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PREGUNTA: La energía de interacción entre dos protones depende de la separación que exista entre ellos. ¿Cuáles son las fuerzas entre los protones cuando la separación entre ellos es respectivamente a) pequeña y b) intermedia?

RESPUESTA: Repulsivas y atractivas.

Como hombre refinado que soy, con experiencia, sé lo importante que es «tener algo en la barriga» antes de salir de noche, y por eso me compro una bolsa de patatas fritas y una empanada de salchicha, y ceno de camino a la fiesta. Empieza a llover bastante; aun así, me como todas las patatas que puedo antes de que se enfríen y se mojen demasiado. Marcus y Josh van por delante, pisando fuerte con sus tacones, como si no les importase ser blanco de miradas circunspectas por parte de los transeúntes. Supongo que los pijos travestidos deben de ser una de las miserias inevitables de vivir en una ciudad universitaria: pronto será Rag Week[1], las hojas se pondrán de color bronce, las golondrinas volarán hacia el sur y el centro comercial se llenará de estudiantes de medicina varones disfrazados de enfermeras sexys.

Josh me bombardea con preguntas durante el trayecto.

—¿Qué estudias, Brian?

—Literatura.

—Poemas, ¿eh? Yo política y económicas, y Marcus derecho. ¿Haces algún deporte, Brian?

—Solo Scrabble —bromeo.

—El Scrabble no es ningún deporte —resopla Marcus.

—¡No has visto cómo juego yo! —replico, veloz como el rayo.

Sin embargo, no parece que le haga mucha gracia, porque se limita a fruncir el entrecejo.

—Juegues como juegues —dice—, no es ningún deporte.

—No, ya lo sé, solo era una…

—¿Tú eres de fútbol, de críquet o de rugby? —dice Josh.

—Pues la verdad es que de ninguno de los tres…

—Vaya, que no eres deportista.

—Para nada.

Tengo la inevitable sensación de que me están evaluando para un club privado cuyo nombre ignoro, y de que no estoy superando la prueba.

—¿De squash cómo andas? Necesito pareja.

—No, squash no; bádminton, de vez en cuando.

—El bádminton es de chicas —dice Marcus, ajustándose las tiras de sus zapatos de tacón.

—¿Te has tomado un año sabático?

—No…

—¿Has ido a algún sitio chulo, este verano?

—No…

—¿Tus padres qué hacen?

—Pues… mi madre trabaja de cajera en Woolworths, y mi padre vendía dobles cristales, pero murió.

Josh me aprieta el brazo.

—Lo siento mucho —dice, aunque no está claro si se refiere a la muerte de mi padre o al trabajo de mi madre.

—¿Y los tuyos?

—Bueno, mi papi está en el Ministerio de Exteriores, y mi mami en el Departamento de Transportes.

Dios mío, es tory; o al menos lo supongo, si lo son sus padres: tiende a heredarse. En cuanto a Marcus, no me sorprendería descubrir que forma parte de las Juventudes Hitlerianas.

Llegamos finalmente a Kenwood Manor. Yo las residencias las había evitado, porque el día de puertas abiertas en la uni me dijeron que eran sosas e institucionales, y estaban repletas de cristianos. La realidad está a medio camino de un manicomio y un colegio privado de segunda: pasillos largos que reverberan, suelos de parqué, olor a ropa interior húmeda que se seca en radiadores tibios, y la sensación de que en algún lavabo está pasando algo muy grave.

La pulsación lejana de los Dexys Midnight Runners nos lleva a través de un pasillo hasta una sala grande y revestida de madera, con ventanas altas y no muchos estudiantes: unas siete partes de Fulanas por tres de Vicarios, y por lo que respecta a las Fulanas, aproximadamente el mismo número de mujeres que de hombres. No es un espectáculo muy atractivo: hombres robustos y no pocas mujeres con medias desgarradas de manera artística y calcetines deportivos metidos en los sostenes, apoyándose en las paredes como… pues como Fulanas, bajo la mirada de desesperación de los augustos vicecancilleres eduardianos retratados en las paredes.

—Por cierto, Bri, ¿no llevarás encima los diez pavos…? —dice Josh, ceñudo—. ¿Los de la cerveza casera?

La verdad es que no me lo puedo permitir de ningún modo; además, son los diez que me ha puesto mi madre en la mano. Aun así, hago entrega del dinero en pro de nuestra nueva amistad, y Josh y Marcus se van corriendo como perros por la playa, dándome margen para hacer más amistades de esas que me durarán toda la vida. Como la noche no ha hecho más que empezar, decido que en términos generales será mejor anteponer los vicarios a las fulanas.

