PREGUNTA: «Había una vez cuatro niños cuyos nombres eran Pedro, Susana, Edmundo y Lucía». Así empieza la obra más famosa de un estudioso, novelista y apologeta cristiano. ¿Cómo se llama el libro?
RESPUESTA: El león, la bruja y el armario.
Según el tópico, cuando conoces a un famoso en carne y hueso, muchas veces te llevas la desilusión de que sea mucho más bajo de lo que parece en la pantalla, claro, pero lo cierto es que Bamber Gascoigne, en la vida real, es mucho más alto de lo que me imaginaba, además de muy delgado, y sonriente, y sorprendentemente guapo, como un personaje benévolo de C. S. Lewis a punto de embarcarte en una increíble aventura, pero con sex appeal. Nos ponen a los cuatro en fila en el estudio, y esperamos nerviosos mientras él nos saluda uno por uno, como la reina en la Gala Real.
Alice me evita, y como es la primera de la fila, no oigo lo que le dice a Bamber, pero imagino que estará intentando seducirlo. Luego Patrick, prácticamente encogido de humildad, alardea de haberlo conocido el mismo día del año pasado, y hace como si fueran la mar de amigos, como si hubieran ido juntos de vacaciones, o algo así. Bamber, encantador, sonríe mucho.
—¡Pues claro que me acuerdo! —dice, aunque probablemente piense: ¿quién narices será este idiota?
Después Lucy, tan increíblemente callada y amable como de costumbre, y el siguiente soy yo. La pregunta es si lo llamo Bamber o señor Gascoigne. Se acerca y me da la mano.
—Mucho gusto, señor Gascoigne —digo yo.
—No, por favor, llámame Bamber —dice él con una gran sonrisa, cogiendo mi mano entre las suyas—. ¿Cómo te llamas?
—Brian, Brian Jackson —mascullo.
—¿Y estudias?
—Lit. Ing. —digo.
—¿Perdón? —dice él, inclinándose.
—Li-te-ra-tu-ra in-gle-sa —respondo en voz alta, exagerando la pronunciación.
Al darme cuenta de que Bamber retrocede casi imperceptiblemente, lo achaco a que ha notado el alcohol en mi aliento, y se ha dado cuenta de que llevo una señora turca encima.
Pese a todos los esfuerzos de las autoridades competentes, la cuestión es que si alguien necesita a toda costa algo de beber, podrá conseguirlo por muy tarde que sea.
Tras salir corriendo de la habitación de Alice en Kenwood Manor, paseo un rato por la calle para tranquilizarme y ver si dejo de temblar. De pronto veo que he llegado a The Taste of The Raj, un restaurante indio que al mismo tiempo es una especie de speakeasy hindú: puedes pasarte toda la noche bebiendo, a condición de estar siempre a menos de tres metros de un bhaji de cebolla.
Son las doce y pico y no hay nadie.
—¿Mesa para uno? —pregunta el solitario camarero.
—Sí, por favor.
Me lleva al fondo del todo, junto a la cocina. Al abrir la carta, descubro la amarga ironía de que The Taste of The Raj ofrece un menú extraespecial de San Valentín para parejas en salida romántica, pero llego a la conclusión de que, a pesar de que sale bien de precio, difícilmente podré comer algo. Además, no he venido a comer. Pido una pinta de cerveza, dos poppadoms, un bhaji de cebolla y un gin tonic.
—¿El señor no quiere plato principal?
—Puede que más tarde —respondo.
El camarero asiente compungido, como si supiese muy bien cómo funciona —brutalmente, a veces— el corazón humano, y va en busca de mis copas. Me acabo la pinta y el gin tonic antes de haber oído a mis espaldas el timbre del microondas de la cocina. El camarero desliza el bhaji de cebolla recalentado entre mis codos. Yo le doy los vasos vacíos.
—Otra pinta de cerveza y una ginebra, por favor. Esta vez sin tónica.
El camarero de mirada triste asiente con sabiduría, suspira y sale en busca de lo que he pedido.
—Perdone… —le grito—. ¿La ginebra puede ser doble?
Le quito la corteza con desgana al bhaji de cebolla y lo mojo en el yogur de menta, dulce, aguado. Cuando vuelve el camarero con las bebidas, me tomo los tres primeros centímetros de cerveza, echo la ginebra, la remuevo con el mango del tenedor y pienso en todo lo que sé.
