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PREGUNTA: ¿De qué hechos sangrientos, ocurridos en febrero de 1929 en la calle Clark Norte de Chicago, fueron víctimas Adam Heyer, Frank y Pete Gusenberg, John May, Al Weinshank y James Clark?

RESPUESTA: La masacre de San Valentín.

Oye, Alice, es que he estado pensando, en los dos, y mira… Hay un poema buenísimo, del poeta metafísico John Donne, «El triple idiota», que dice: «Soy dos idiotas, lo sé, / por estar enamorado y por decirlo / en poemas quejosos»; y… pues que pienso que es un poco lo que me ha pasado a mí. Quiero decir que he forzado un poco la máquina, con lo de arrastrarte a la fuerza al fotomatón, lo del poema malo de remate de la postal de San Valentín y todo lo otro; yo ya sé la importancia que le das a tu independencia, y me parece bien, en serio. Yo estoy enamorado de ti, claro, a lo bestia, pero no es lo importante; no puede ser ningún estorbo, porque en resumidas cuentas estoy convencido de que nos llevamos muy bien y somos muy buenos amigos, hasta almas gemelas. Está claro que me gustaría más estar contigo que con cualquier otra persona del mundo, pero soy consciente de que a veces puedo ser un gilipollas total; bueno, mejor dicho, casi siempre… Y… mira, tonto del todo no soy; ya sé que ahora no me quieres, pero algún día sí que podrías quererme, ¿no? Acostumbrándote, y todo eso… Puede ser. Son cosas que pasan. Yo paciencia tengo toda la que haga falta, y no me importa esperar. Total, que lo que quiero decirte… es que esperemos, a ver qué pasa. No forcemos las cosas. Vamos a seguir haciendo cosas juntos y pasándolo bien. Y a esperar. A ver qué pasa, ¿vale?

Es más o menos lo que le diré a Alice cuando la vea. Lo de la cita de John Donne no sé si me saldrá, porque temo que quede un poquito pretencioso, pero veremos qué pasa en su momento. No diré más que lo que he puesto, a ver cómo se lo toma, pero sin meterme en grandes discusiones. Después me pondré el abrigo, me iré a casa y dormiré mis buenas ocho horas. Y lo que no pienso hacer, para nada, es intentar darle un beso. Aunque ella me pida que me quede, y le haga el amor, o lo que sea, yo le diré que no, porque por la mañana tenemos el programa. Los dos tenemos que estar frescos. Como los boxeadores: nada de sexo antes de una pelea.

Estoy delante de su puerta. Llamo.

No contestan.

Vuelvo a llamar. Sabiduría, Bondad, Valor, Sabiduría, Bondad, Valor…

—¿Quién es?

—Soy Brian.

—¡Brian! ¡Pero si casi es medianoche!

—Ya lo sé, ¡perdona, es que solo quería saludarte!

Oigo que baja de la cama, y el susurro de la ropa al ponérsela. Se asoma por la puerta con la camiseta de Snoopy y unas bragas negras.

—La verdad es que estaba durmiendo, Bri… —dice, frotándose los ojos.

—¿Ah, sí? ¡Cuánto lo siento! Es que he tenido un día bastante movido, y se lo quería comentar a alguien.

—¿No podrías esperar a…?

—No, a alguien no, a ti.

Se muerde el labio y se estira la camiseta por delante con la mano libre.

—Bueno, pues pasa.

Abre la puerta. Yo me siento al borde de la cama deshecha, caliente al tacto, donde estaba durmiendo.

—¿Qué, cómo ha ido San Valentín?

—Ah, bien, bien…

—¿Has recibido algo especial? —pregunto, insinuante—. ¿Esta mañana, en el correo? ¿Te han mandado algo bonito?

Ojalá viniera a sentarse a mi lado.

—Síii, gracias, Brian; era un poema precioso.

¿Por qué no viene a sentarse a mi lado?

—¿Te parece? ¿De verdad? ¡Buf! A mí me daba un poco de vergüenza. La verdad es que es la primera vez que leen algo mío, y…

—No, en serio, me ha parecido muy bonito; muy… franco. Y… crudo. Emocionalmente. Bastante derivado de e. e. cummings; bueno, «derivado» no, inspirado; quiero decir que me ha recordado a él. De hecho, creo haber reconocido algunos versos… —Un momento: ¿me está acusando de plagio?—. Pero bueno, que era muy bonito, de verdad. Gracias. Me ha… emocionado.

—¡Eso suponiendo que fuera mío! —digo con desparpajo—. ¡Qué poema, si yo no te he mandado ningún poema!