Yendo hacia la barra improvisada, un caballete donde venden Red Stripe al razonable precio de media libra la lata, pongo mi cara de «habla conmigo, por favor»: una sonrisa necia, con la boca cerrada, a la que sumo gestos de tímida aquiescencia y miradas de esperanza. Hay un hippy larguirucho que espera a que le sirvan, con una sonrisa de tonto del pueblo a juego con la mía, y aunque parezca mentira, peor cutis que yo. Mira la sala y dice con marcado acento de Birmingham:

—¿A que es de locos?

—¡Demencial! —digo yo.

Ponemos los ojos en blanco, como diciendo: «Esta juventud de hoy en día…». Se llama Chris. No tardo en averiguar que también estudia literatura.

—¡Qué coincidencia! —exclama, antes de explicarme todo su programa de bachillerato, seguido por el contenido exacto de su solicitud para entrar en la universidad y por el argumento de todos los libros que ha leído en su vida, paso previo, todo ello, a una descripción del verano que pasó viajando por la India, en tiempo real; y me paso los siguientes días y noches de su viaje asintiendo, bebiendo tres latas de Red Stripe y preguntándome si es cierto que su cutis es aún peor que el mío, cuando de pronto me doy cuenta de que está diciendo…

—¿… y sabes qué? En todo ese tiempo no usé papel higiénico ni una sola vez.

—¿En serio?

—Ni una. Y no creo que lo vuelva a usar. Así es mucho más fresco, y mucho menos perjudicial para el medio ambiente.

—Entonces ¿qué haces?

—No, nada, solo con la mano y un cubo de agua. ¡Esta mano! —Me la pone en las narices—. Te aseguro que es mucho más higiénico.

—Pero ¿no me has dicho que estuviste todo el tiempo con disentería?

—Sí, bueno, pero eso es otra cosa. La disentería la pilla todo el mundo.

Decido no insistir.

—¡Genial! —digo—. Muy bien, tío, muy bien…

Y venga otra vez con los viajes en tartanas con bancos de madera de Hyderabad a Bangalore, hasta que en algún punto de los montes Erramala la Red Stripe hace su efecto, y me doy cuenta con júbilo de que mi vejiga está llena y que, por mucho que lo sienta, tengo que ir al lavabo.

—No te vayas, que ahora vuelvo; vengo ahora mismo, tú no te muevas de aquí…

Justo cuando me voy, me coge un hombro, me pone la mano izquierda delante de la cara y dice evangélicamente:

—¡Acuérdate: no hace falta papel de váter!

Sonrío y me alejo deprisa.

Al volver, compruebo con alivio que se ha ido, sí, de modo que me acerco al escenario de madera y me siento al borde, junto a una mujer menuda y pulcra que no va de fulana ni de vicario, sino de miembro de las juventudes de la KGB: abrigo negro tupido, leotardos negros, minifalda vaquera y gorra negra de estilo soviético, sobre un tupé negro y oleoso. Le sonrío, como diciendo: «¿Te molesta que me siente aquí?». Ella me sonríe a mí, como diciendo: «Sí, vete», un leve y tenso espasmo que permite atisbar dientes pequeños y afilados, todos del mismo tamaño, tras un brochazo incongruente de pintalabios muy rojo. Seguro que haría mejor en irme, pero la cerveza me ha vuelto intrépido, y más amistoso de la cuenta, así que me siento a su lado a pesar de los pesares. La línea de bajo gutural de «Two Tribes» no enmascara del todo el sonido de sus músculos faciales al tensarse.

Al cabo de un rato, me giro para mirarla. Da caladitas nerviosas a un cigarrillo liado a mano, mientras se obstina en mirar la pista de baile. Tengo dos opciones: hablar o irme. Quizá pruebe la primera.

—¡Lo irónico es que yo soy vicario de verdad!

No hay respuesta.

—¡No veía tantas prostitutas desde que cumplí los dieciséis!

No hay respuesta. Puede que no me haya oído. Le ofrezco un trago de mi lata de Red Stripe.

—Muy amable, gracias, pero creo que paso.

Coge la lata que tiene al lado y me la enseña. Su voz cuadra perfectamente con su cara, dura y afilada; escocesa, diría que de Glasgow.

—Oye, y ¿tú de qué has venido? —digo alegremente, señalando su ropa con la cabeza.

—Yo he venido de persona normal —dice ella sin sonreír.

—¡Pues te podrías haber esforzado un poco! ¡Haberte puesto un collar de perro, o algo!

—Puede ser, pero es que soy judía. —Bebe un trago de su lata—. Es curioso, pero entre la comunidad judía nunca han acabado de triunfar los disfraces.

—Pues mira, a veces me gustaría ser judío —digo yo.