Sé la diferencia entre un pterosaurio, un pteranodón, un pterodáctilo y un ramphorhynchus. Sé el nombre en latín de la mayoría de los pájaros comunes de Gran Bretaña. Me sé las capitales de casi todos los países del mundo, y casi todas las banderas. Sé que Magdalen College se pronuncia «Modlin College». Me he leído las obras completas de Shakespeare, excepto Timón de Atenas, y las novelas de Charles Dickens, excepto Barnaby Rudge, y todos los libros de Narnia, y sé el orden en que fueron escritos, aproximado en el caso de Shakespeare. Me sé todas las letras de todas las canciones que ha grabado Kate Bush, incluidas las caras B, así como la posición más alta que alcanzó en las listas cada single. Me sé todos los verbos irregulares en francés, y de dónde viene la expresión «a buenas horas mangas verdes», y para qué sirve la vesícula biliar, y cómo se forman los brazos muertos, y todos los reyes británicos en orden, y las esposas de Enrique VIII y cómo acabaron, y la diferencia entre rocas ígneas, sedimentarias y metamórficas, y las fechas de las principales batallas de la Guerra de las Rosas, y los significados de las palabras «albedo», «peripatético» y «litotes», y el promedio de pelos que hay en la cabeza humana, y cómo se hace ganchillo, y la diferencia entre la fisión y la fusión nuclear, y cómo se escribe desoxirribonucleico, y las constelaciones, y la población de la tierra, y la masa de la luna, y el funcionamiento del corazón humano. Y, sin embargo, lo más importante y más básico, como la amistad, o superar la muerte de mi padre, o querer a alguien, o sencillamente ser feliz, sencillamente bueno, decente, digno y feliz, parece total y absolutamente fuera del alcance de mi comprensión. Se me pasa por la cabeza que no tengo nada de inteligente, sino que soy en realidad, sin duda alguna, la persona más ignorante, más profunda y perdidamente estúpida del mundo.
Como empiezo a estar un poco triste, pido otra pinta de cerveza y otra ginebra doble para animarme: echo la ginebra en la cerveza, remuevo con el tenedor, mojo un trozo de poppadom en el chutney de mango, y lo siguiente que recuerdo es despertarme vestido a las seis y media de la mañana.
—¡Brian! Despierta, Brian…
—Déjame en paz… —digo, tapándome la cabeza con el edredón.
—Venga, Brian, que llegamos tarde.
Alguien me sacude por el hombro. Le aparto la mano.
—Todavía es de noche. Vete.
—Son las seis y media de la mañana, Brian; tenemos que estar en el estudio a las nueve y media, y no vamos a llegar. Venga, levántate… —Patrick me arranca el edredón—. ¿Has dormido vestido?
—¡No…! —digo yo, indignado, pero no es muy convincente, porque salta a la vista que estoy dormido y vestido—. Es que me ha cogido frío por la noche, pero…
Patrick me arranca por completo el edredón.
—¡Todavía llevas puestos los zapatos!
—¡Es que tenía frío en los pies!
—Brian… ¿Has bebido?
—¡No…!
—Brian, creía que habíamos hecho un pacto: acostarse temprano y no beber antes del concurso.
—¡Yo no he bebido! —farfullo al incorporarme y oír cómo se aposentan en mi estómago la ginebra, la cerveza y el bhaji de cebolla.
—¡Brian, que te huelo el aliento! Por cierto, ¿qué hace el colchón en el suelo?
—Según él, es un futón —dice Josh en la puerta, tiritando, en calzoncillos.
Por encima de su hombro, Marcus mira parpadeando.
—He tenido que despertar a tus compañeros de piso para poder entrar —explica Patrick.
—Uy… Perdona Josh, perdona Marcush…
—No me lo puedo creer. ¡Aún estás borracho!
—¡Yo no estoy borracho! Cinco minutos. ¡Dame solo cinco minutos más!
—Te doy tres. Te espero abajo, en el coche —ruge Patrick, antes de salir hecho una furia, seguido por Josh y Marcus.
Yo suspiro, me restriego las manos por la cara y me siento al borde del futón.
Me acuerdo de Alice.
Voy al armario y saco la chaqueta de pana marrón de mi padre.
El viaje a Manchester es bastante nefasto. Vamos en el dos caballos de Alice, que me dirige una sonrisa condescendiente, de tan amigos; sonrisa que yo finjo no ver al subirme a la parte trasera, haciendo crujir bajo mis pies los paquetes de patatas y las cajas rotas de casete. Cierro la puerta mediante el trozo de cuerda de tender que sirve como tirador, esfuerzo que me hace eructar a través de los dientes apretados, provocando un siseo. La doctora Lucy Chang lo detecta, hace su diagnóstico y me brinda la sonrisa de hospital que le enseñan a usar como parte de su formación. En el momento de arrancar, me subo el abrigo hasta la barbilla, como una manta, e intento ignorar el bamboleo del dos caballos, que no parece tener ningún tipo de suspensión: es como ir en las tazas giratorias de un parque de atracciones.