Me estoy atropellando, ya lo sé, pero Alice sonríe, y se rasca el codo, y forma una tienda de campaña con su camiseta al estirársela por debajo de sus rodillas desnudas. Ahora me cuesta un poco no ponerme serio, porque no he tenido más remedio que fijarme en que detrás de su hombro, sobre el escritorio, asoma un gran ramo de rosas rojas perfectas, medio tirado en un enorme cazo de aluminio abollado con agua, robado de la cocina común. No hay ninguna razón para que no reciba regalos de otros hombres por San Valentín, claro que no; sería de tontos no tenerlo previsto, tan ingenuo no soy. Con lo guapa y popular que es, y el atractivo sexual convencional que tiene, y todo lo demás, tiene que recibirlos, pero es que este ramo resulta… vulgar. Tan vulgar que procuro no llamar la atención hacia él, sino centrarme en mi pequeño poema artesano, sincero y sentido. Pero se cierne, se cierne sobre ella, apestándolo todo como un ambientador barato, el puto ramo de putas rosas rojas perfectas…

—¡Qué rosas más bonitas! —digo.

—¡Ah, sí! —dice ella, girando un poco la cabeza como si se hubieran acercado por sí solas. Ni que fuera el puto bosque de Birnam…

—¿Tienes idea… de quién te las ha podido mandar? —digo, sin darle importancia.

—¡Ni la menor idea! —dice ella.

Un pijo desgraciado, evidentemente. Eso que está ahí tumbado en el cazo vale toda la beca del curso. Y claro que Alice sabe de quién son. ¿Qué sentido tiene ser tan generoso, si se va a permanecer en el anonimato?

—Ah… ¿Y no había ninguna tarjeta, o…?

—¿Es de tu incumbencia, Brian? —replica ella.

—No, supongo que no.

—¡Perdona! Perdón, perdón, perdón, perdón, perdón…

Se levanta de la silla y me abraza, agachada. Yo le miro la espalda, que la camiseta ha dejado parcialmente al descubierto, y pongo una mano en la piel desnuda y caliente, justo encima de su ropa interior, la cual, por cierto, parece de algún tipo de malla o encaje negro translúcido. Nos quedamos un buen rato así, mientras miro fijamente las rosas abatidas en el cazo.

—Perdona… —me susurra ella al oído—. Qué mala he sido, contestarte así… Es que el ensayo de esta noche ha sido muy largo y muy difícil, y puede que aún no me haya salido del personaje… —Se sienta a mi lado y se ríe—. Pero ¿qué acabo de decir, por Dios? Seguro que es lo más pretencioso que he dicho en toda mi vida…

Ya volvemos a sonreír los dos. Me planteo tratar de darle un beso, pero luego recuerdo mi nuevo mantra: Sabiduría, Bondad y Valor.

—Oye, Brian, que tengo que seguir durmiendo, en serio; mañana es un día importante…

—Claro, claro, ya me voy… —Me levanto a medias, y me vuelvo a sentar—. ¿Antes te puedo decir algo?

—Vaaale —dice ella con cautela, sentándose a mi lado.

—No te preocupes, que no hay nada que temer. Solo quería decirte… —Le cojo la mano y respiro hondo—. Alice… A ver, Alice, es que he estado pensando, en los dos, y mira… Hay un poema buenísimo, del poeta metafísico John Donne, «El triple idiota», que dice: «Soy dos idiotas, lo sé, / por estar enamorado y por decirlo / en poemas quejosos»; y… pues que pienso que es un poco lo que me ha pasado a mí. Quiero decir que he forzado un poco la máquina, con lo de arrastrarte a la fuerza al fotomatón, lo del poema malo de remate de la postal de San Valentín y todo lo otro; yo ya sé la importancia que le das a tu independencia, y me parece bien, en serio. Yo estoy enamorado de ti, claro, a lo bestia…

—Brian… —dice ella.

—… pero no es lo importante; no puede ser ningún estorbo, porque en resumidas cuentas…

—Brian… —dice.

—… espera, Alice, déjame acabar…

—No, Brian, tienes que parar… —dice, levantándose y yendo al otro lado de la habitación—. Esto no puede ser…

—Pero si no es lo que te crees, Alice…

—No, Brian, lo siento, pero ya no aguanto más. Acabemos de una vez.

Y lo raro es que no me lo dice a mí, sino a su armario.

—Venga, Neil, que ya no tiene gracia…

Qué raro…, pienso. ¿Por qué llama Neil a su armario? ¿Cómo llamará a su cómoda?, me pregunto, mientras ella da golpes con la palma en la puerta del armario Neil, y la puerta se abre despacio por sí sola, como en un truco de magia.

Hay un hombre dentro del armario.

Con los pantalones en la mano.

No entiendo nada.

—Brian, te presento a Neil —dice Alice.

Neil se desencaja del armario y se pone de pie.

—Neil hace de Eilert Lovborg. En Hedda Gabler.

—Hola, Neil —digo.

—Hola, Brian —dice Neil.

—Estábamos… ensayando —dice Alice.

—Ah —digo yo, como si lo explicara todo.

Y creo que después le doy la mano.