Me doy cuenta de que como táctica para entablar conversación resulta un poco audaz. Tampoco sé muy bien por qué lo he dicho; en parte porque me parece importante ser franco sobre temas de raza, género e identidad, y también porque a estas alturas voy bastante ciego.

Ella aguza la vista y me observa un momento con una mirada de spaghetti western, mientras chupa el cigarrillo y decide si ofenderse o no.

—No me digas —contesta en voz baja.

—Perdona, no he querido ser racista; solo lo he dicho porque muchos de mis ídolos son judíos, y…

—Ah, pues me alegro de que mi pueblo goce de tu aprobación. ¿Y qué ídolos son, si se puede saber?

—Bueno, Einstein, Freud, Marx…

—¿Karl o Groucho?

—Los dos. Arthur Miller, Lenny Bruce, Woody Allen, Dustin Hoffman, Philip Roth…

—Jesucristo, por supuesto…

—… Stanley Kubrick, Freud, J. D. Salinger…

—Salinger no es estrictamente judío…

—Que sí.

—Que no, hazme caso.

—¿Estás segura?

—Nosotros lo sabemos. Tenemos un sexto sentido.

—Pero es un apellido judío.

—Su padre era judío y su madre católica, así que técnicamente él no lo es. Ser judío se transmite por ascendencia materna.

—No lo sabía.

—Pues nada, ya tienes por dónde empezar tu formación universitaria.

Vuelve a clavar una mirada hostil en la pista de baile, abarrotada ahora de fulanas que renquean al compás de la música. Es una visión bastante tétrica, como un círculo recién descubierto del infierno. La chica la observa con desprecio consciente, como si esperase la explosión de una bomba puesta por ella misma.

—Pero ¿tú has visto a esta gente? —dice con voz gangosa y cansada, mientras «Two Tribes» se funde con «Relax».

Como he llegado a la conclusión de que la manera de entrarle es con un cinismo hastiado, me aseguro de que se oiga mi risita de respuesta. Ella se gira, sonriendo a medias.

—¿Sabes cuál ha sido el mejor fruto de los internados ingleses? Varias generaciones de chicos de pelo lacio que saben ajustar ligueros. Lo increíble es que tantos ya llevéis la ropa de mujer en la maleta al llegar a la universidad.

¿«Llevéis»?

—Yo la verdad es que he ido a un instituto público —digo.

—Pues felicidades. ¿Sabes que eres la sexta persona que me lo dice esta noche? Empiezo a pensar que es una especie de recurso raro de izquierdas para entablar conversación. ¿Qué debería impresionarme más, nuestro sistema de educación pública o tus heroicas proezas académicas?

Si algo sé, es cuándo me han vencido, así que cojo mi lata, llena a tres cuartos, y la agito en el aire como si estuviera vacía.

—Me voy al bar. ¿Te traigo algo, mmm…?

—Rebecca.

—¿… Rebecca?

—No, gracias.

—Pues nada, ya nos veremos. Por cierto, me llamo Brian.

—Adiós, Brian.

—Adiós, Rebecca.

Justo cuando estoy a punto de ir hacia la barra, veo al acecho a Chris, el hippy, con el brazo hasta el codo en una bolsa grande de patatas fritas, así que salgo de la sala y opto por un paseo.

Recorro el pasillo de paredes de madera, donde la última tanda de nuevos alumnos se despide de sus padres con la banda sonora de «Legend», de Bob Marley. Una chica llora en brazos de su madre, igualmente llorosa, mientras su padre, tieso e impaciente, espera a un lado, con un pequeño fajo de billetes apretado en la mano. Un gótico larguirucho y cohibido, con grandes aparatos en la boca, casi empuja a sus padres de la habitación para poderse dedicar a algo tan serio como informar a los demás de qué ser tan oscuro y complejo hay detrás de tanto metal y plástico. Otras nuevas incorporaciones se presentan a los ocupantes de la habitación contigua, y les ofrecen pequeñas biografías en conserva: carrera, lugar de nacimiento, notas de selectividad, grupo preferido y experiencia infantil más traumática. Es una especie de versión educada y de clase media de esa típica escena de cine bélico en que llegan al cuartel los nuevos reclutas, jóvenes y sin curtir, y se enseñan mutuamente las fotos de las chicas que han dejado en casa.

Me paro ante el tablón del sindicato de estudiantes y, entre tragos de cerveza, leo los anuncios por encima: se vende batería, un llamamiento a boicotear al Barclays Bank, una convocatoria caducada del Partido Comunista Revolucionario en apoyo de los mineros, pruebas para The Pirates of Penzance… Observo que el martes que viene tocan los Self-Inflicted y los Meet Your Feet en el Frog and Frigate.

Y en ese momento lo veo.

En el tablón hay un cartel, una fotocopia A4 muy roja donde pone:

Pues aquí está: es el momento.