Huelga decir que el bueno de Patrick ha preparado centenares de preguntas como divertidísimo calentamiento para el viaje. Las lleva meticulosamente escritas a máquina en tarjetas de quince por diez, e insiste en bramarlas a pleno pulmón por encima del ruido del motor de cortacésped del dos caballos, mientras damos sacudidas por la autopista sin subir ni bajar de los noventa por hora. Yo resuelvo no emitir ni una sola respuesta, para que aprendan. El truco, para que pase bien el día, es no perder la dignidad. Orgullo y Dignidad: he ahí la clave. Eso y no vomitarme encima.
—Tres preguntas extras sobre batallas. ¿En qué año se libró la batalla de Blenheim? ¿Quién lo sabe? ¿Nadie? ¿Lucy?
—¿Mil setecientos… doce? —sugiere Lucy.
—No. Mil setecientos cuatro.
—¿Dónde está el Bulge, de la batalla del Bulge? ¿No, nadie? ¿El Bulge? ¿Nadie tiene ni idea? El Bulge. Venga, pensad un poco: el Bulge, la batalla del Bulge…
—¡Holanda! —murmuro por debajo del abrigo, aunque solo sea para que deje de decir «Bulge».
—En las Ardenas, Bélgica —dice Patrick, con un chasquido de su lengua y un meneo de cabeza—. Pregunta número tres. La batalla de Austerlitz, también llamada de los Tres Emperadores, se libró entre…
—Patrick, ¿me dejas que te pregunte de qué sirve todo esto? —digo, inclinándome en el asiento—. ¿O es que te crees que por algún milagro saldrá alguna de estas preguntas en el concurso? Porque si no, es perder un poco el tiempo, ¿no?
—Brian… —dice Lucy, poniéndome la mano en el brazo.
—¡Es un calentamiento, Brian! —aúlla Patrick, girándose de cara a mí—. Un calentamiento para los que esta mañana no estén todo lo despejados que podrían estar, como quien dice…
—¡No sé por qué te metes conmigo! —exclamo yo, sumándome a los gritos—. ¿Ayer a qué hora te acostaste, Alice?
Ella me fulmina por el retrovisor, con su mirada fría y despectiva de delegada de clase.
—De eso ya hablaremos más tarde, ¿vale, Brian?
—¿Hablar más tarde de qué? —pregunta Patrick.
—De nada, de nada —dice Alice.
—¿Y qué, Alice, hoy solo vamos nosotros cuatro, o tienes escondido a alguien en el maletero?
—¿Qué? —dice Patrick.
—Aquí no, Brian, ¿vale? —sisea Alice.
—¿Alguien me hace el favor de explicarme qué pasa…? —suelta Patrick.
—¡Bueno, a ver, a ver! ¿Qué tal si… escuchamos un poco de música? —propone Lucy, la pacificadora.
Una de sus manos me sujeta el brazo, con suavidad no exenta de firmeza. No me extrañaría ver una jeringuilla hipodérmica en la otra, así que me arrellano otra vez en el asiento, vuelvo a subirme el abrigo hasta la cara, para ver si duermo algo, y de camino a Manchester escuchamos una y otra vez un trémulo y castigado casete, The Look of Love, de los ABC, hasta que me siento a punto de gritar.
Poco después de echar involuntariamente aliento alcohólico en la cara de Bamber Gascoigne, este se va a su despacho, para revisar las preguntas, y es nuestro viejo amigo Julian, el investigador joven y simpático, quien se encarga de desvelar la identidad de los rivales. Justo lo que nos temíamos. Una sola palabra: Oxbridge. Patrick sonríe a la fuerza, de oreja a oreja, y el chirrido de sus dientes reverbera por todo el estudio.
Se acercan los cuatro tan tranquilos, cruzando el estudio en una larga fila, como pistoleros. Todos han optado por el look de americana y corbata a juego, y llevan bufandas y gafas de la universidad, como estrategia intimidatoria adicional. Al tratarse de un equipo íntegramente masculino y de raza blanca, supongo que nosotros al menos podemos felicitarnos de haber marcado un punto a favor de la igualdad sexual, por la presencia de dos mujeres en nuestro equipo, aunque una de ellas sea una bruja cruel, embustera, intrigante y falsa.
