estaría bien. —Rebecca baja del borde de la mesa y va hacia la puerta—. Intercede por mí —digo.
—A ver si se me ocurre algo —dice ella, arreglándose el vestido, y me quedo solo.
Siempre que estoy solo sin lectura, me pongo un poco nervioso, sobre todo en camiseta. Por suerte, este despacho está a reventar de libros —casi todos de texto, pero bueno, libros—, así que cojo el diccionario Oxford de citas, que han usado de cojín. Es cuando lo veo.
Encima de la mesa.
Un portapapeles azul.
En el portapapeles hay unas fotocopias en formato A4. Las encabeza el nombre escrito a mano de Julian, el investigador, así que supongo que serán sus notas de producción. Debe de habérselas traído al subirme, y se las habrá dejado encima de la mesa. Las fotocopias no presentan especial interés: los nombres de los integrantes de los equipos, la distribución de los asientos, una lista de técnicos y otras cosas así. Delante, sin embargo, hay un sobre, un sobre grueso que a juzgar por el tacto contiene dos barajas de cartas. Separo el sobre del portapapeles, al que está fijado con un clip.
No está cerrado; bueno, sí, pero muy poco, con uno o dos centímetros de pega. Solo tengo que deslizar el pulgar por…
Lanzo el sobre al escritorio, como si de repente estuviera al rojo vivo.
Luego le doy un empujoncito con la punta de una uña.
Después otro empujoncito, como cuando tocas a alguien para comprobar si está muerto.
Luego cojo una esquina, y me lo acerco otra vez.
Después lo cojo con las dos manos, me lo pongo en el regazo y lo miro.
Luego lo deslizo otra vez por la mesa, lo más lejos que puedo de mi alcance.
Y luego pienso: qué cojones, lo cojo y lo abro.