Claro que nuestros rivales aún no han descubierto el verdadero carácter de Alice, así que todos van directamente hacia ella y se agolpan a su alrededor como si le pidieran un autógrafo, mientras Patrick da saltitos inútiles al borde del círculo, intentando desesperadamente dar la mano a alguien, a quien sea. El capitán de ellos, Norton, de clásicas —un tío de guapura suficiente, hombros anchos y pelo lacio, de esos cabrones guapos que parece que vayan remando a todas partes—, sacude la mano de Alice, sin querer soltarla.
—¡Ah, tú debes de ser la mascota! —dice, el muy guarro.
Lo encuentro un comentario bastante asqueroso y machista, y por un momento siento indignación feminista por Alice, pero luego me acuerdo de la noche pasada, y del armario. Además, a ella no parece que le moleste, porque también se ríe y se muerde el labio con ojitos de cordero degollado, agitando su pelo recién lavado. Norton, a su vez, echa hacia atrás un pelo bonito y lustroso. Parece el ritual de emparejamiento de un documental de animales. Me avergüenza decir que se me ocurre la palabra «calientapollas». Como es una expresión a la vez sexuada y misógina, me la saco de la cabeza y me limito a observar desde el borde del grupo, sin mano que estrechar. Al verme, Lucy Chang se acerca, me coge por el codo y me presenta a Partridge, de diecinueve años, un chico de Saffron Walden, con entradas y pelusilla, que estudia historia moderna. Yo sonrío, y sonrío, y charlo, y sonrío, preguntándome si habrá algún sitio donde echar una cabezadita.
Pero no hay tiempo: Julian ya nos dirige jovialmente a nuestros asientos para un ensayo rápido en el que hará de Bamber, por pura diversión. Huelga decir que Patrick ya tiene estipulada la distribución de los asientos, distribución que me relega al final de todo, lo más lejos posible de él y Lucy; mejor dicho, casi en el estudio de al lado. Alice se sienta entre nosotros, lo cual habría tenido gracia veinticuatro horas antes, pero ahora es puro dolor. Enmudecemos y miramos al vacío, mientras Julian nos recuerda que es mera diversión, un simple juego, y que lo principal es pasar un buen rato. Me sorprende lo precario y rupestre de la mesa y los timbres, como si salieran de un taller de carpintería escolar: hasta veo las bombillas desnudas que iluminan mi nombre en la parte delantera del tablero. Si quisiera, podría desenroscar una; la podría robar al final del programa, y quedármela como recuerdo, en plan travesura estudiantil. Justo cuando se lo voy a comentar a Alice, recuerdo que no nos hablamos, y me entristezco de nuevo. Entretanto, Julian nos invita a probar los timbres, para acostumbrarnos. Lo hacemos todos. Yo me inclino por encima del frontal de la mesa de contrachapado para ver parpadear mi nombre. Jackson. Jackson. Jackson…
—¡Por fin! ¡Mi nombre en letras luminosas! —dice Alice. Yo, por supuesto, no la miro, pero su voz me dice que sonríe desesperadamente—. ¡Siempre había pensado que la única manera de ver iluminarse mi nombre sería cambiármelo por Salida de Incendios!
No sonrío. Me limito a marcar una especie de código morse en el timbre: punto punto punto, raya raya raya…
—Qué raro, ¿no? ¡Estar aquí, después de tanto tiempo…!
En vista de que sigo sin decir nada, me coge la mano y la aparta del timbre.
—Dime algo, Brian, por favor. —Ya no sonríe—. Oye —susurra—, que siento mucho lo de anoche, y no me gustaría que te sintieras engañado, pero yo nunca te he prometido nada, Brian. Siempre he sido sincera contigo, y muy clara sobre mis sentimientos, mucho. Dime algo, Brian, por favor: no soporto que no me hables…
Me giro a mirarla. Está triste, y guapa, y con los ojos cansados.
—Lo siento, Alice, pero no creo que pueda.
Ella asiente, como si lo entendiera. No tenemos tiempo de decir nada más, porque justo entonces Julian carraspea y empieza el ensayo.
—¿En qué año se produjo la separación final entre las dos iglesias cristianas, la oriental y la occidental, que a veces recibe el nombre de Cisma de Oriente y Occidente?
Creo que la sé, así que toco el timbre.
—¿Mil quinientos diecisiete?
—No, lo siento; quizá te confundas con la Reforma. Lo siento, pero son cinco puntos de penalización.
—¿Mil cincuenta y cuatro? —dice Norton, el del pelo lacio que estudia clásicas.
—Correcto —dice Julian.
Norton sonríe, e imprime un victorioso vaivén a su bonito pelo.
—Bueno, Norton, ganas diez puntos, y ahora tu equipo tiene la oportunidad de contestar a tres preguntas extras sobre los dioses romanos…
Irónicamente, como no podía ser menos, me sé todas las respuestas.
Terminado el cuarto de hora de ensayo, que es por mera diversión, solo para que nos relajemos (acordaos de que esto solo es un juego), hemos perdido por ciento quince puntos a quince. Detrás del plató, entre los decorados, Patrick está tan furioso que apenas puede hablar. Camina dibujando círculos pequeños, mientras abre y cierra los puños, y da grititos, de verdad.
—Son buenos, ¿eh? —dice Alice.
—Correctos —dice Lucy—. Lo que pasa es que han tenido suerte. Al que hay que vigilar es a Partridge…
—Tres años esperando esto, tres años… —murmura Patrick, en su circulito.
—Lo que pasa es que estamos un poco tensos —dice Lucy—. ¡Hay que animarse! ¡Empezar a divertirse y relajarse!
De pronto me entran ganas de beber, y me pregunto si habrá algún bar en el edificio.
—¿Y si nos fuéramos todos al bar a tomarnos unas cervezas, para soltarnos un poco?
Patrick se para.
—¿Qué? —dice entre dientes.
—¿No te parece buena idea?
—Brian, durante el ensayo has contestado a ocho primeras preguntas, ocho, y has fallado seis. Son menos treinta puntos…
—No es verdad… —insisto—. ¿A que no?
Miro a Lucy, en busca de apoyo, pero ella se mira los zapatos. Patrick se gira hacia ella.
—Lucia, dimmi, parli italiano?
—Sì, un pochino… —dice ella, incómoda.
Luego Patrick se lo pregunta a Alice.
—E tu, Alice, dimmi, parli anche tu l’italiano?
—Sì, parlo l’italiano, ma solo come una turista… —suspira ella.
—Nos está preguntando si hablamos ital… —susurra Lucy.
—¡Ya sé qué nos pregunta, Lucy! —replico yo.
—¿Y tú qué, hablas italiano? —pregunta Patrick.
—¡No! Tanto como eso…
—Pues Lucy sí, y Alice también, y yo; pero has sido tú, Brian Jackson, tú, el único de todo el equipo que no habla italiano, el que se ha considerado capacitado para intentar responder a una primera pregunta sobre terminología musical italiana…
—Como nadie tocaba el timbre, se me ha ocurrido intentarlo…
—Claro, Brian, es que ese es tu gran problema: tú siempre intentando, intentando, dando palos de ciego; siempre te equivocas, pero tú venga a intentarlo, siempre igual, y venga a equivocarte en todo, en todo, en todo, en todo, en todo, en todo, en todo, y perdiendo el concurso, y arrastrándonos a los demás.
Se le ha puesto la cara granate, del mismo color que su camiseta de la universidad. La tiene a un palmo de la mía…
—Venga, tíos, que solo era un ensayo —dice Lucy, tratando de interponerse entre nosotros, mientras Alice, un poco más lejos, se tapa la cara con las manos y espía entre los dedos.
—¡Ni siquiera sé por qué te dejé entrar en el equipo! Te presentas borracho, apestando a alcohol, y haces como si lo supieras todo, cuando en realidad no sabes nada. Por lo que respecta a este equipo, eres un peso muerto total… —Las manos en mi pecho, con los dedos separados. Siento que me rocía las mejillas de saliva—. Seguramente nos iría mejor con uno cualquiera de la calle, hasta con ese imbécil amigo tuyo, Spencer; sois los dos igual de ignorantes, coño. Ya dicen que el pelo de la dehesa no hay quien lo quite…
Supongo que a partir de ese momento sigue hablando, porque todavía se le mueve la boca, pero la verdad es que yo no lo oigo; de lo único que soy consciente es de que sus manos estiran las solapas de la chaqueta de pana marrón de mi padre, poniéndome a mí de puntillas. Es cuando tomo mi decisión, cuando se parte algo, aunque no es que se parta, sino que se tensa; puede que sea la mención a Spencer, o los restos de la borrachera de la noche anterior, pero es el momento en que decido pegarle a Patrick Watts un cabezazo. Doy un saltito, no de jugador de baloncesto, en absoluto; un simple saltito sobre la planta de los piesy estampo con todas mis fuerzas la cabeza justo en el centro de su cara gritona y granate. Y me avergüenza decir que experimento una sensación fugaz pero intensa de placer, satisfacción y justa venganza antes de que el dolor se abra camino por mi cerebro, y de que se ponga todo negro.